PARRESHÍA

El dólar de la suerte

El dólar de la suerte

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Para ser una persona a la que no le importa el dinero, resulta extraño que cargue en su cartera un dólar de la buena suerte.

Los doscientos pesos se los pudo haber ahorrado en su performación de ayer el Presidente López Obrador, habida cuenta que, como tal, no gasta en nada. Es el único individuo en México que puede andar sin un quinto en el bolsillo, todo se lo paga el Estado.

Pero vayamos al dólar de la suerte. No creo que cargue el dólar para ganar un partido de béisbol o para que sus puerquitos en su finca de Palenque tengan más crías, o bien salga airoso de sus conferencias mañaneras.

Generalmente quien otorga poderes mágicos al dólar es para ganar mucho dinero y él se confiesa desinteresado por todo lo monetario (el costo del NAIM es un insuperable ejemplo), luego entonces: o le falla la lógica y la congruencia, o nos engaña con su credo franciscano.

Lo más, significativo, sin embargo, es el objeto que ha escogido como amuleto; un dólar norteamericano; documentos repleto de símbolos a cual más exotéricos que, a diferencia del Juárez, Rivera, Zapata o Sor Juana, que simbolizan el ayer mexicano en nuestros billetes, aquél contiene una simbología significativa y preocupante: trece hojas y 13 aceitunas, trece flechas, trece barras, trece estrellas y trece niveles de la pirámide, dado que el número 13 se asocia con la masonería, así con los 13 grados del rito de los Iluminati; las 13 estrellas, además, forman entre sí una estrella de David, símbolo del judaísmo, en tanto que con las letras y figura de la pirámide se puede formar otra estrella de David, entre otras lindezas escondidas en su diseño.

No obstante, lo extraño y paradójico de su fetiche, es que el dólar es el símbolo del imperio, del sometimiento, principalmente económico a la potencia norteamericana; el símbolo de muchas de nuestras desgracias nacionales y humanitarias, el símbolo de la soberbia y voracidad capitalista, el del América para los americanos, el del patio trasero y, hoy, el de Trump, ejemplar más que paradigmático del sueño americano, encerrado en sí mismo, sin otredad ni humanidad posible más allá de sus narices. El símbolo del narcisismo hecho política, modelo de desarrollo, dogma económico y dominación por la fuerza.

Si hay algo que simbolice el conservadurismo y lo fifi es el dólar, el símbolo de los polkos.

Ése es el símbolo de la suerte de nuestro Presidente, el mismo que convoca a una Cuarta Transformación con tal amuleto como protección.

Ahora sabemos que lo que abrazó, pegando al corazón su cartera, cuando en los debates se le acercaba el chico inmobiliario exmaravilla, no eran los mismos doscientos pesos que siempre carga, nunca gasta y utiliza para sus performaciones, sino su dólar de la suerte, única cosa de la que sí confiesa apego, fe y confianza. También sabemos que su dólar de buena suerte es el único bien que está dispuesto a transparentar.

López Obrador, lo hemos sostenido, es un hombre que entiende y habla con símbolos; para él son más importantes que las palabras y los razonamientos. Siendo tan simbólico, la simbología del dólar como amuleto no puede ser más que alarmante.

Si ello no los inquieta, no creo que nada lo haga.

Para él la suerte, la buenaventura y el poder radican en la moneda extranjera que representa la explotación y la injusticia, además, de la crisis de nuestra época.

Vaya suerte de los mexicanos.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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