LETRAS

Caricias: polvo y mugre

Caricias: polvo y mugre

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A dos años de la muerte de Eusebio Ruvalcaba

Tenía poco de haber entrado a la Facultad. Una de mis clases predilectas era el taller de expresión oral y escrita. Nuestra profesora, además de poeta, era fanática de El conde de Montecristo y adepta a las letras rabiosas de Ricardo Garibay. Recuerdo que mientras leíamos de manera grupal un cuento de Mónica Lavín, una de mis compañeras dijo que las descripciones altamente hedonistas de fluidos y olores corporales le habían incomodado. La profesora, sin miramiento alguno con su joven alumna recién salida de la prepa, le aventajó: "Las caricias no están exentas de polvo y mugre." Mi compañera calló, pero en mi mente retumbaron las palabras de otro poeta, más tremendo y visceral y que no tenía contemplación a la hora de narrar lo no circunscrito: Eusebio Ruvalcaba.

¿A qué viene al caso esta anécdota estudiantil con ese ente concupiscente y menesteroso que era Eusebio Ruvalcaba? Pues resulta que cuando me acerqué a mi magistral maestra, impresionado por semejante declaración de principios, para preguntarle qué opinaba de la prosa de Eusebio, encontré algo completamente opuesto a lo que esperaba: "¡Ay, Eusebio! Cuando escribe de su padre o de música es excelente, pero nada más comienza con las mujeres y no lo soporto. ¡Escurre misoginia!"

Mi aprecio por Eusebio no era compartido por la académica. Recuerdo que me ofusqué. Pensé que si ella, vaca sagrada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, no creía en la incendiaria narrativa del jalisciense, por qué yo, humilde alumno de primer semestre, iba a tener la razón. Es cierto, yo también creía que los textos en memoria de su padre y los de música, sobre todo aquellos intensísimos ensayos sobre Schubert, Mozart o Bach, eran de una calidad sobresaliente, pero mi fascinación hacia su figura taciturna, de escritor marginal e irreverente, nació gracias a sus "Aforismo sobre la M" o a su "Brevísimo glosario parroquial".

¿Era entonces el autor de Una cerveza de nombre derrota un execrable misógino como aseguraba mi profesora? No tuve certezas instantáneas. Lo único que me quedaba era releer y analizar aquellas páginas con tufo a alcohol y sexo. Cada vez que podía compartía con mis amigos y amigas su escritura, pero sólo en los primeros, y de hecho sólo en un puñado de ellos, hallé señales de empatía. Era como si Eusebio hablase sólo para los hombres y no para los del corte progresista.

¿Acaso esta juventud era muy distinta a la que lo leímos en los noventa y los tempranos dos mil? ¿No había rastros del perdedor patético y aventajado por los más lindos y más impetuosos en aquellos chavos que cada viernes, agobiados por la impaciencia del porvenir y del desamor, salían a tomar cervezas cerca de metro Copilco? Yo veía que sí. Reconocía en los rostros de los ninguneados al yo niño, al yo adolescente. Encontré empatía, genuina piedad por ellos y mucha envidia también, por su jovialidad y por lo que implica el descubrimiento del amor a esa edad, la más efímera y memorable.

Pero ellos no hallaban en Eusebio al salvador que yo encontré. Tres veces lo leí en clase, para todos. Tres veces vi los rostros del desconcierto. Leí "Los jugos de la mujer" y noté la cara de asco de mis compañeras; leí "Donde quiera que estés…" y el aula se llenó con un silencio incómodo; leí "Reglas para hacer feliz a una mujer" y el profesor me detuvo a media página. Leí ahí y en el camino hacia mi casa. No entendía dónde fallaba la epifanía, por qué no aparecía. Me vi solo con Eusebio.

Casi me convencí de que, en efecto, Eusebio escurría misoginia por su prosa y que tal vez yo no podía verlo porque era tanto o más misógino que él y que sus lectores no éramos más que una bola de resentidos por nuestra fealdad, por el rechazo casi absoluto del género femenino hacia nuestra existencia, nuestra pobreza, nuestras jorobas, nuestro acné, nuestras cicatrices, nuestra falta de gracia, nuestra enanez, nuestra delgadez, nuestra obesidad, nuestra inseguridad, nuestra mediocridad. Por el desprecio inevitable que les producen las ratas, los borrachos y los perdedores.

Pero sin importar lo categórico que fuera el ambiente académico en la Facultad, había algo que no cuajaba. Algo que me hacía seguir creyendo en esos aforismos descarnados. Me di cuenta que había una falla en la lógica acusatoria de quienes satanizan a los que elevamos a las mujeres al inevitable escaño del deseo. Claro, no puedo hablar por todos sus lectores, pero ni Eusebio ni yo odiábamos a las mujeres. Sólo era el desencuentro, la desilusión de saberlas largo tiempo divinas y por ello tolerar con irremediable fatalidad su desdén. De haberlas visto siempre como entes que contenían los secretos de la vida y por ello adorarlas hasta la ignominia. De entender finalmente que no son superiores a nosotros, los hombres, sino exactamente igual de imperfectas y brutales.

Eusebio engancha porque es directo, de una dureza feroz e implacable, pero también tierno y hasta autoindulgente. Amaba el oxímoron, la contradicción. Helo ahí, muerto desde hace dos años y recién lo conmemoran en Bellas Artes. Helo ahí, en la crudeza de Banquete de gusanos, el humor de Un hilito de sangre y la intimidad de El arte de mentir. Helo ahí, hijo de uno de los mejores violinistas de México (el inconmensurable Higinio Ruvalcaba) y poniendo 200 pesos de canciones de José José en la rocola de alguna cantina. Sus palabras no son verdades absolutas o mandamientos, son sólo crónicas de la ansiedad y el infortunio. Eso es lo que hace especial a su obra.

¿Escurría Eusebio Ruvalcaba misoginia? No lo creo. Lo leí por primera vez hace 20 años y aún hoy sigo creyendo que si algo amó en este mundo fue a la música y a las mujeres. Amor genuino por la libertad, no por la posesión. Si mi eminente profesora piensa que las novelas, cuentos y poemas de Eusebio son ejemplos deleznables de machismo y falta de empatía es porque no conoce ella misma los descalabros de los marginados. Me es inconcebible cómo le pudo asegurar a una alumna, con toda la arrogancia posible, que las caricias "no están exentas de polvo y mugre", cuando ella no entendía al polvo y a la mugre. Allá su juicio. Y a mis compañeros y compañeras que no comprenden el sentido de su prosa me basta con decirles que tarde o temprano lo harán. Así como este escritor supo encontrar la belleza oculta en el hedor.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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