RAÍCES DE MANGLAR

Apatía

Apatía

Foto Copyright: lfmopinion.com

Se ha terminado por morir el otro periquito. Lo recogí hoy, después de despertarme. Tenía abierto el ojo que le quedaba y su cabeza enterrada en su propia suciedad. Fue deprimente mirarlo, solo, tirado en su excremento. Así se ha cumplido tu profecía. Pobre animal. No sé si se murió por enfermedad o de abandono. Y yo que pensé que iba a estar mucho mejor que antes. Qué lástima.

Tengo un cansancio mental enorme. Me siento a escribir esperando impresionar a alguien con palabras rebuscadas, con argumentos trillados. Sólo termino por decepcionarme a mí mismo y, a veces, ni siquiera eso. Trato de sacar lo bueno de tu huida, pero me resultas un guión excesivo y malogrado. ¿Y si mejor pongo música? Abro el explorador y cuando quiero encontrar algo que le quede a mi estado de ánimo me vuelvo a topar con el vacío y la fatiga.

Aún recuerdo cuando mi mamá me regaló aquel periquito australiano. Fue hace como dos años. Ahora que lo pienso, quizá murió de viejo. Busco en Internet cuánto viven estas criaturas y algunos expertos dicen que pueden llegar a los 14 años, si se cuidan adecuadamente. Recae entonces la probabilidad, pues si bien el periquito no tenía más de tres o cuatro años, sí es cierto que lo descuide mucho por una buena temporada. Fuiste tú la que te hiciste cargo de él cuando te traje a vivir conmigo. Le dabas su alpiste, se lo mezclabas con otras semillas y hasta le compraste una compañerita de un bello color azul. Yo no sabía nada de eso, a lo mucho le limpiaba de vez en cuando su jaula y le llenaba sus contenedores cada dos días.

Por fin, después de pensármelo mucho, decidí escuchar a Jeff Buckley. El clima y el día daban más la pinta de algo tropical. Mis vecinos no la pensaron tanto como yo. Hasta aquí se escuchan las risotadas. Yo en cambio no soy el tipo de los mil colores, así que opté por el buen Jeff. Nada mejor para ambientar el luto que música de gente muerta. Vuelvo al teclado para plasmar algo decente, pero nada sale o no quiere salir.

Tal vez debería considerar mi desazón como la culpable de mi debilidad literaria o de mi holgazanería mental, pero cada cosa hoy me remonta molestamente a ti. Hasta el animal muerto en el bote del baño. No tuve el valor de echarlo al escusado. Sentí que le debía algún respeto. ¡Qué estupidez! ¿Pensó este animal en mi humor cuando te fuiste? Sólo me sirvió de compañía en mi derrota y por eso fue un ingrato, porque cuando me dispuse a cuidarlo mejor, cuando aprendí tus modos, los buenos y los malos, cuando terminé por resignarme a la pérdida y al rencor, se le ocurre morirse. ¡Vaya compañero!

A lo mejor se desquitó de aquella vez que dejé semiabierta la jaula y se le escapó su periquita. Aunque para nada lo justificaría. Me explico: ella lo agredía a cada rato, mató a algunas de sus crías a picotazos y a otras de inanición. Por si fuera poco, en una de esas batallas diarias le lastimó un ojo que con el tiempo terminó por perder. Era una cosa terrible. La vista de aquello me llenaba de ira y cuando me iba a deshacer de aquella femme fatalee animal, tú dijiste que los dejara ser, que de ningún modo podría estar mejor solo. No lo entendí entonces y, a veces, cuando me dan mis ataques de dignidad, no lo entiendo aún.

No estoy seguro de qué siga. Una hoja en blanco me aterra tanto como aquellas amenazas que me hiciste a destiempo. No era mi época de pedir perdón o de hacer algo para recuperarte y lo sabías, actuaste de mala fe, siguiendo tu dolor y me tomaste desprevenido. De haber sabido que te liberarías habría cerrado la jaula o me hubiera defendido. Incluso hoy sigo perplejo, esperando la inspiración como te espero a ti y, de igual forma, un poco menos cada vez.

Contemplo las opciones a la mano. Puedo limpiar la jaula sucia y comprar otro periquito o puedo tirar la jaula y buscar otro tipo de mascota. Incluso puedo olvidarme de tener testigos de mi soledad. Quizá con alguna de estas elecciones logre al fin tener algo de qué escribir o el tiempo necesario para dedicarlo a la nada, al absurdo. Creo que no me importa.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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