Estos hombres
He visto andar a esos viejos torvos. Los he observado acomodarse la camisa y limpiarse la boca con las mangas.
Los he visto acercar su cara a mujeres voluptuosas, maquilladas con plastas para cubrir marcas de más maquillaje.
He visto cómo hinchan sus jorobas mientras abrazan esas cinturas rollizas, mientras acarician las piernas de aquellas damas y declaman oraciones ininteligibles, códigos indescifrables para un amor vacío y pagado.
He mirado cómo se arrastran hacia los baños y cargan consigo una mórbida vergüenza, fruto de un machismo obtuso y aletargado, apenas dueños de una dignidad austera pero intransigente.
Mean sin reparo alguno y manchan todo su alrededor y su orina es una extensión de su propia alma diluida en alcohol que escapa de ellos y se revienta en un chorro hediondo y tibio, herrumbroso.
Sé que se miran al espejo y recuerdan sus rostros jóvenes y ebrios y cómo un poco de agua bastaba para reanimar el espíritu. Y pensaban que lo mejor estaba por venir y se quedaron sintiendo eso hasta que ya no sintieron: nuevos anhelos, amores al rojo vivo, mujeres que no se irían al final del amor, que sostuvieran aquellos ojos rojos y cansados, al borde del derrame.
Sé que recuerdan ver su reflejo y refrescar su piel, sus ojos sin bolsas y ahora se miran y sólo ven bultos y arrugas, papadas de sapo, las orejas grandes y el cabello cada vez más delgado y débil. Y a veces se quedan quietos espiando aquel espejismo y no importa qué tanto se laven, porque el agua no traerá aquellos días desperdiciados por inconclusos.
Sé que no les brotan las lágrimas porque se saben dignos herederos de aquel descalabro y su falta de amor propio los resigna a su naturaleza terrible y onerosa.
Son minotauros reducidos y enfermos, sin valor alguno o laberinto.
Los he visto volver a sus mesas con las manos húmedas y la camisa de fuera.
Son de aquellos que cuando rompen un vaso se cortan por recoger los vidrios. Que se chupan la sangre y se sacan las astillas con los dientes y la lengua, de aquellos que, sin decir nada, se quedan mirando la cara de repulsión del mesero que preferiría limpiar mil vómitos antes que esa sangre espesa.
Levantan la mano y sienten cómo entre sus dedos se escurre el sentido de las cosas.
Y sé que ellos saben, entienden, que cuando aquellos amores, ya lo dije, pagados y vacíos, les desabotonan la camisa para tocar con esas manos llenas de anillos sus flácidas carnes, lo hacen en una suerte de pasmo; un limbo entre asco e indiferencia.
Sé que les importa, pero han aprendido a controlarse. En su fealdad han encontrado irónicamente el refugio contra el inhospitable mundo exterior. En la embriaguez entienden su inutilidad y la gozan. La lucidez que les quede la ocupan para palpar su cartera o aquellas pieles alquiladas.
Estos hombres, apenas hombres, los conozco. No lo saben pero son necesarios. Mejor que no se enteren.
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