PARRESHÍA

Antes que mi la nada, después de mi… el caos

Antes que mi la nada, después de mi… el caos

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Nada más crudo y amargo que el poder.

Me llama la atención la perseverancia de López Obrador en atizar el fuego en lugar de atemperar las aguas; pareciera que las críticas, en vez de moverlo a la ponderación, activan en él un efecto pavloviano de llevar las cosas al límite y forzar los tiempos; que lo reacio de la realidad a plegarse a su voluntarismo le despierta un afán temerario de subvertir, incluso, la propia ley de la gravedad, que para él las señales de alarma son ofensas personales o declaración de guerra.

Me temo, además, que este acto reflejo y activismo maniaco provocador, no busca convencer -o vencer- a nadie, sino para apaciguar sus fantasmas y dudas más profundos e incomunicables.

No hay nada más crudo y amargo que el poder; a la par que el boato y adoración de los abyectos, el sometimiento servil de los malos colaboradores y la aclamación de la masa enardecida, el poder es muro de realidad contra el que se estrellan las más cándidas ilusiones, tiempo que no responde a ningún madrugador ni acelerado, pero que tampoco se detiene ni se retrasa en presentar facturas, recordar compromisos y marcar límites; el poder, sobre todo, muestra a quien lo detenta su verdadera impotencia y medida.

El hombre en el poder puede esconder tras de éste sus limitaciones y errores, pero no puede dejar de verlos y sentirlos. El Rey desnudo siempre se ve desnudo en el espejo, se aprecia vestido y adorado por la aclamación del pueblo" sabio y bueno", que miente al poder por interés, hambre o miedo. Puede que el político niegue sus limitaciones y errores, que no los asuma, que los ignore; pero éstos persistirán, como la realidad, en hacérsele presentes en el silencio de la noche, en el resquicio de un descuido, en el problema ignorado regresado en crisis, en los frutos podridos de sueños de grandeza y, a veces, en el dolor de un pueblo condenado a pagar espejismos y alucinaciones.

Con independencia de sus mañaneras, discursos placeros y encuestas de popularidad, López Obrador tiene acceso a información que le muestra que no todas las cosas caminan por buen sendero, que mientras más lo adoran sus feligreses, más se ahonda el precipicio y se abultan las filas de quienes de sus actos y decisiones recelan, temen o abiertamente se oponen. Sabe que la inversión remite, el empleo mengua, la confianza se difumina, la polarización se dispara, el gobierno se paraliza, los sueños no se hacen realidad a la invocación del cambio y que su equipo no ata ni una agujeta. Sabe que el tiempo y las excusas se le acaban, que sus actos y discursos gozan de una efectividad efímera, que su presencia agobia y empieza a hartar, que sus performances se desgastan aceleradamente. Empieza a saber que en política todo tiene un costo.

El problema es que su ADN es de agitador social, no de estadista, de allí que no se sepa la tonada de la conciliación y la concordia, y desconozca de la paciencia, disciplina y valentía de sentarse horas interminables y agrias noches en soledad a estudiar problemas, sopesar soluciones e implementar respuestas que, como decía un clásico, siempre implican inteligencia, tiempo, esfuerzo y dolor.

Lo peor que le puede pasar a un político en el poder es creerse que éste es mágico y que él es la personificación del génesis, que nada era antes que él; y es lo peor que le puede suceder, porque, las más de las veces a los genesiacos lo que les alcanza es el diluvio: antes que mi la nada, después de mi… el caos.

PS.- Lo inoportuno de los tiempos para poner sobre la mesa la revocación de mandato y revivir con ello el tema de la reelección, me gusta más como cortina de humo y distractor, que como propósito de gobierno. Ello, sin descontar que el tema no deja de ser exclusivamente electorero y no va más allá de su agenda de armar un aparato de control político, pero sigue debiéndonos un plan de gobierno, un rumbo de gobernanza, un puerto de arribo y el contenido de su mentada "transformación".




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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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