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Gabrielillo

Gabrielillo

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Fue tiempo después que me dieron veinticuatro horas para dejar el Estado.

Chagua, dame una almohada para ponerle a éste cerca de la cabeza de la silla y que no se le aplasten las congas –le decía a mi madre el Viejo Gabriel cuando me paseaba en su caballo.

Tamaulipas está en el norte. Aquí, a la hacienda que antes fue de mis padres, vuelvo ahora, 1913, como empleado. Cuento con veintitrés años de edad y con cinco pesos semanales que gano trabajando de catorce a quince horas diarias en la finca más grande y poderosa de la región. El pueblo está a cinco kilómetros de ella. Y de él fui nombrado presidente municipal por los miembros de la Comuna del Ayuntamiento electo legalmente por el pueblo.

En febrero, Madero fue asesinado y Huerta subió al poder. Nadie se ocupó en el pueblo de renovar autoridades. Los hacendados recuperaron sus privilegios y el régimen dictatorial vino a formarse en el curso de los meses siguientes, haciendo así mas difícil la labor de los románticos que como yo, tratábamos de que no se les pagara sólo 31 y cuarto centavos a los peones por jornadas ininterrumpidas y que ya no vivieran endrogados con la finca por deudas hereditarias.

Mi abuelo pidió un cigarro, sorbió su café. Había americanos. Pidió un cigarro de hombre y Bernardino le trajo uno de sus Del Prado.

La jefatura militar de la zona de Monterrey habló al Gobernador del Estado, indicándole que el pueblecito debía 59 hombres a la leva, 59 reemplazos debía el Municipio. Se les ponía el chaco, se les rapaba y se les metía a la guarnición más próxima. Entonces los hacendados, sintiéndose señores feudales se reunieron y resolvieron cumplir con la orden del Gobierno Federal. Y un domingo en la mañana, cuando todos los campesinos concurrían al pueblo, de paseo, de descanso, a vender sus míseros productos, encerraron en el corralón de la casa municipal a los primeros 59 que encontraron en los mercados, en las calles y en las cantinas.

Recuerdo el olor a cuero y a tabaco del viejo Gabriel, en cuyos brazos a veces me quedé dormido antes de que terminara el paseo. Viejo de cabeza blanca, enormes mostachos que se atusaba con un gesto especial -ejem- y se atusaba una de las guías del bigote; otro ejem, y se tiraba la otra.

Al pasar los años y cuando yo volví a la casa que había sido de mis abuelos como sirviente, el viejo fue mi mozo de estribo, el que me acompañaba a Victoria a traer la raya, el que me enseñó a lazar un toro y a domar un potro. En nuestras largas caminatas me contó historias de la revolución de Catarino Garza, de la batalla de Las Antonias, y entre carraspeo y carraspeo y entre atusada y atusada de bigote, referíase con orgullo que le quebraba la voz: -Yo le levanté la pierna a don Porfirio en Nicamole, pa que subiera en el caballo zahumao del fierro de Las Molledas-. Así, vivía en los recuerdos del viejo la historia de nuestras guerras.

Su alforja era una maravilla. Una almohada cerrada con botones de cuerno en que guardaba el correlón para la espuela, un canuto de carrizo de donde sacaba hilos y agujas de distintos calibres, un tiento que hacia falta para la silla, el bote de café y el piloncillo para endulzarlo, la panoja de maíz y las hojas de tabaco Virginia para hacerme un cigarro, una cafetera de hojalata que el llamaba La Moka y un bote del mismo material, herméticamente cerrado, con manteca de cerdo para freír huevos, chorizo y cuanto pudiera imaginarse. Vivía siempre atada a los traseros del fuste. Si, la maleta del viejo Gabriel era una maravilla. ¡Cuántas veces me quedé dormido sobre ella a la sombra de un árbol!

De su único matrimonio al viejo le quedó un hijo: Gabrielillo. El padre se esforzó porque nunca sirviera como jornalero; era su orgullo verlo ya mocetón (era mas o menos de mi edad) con su buen sombrero de palma, camisa de cretona, pantalón ajustado de dril o de jerga, con grandes aletones a los lados de las piernas, sus buenas espuelas, su caballo gordo, brioso y bien arrendado. Y fue Gabrielillo el don Juan de las campesinas, entre las que siempre tuvo gran partido.

El domingo de la encerrona yo estaba en Las Moras, un rancho anexo a la gran hacienda, a treinta kilómetros del casco principal. Ignorando lo que pasaba, descansaba, sentado a la puerta de la casa.

Oí el galopar desaforado de un caballo que por la meseta se acercaba al rancho. Vi bajar un jinete, como loco, de estampida; rayó su caballo frente a mi, se apeó con gran ruido de las espuelas y se puso de rodillas en el suelo.

-¡Mi Gabrielillo!

Ante mi asombro al ver como le escurrían las lágrimas y el sudor le goteaban de los bigotes canosos, se llevó las manos a la cabeza y se quitó el sombrero.

- Paco, dijo: ¡Estas canas me salieron en el servicio de tus abuelos, de tus padres y de ti mismo!- He dado todo lo que he tenido por ustedes, pero a mi Gabrielillo no.

Gabriellillo fue aquél domingo, en que lucía su caballo de buena estampa, uno de los 59 reemplazos encerrados en el corralón de la casa municipal.

-¿Qué le pasa?

Me contó como lo habían aprendido, rapado ignominiosamente con la máquina del cero y trataban de llevárselo en la leva de soldados.

Mi abuelo levantó al viejo. Le dijo:

-Mírame. Tu me conoces y sabes lo que soy. Antes que tu hijo voy yo de leva. Ensíllame un caballo; ensíllate otro, porque el que traes viene muy cansado.

