POLÍTICA

Estado, rapiña e impotencia

Estado, rapiña e impotencia

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No solo un Estado rapiña, sino, además, impotente

La corrupción en México no es un fenómeno aislado, excepcional e individualizado. Es una cleptomanía generalizada, constante y socializada.

No es una cleptocracia, que solo afecte a las franjas superiores de la sociedad, sino que permea por todo el cuerpo social. Todos en México, de una manera u otra, estamos viendo cómo beneficiarnos sin esfuerzo y mérito del gobierno o de quien se deje. El gran empresario con contratos, concesiones y evasiones; el pequeño, jineteando el dinero del fisco, empleados, proveedores y clientes; el marchante, vendiendo kilos de 700 gramos; el gran político, con cuotas por dependencia, el pequeño, con extorsiones clientelares; el policía, sea de crucero o de élite, extorsionando; el juez, eternizando los juicios; el abogado, vendiéndolos; el patrón, evadiendo sus responsabilidades laborales, el trabajador, eludiendo las suyas.

Y así hasta el último peldaño de la pirámide social. Los casos de Granier, Moreira y agregue usted a su(s) preferido(s), implican a franjas importantes de la sociedad. No son conductas personalísimas y ocultas, sino socializadas, públicas y aprovechadas por quienes puedan hacerlo.

La sociedad toda ha perdido los límites de la realidad y todo mundo quiere hacerse multimillonario lo más rápido posible y sin el menor esfuerzo.

La corrupción gubernamental llega a convertirse en una adicción colectiva, como es el caso de los partidos, o en un leiv motiv, como lo es el de los políticos de prosapia: no es que necesiten dinero, sino que está en su naturaleza obtenerlo sin medida, sin pudor y a cada instante. Dejar de obtener beneficios a cada paso que dan, idea que piensan y aire que respiran es perder poder ante la manada.

Pero además de estas desviaciones conductuales, propias de la personalidad del sujeto o de la sociopatía del grupo, encontramos también condicionamientos estructurales que hacen imposible a un gobierno escapar de la corrupción.

El desmantelamiento y debilitamiento del Estado frente a factores reales de poder es una condicionante estructural que favorece el imperio de la corrupción. Pongamos que llega a un gobierno estatal un individuo sin vocación ni apetito de medro. Un verdadero prietito en el arroz que, a diferencia de lo que generalmente vemos, no llega a continuar un régimen de rapiña sistematizado en políticas públicas, programa de gobierno y procedimientos administrativos, sino a gobernar a favor del pueblo, a cuidar los recursos públicos y a administrarlos con honradez y eficacia.

Esta ave rara se enfrentaría, desde antes de tomar posesión, a los factores reales de poder. No hablo ya del crimen organizado, sino de otro, quizás más organizado y socializado que aquel: el empresario con capacidad de manipular a la opinión pública hasta doblegar al gobierno a que le entregue la concesión, el contrato o el bien que desea; o de aquel con los medios financieros suficientes para alterar a discreción la economía hasta obtener del gobierno los beneficios apetecidos; o el líder social o político que moviliza marchas, plantones, toma de instalaciones y secuestro de bienes o personas hasta lograr las prebendas de su interés; o de los chantajistas de cuello blanco, con influencias múltiples que traficar en favor de sus objetivos; o del político pay per view, que cobra por cada paso, arreglo, voto o acción de gobierno que hace, o del líder que moviliza sus huestes clientelares para mantenerse en la informalidad, la extorsión y la presión política.

Ya no se trata de un Estado rapiña, sino de uno impotente.

El acotamiento del Estado lo hemos hecho de manera acrítica y suicida. Por supuesto que era necesario limitar al Leviatan, pero una cosa es imponerle taxativas y regular su acción, y otra, muy diferente, inutilizarlo.

Los críticos del Estado no han sido siempre honestos en sus planteamientos, en muchos casos no han buscado empoderar al ciudadano, sino a ciertos particularismos a los que son afines. Hay, por supuesto, en todo Estado excesos y vicios que combatir y podar, pero no toda acción y presencia estatal son nocivas per se, siempre y en todo lugar. El Estado es un mal necesario, que siempre debe estar siendo revisado para atemperar sus desviaciones, como toda obra humana, pero su ausencia o, peor aún, su sometimiento al poder de los particularismos es el peor de los mundos, porque es un mundo donde el verdadero poder social se diluye y cada quien queda solo frente al Homo homine lupus.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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