Otra vez a matacaballo y no por el camino, sino, como decían, cortando vereda, fueron los dos al pueblecito.

Era ya de noche cuando llegué frente a la casa municipal. Llegué solo y a pié. Había dejado al viejo con los caballos en la tienda de uno de mis parientes, en las afueras del pueblo.

-Quédate aquí y no me esperes. El que viene será Gabrielillo. Móntalo en mi caballo y váyanse para Las Moras. Al pasar por la hacienda avísales que estoy aquí, que mañana me manden el coche.

Entré a la casa municipal muy pomposamente llamada El Palacio. Me recibieron el alcaide de la cárcel y el comandante de la policía, que reconocieron al presidente municipal. Me asomé al corralón. Pude distinguir grupos de hombres que acuclillados o tirados en el suelo, murmuraban quedamente.

-¿Por qué hay tantos presos ahora? pregunté al alcaide, haciéndome de novedades.

Eran los reemplazos que ya rapados convenientemente, para despiojarlos, esperaban el retén que de Ciudad Victoria debía venir para llevárselos.

Pedí verlos para saber quiénes eran y a la luz de una lámpara marina fui revisando cara por cara, hasta encontrarme con Gabrielillo.

-Vas a hacerme un favor. Vas a ir a casa de don Amado a comprarme unos cigarros, ya se me acabaron y voy a quedarme aquí un rato.

Los detenidos estaban a disposición de don Blas, uno de los hacendados. Que había dado las instrucciones correspondientes. Los dos funcionarios protestaron; cualquiera de ellos, o uno de los policías que estaban de guardia, podía ir a traerme los cigarros.

-Aquí y en este momento soy la primera autoridad del pueblo y ustedes no pueden, ni deben, recibir orden alguna que no sea dictada por mí. Bajo mi responsabilidad va este muchacho a cumplir mi mandado y subo en este momento al salón del Cabildo para extenderles por escrito la orden que acabo de dar y que salve la responsabilidad que ustedes puedan tener.

Subí al salón de sesiones. Con uno de los gendarmes mandé llamar al secretario del Ayuntamiento; el que enterado de lo que había pasado llegó riéndose de mis alardes de autoridad. Le ordené que telefónicamente se comunicara con los hacendados que habían intervenido en la redada y les rogara asistir el lunes, a las diez, al salón de sesiones, donde el Ayuntamiento tendría el honor de recibirlos.

Y como Gabrielillo no volviera ni ha vuelto hasta la fecha, salí a la calle, para pasar la noche en casa de una prima rica, de no malos bigotes, que desde lejos me sonreía a veces.

¡Me cago en San Crispín! ¿Y por qué en San Crispín?, le pregunté, en ese precisamente entre todos los santos.

-Ah verás, Crispín Montemayor era un medio pariente nuestro, coincidió con mi padre en el tren de mulas y se le hizo fácil, dado que no encontró lugar vacío alguno, cargarte y subirte en sus piernas. El viejo sacó su estilete y lo bajó corriendo, desgraciado, le dijo, mi hijo también pagó su boleto. Desde entonces a la menor provocación se cagó en San Crispín.

Todos y cada uno de los ediles previamente citados estábamos constituidos en sesión para tratar el asunto de los reemplazos. Fueron llegando los señores feudales, poseídos de la más santa indignación, iracundos. Un mocoso se atrevía a contrariar lo que ellos habían resuelto. Allí fue Troya.

Principie por pedirle al secretario del Ayuntamiento que diera lectura a las disposiciones sobre cómo debían cumplirse los reemplazos del ejército. Así, oímos todos que debía reclutarse a los vagos, a los tahúres, a los malvivientes y a los transgresores de la ley.

Habló Paco, dijo que se sentía legítimo representante del pueblo y se sabía apoyado por sus compañeros y con la razón. Cara a cara fue dirigiéndose a cada uno de esos señores feudales.

-A usted, señor hacendado, la opinión pública lo señala como un individuo nocivo que abusa de las hijas de sus sirvientes, que tiene innumerables hijos naturales, engendrados bajo la presión y el miedo. Usted debería ir de reemplazo.

-Usted, señor, es un tahúr profesional; en el garito del pueblo pasa los días en los albures y el póquer. Usted debería ir en la leva.

Entonces hacía calor. Afuera, las caras, vientres y muslos, azalea, jazmín y musgo de las tamaulipecas.

-Y usted, señor, que explota una cantina, centro de vicio donde los campesinos dejan lo poco que les han pagado. Usted también debe ir de soldado.

-Y usted, señor, que a sus hijos les consiente las queridas que han sacado de la casa de sus sirvientes. Usted debiera ir al ejército.

Y mientras el presidente municipal hablaba, tu bisabuelo Andrea, el salón de sesiones fue despoblándose. Los ofendidos caballeros fueron retirándose sin decir palabra, con ira en sus mejillas, cerrando los puños, salivando, rumiando la venganza.

Cuando hube señalado todo lo que de podrido tenían aquellos magnates, les propuse:

-Aquí hay una línea telefónica. Hablaré con el Gobernador del Estado si ustedes lo prefieren, le expresaré lo que a ustedes he dicho y éste Ayuntamiento pagará en el periódico de la capital del Estado la publicación del acta de esta sesión, en la que se hacen constar las arbitrariedades cometidas y la opinión publica que se tiene de ustedes. O, por el contrario, nos callamos todos y los 58 infelices que ustedes han arrestado son soltados.

No hubo necesidad de más, los liberamos a todos. Fue tiempo después que me dieron veinticuatro horas para dejar el Estado.

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Arturo Martinez Caceres

Arturo Martinez Caceres

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