RAÍCES DE MANGLAR

Dr. Salazar (I)

Dr. Salazar (I)

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¿Culpa?

Los he dejado boquiabiertos. Qué manera la mía de guiar, de mentir. Mira que hasta yo me he creído ese cuento de que fue en defensa propia. El secretarucho aquel no dejaba de mirarme asombrado. Fue más fácil de lo que creí porque son tan estúpidos. En fin, es cuestión de días u horas para que me liberen.

Por supuesto, no descarto algunas complicaciones por la manera en que mutilé el cadáver, pero pues ya les dije que no tenía otra forma de sacarlo de mi casa. Además, era un mugroso, un simple trabajador que sólo extrañarán en su casa, mientras que yo soy un eminente médico, el futuro del país. ¿Acaso es más importante para la nación la mano de obra arrabalera, prescindible y reemplazable que un joven talento que contribuirá al mejoramiento y atención de la sociedad? Claro que no. Como dije, es cuestión de horas.

(...)

—Dr. Enrique Salazar Dobledo, ¿acepta usted que asesinó con premeditación y sangre fría a Guillermo Hernández López, que posterior a ese hecho y haciendo uso de sus capacidades y facultades médicas diseccionó el cuerpo e intentó deshacerse de la evidencia del crimen, amén de haber mentido en su declaración al ocultar detalles que a la postre fueron aclarados por las diligencias oficiales?

—De esas acusaciones me declaro inocente, su señoría. Ya he declarado que fue en defensa propia, que el Sr. Hernández López llevaba un tiempo acosándome, asediándome por una deuda que no pude pagarle y que fuese resultado del juego y malas prácticas financieras mías.

—Sr. Salazar, las pruebas recabadas e integradas a su caso por el personal forense indican que previo al homicidio usted inyectó una fuerte cantidad de pentotal sódico a Hernández López, sustancia con la que el ahora fallecido perdió el conocimiento. ¿Cómo se atreve usted a decir ante esta Corte que fue un acto de autodefensa cuando tuvo usted el tiempo y la mala sangre de aprovechar el desmayo de su víctima para degollarlo?

—Su señoría, ciertamente administré dicha sustancia al Sr. Hernández porque el susodicho me indicó que se sentía "un poco mal", algo que en su momento yo consideré incluso hasta cínico, porque el acosador no sólo no detuvo su asedio en mi contra, sino que hasta aprovechaba mis conocimientos en medicina para sacar provecho de la situación. Por supuesto que era una oportunidad que aproveché, su señoría, pero es falso que yo tenga mala sangre. Dude mucho antes de hacerle el primer corte a la yugular.

Maldita sea, estoy sudando y temblando mucho. Todos me miran, a mí, al Dr. Salazar Dobledo. Yo, que tanto he hecho por mi comunidad. Debí enterrar la caja más profundo, debí haber ido solo. Pero no es mi culpa. Todo fue tan rápido. Además, se me está tratando como a un matón cualquiera. ¿Por qué nadie ha hablado de los cortes en el cadáver, de la manera tan profesional y fina de la disección?

—Sr. Salazar, aparte de las pruebas tangibles de su crimen también se cuenta con el testimonio de algunas personas que aseguran que el día del incidente usted no mostraba preocupación alguna y que, por el contrario, aseguró de la manera más tranquila que el paquete en el que transportaba los restos del Sr. Hernández eran "simples desperdicios humanos" como tumores y otros tejidos producto de su labor médica. ¿Cómo puede usted sostener que no existió premeditación en el acto si hasta tuvo la falta de tacto, la insensibilidad propia de un demonio para ostentar tan execrable?

—Bueno su señoría, dicha sea la verdad no entiendo cómo querían que me mostrase cuando lo único que hice fue deshacerme de un paria, de un potencial extorsionador, una semilla de la pobreza y la suciedad más deleznable. El Sr. Hernández no sólo no contribuía como un servidor al mejoramiento y tratamiento de la salud de su comunidad, sino que representaba lo peor de los males de nuestra sociedad; de hecho, me atrevo a decir que gente como él son la enfermedad.

—¿Se está escuchando Sr. Salazar? ¿Acaso con toda su preparación profesional no es capaz de discernir la maldad de sus propias palabras? ¿No ve cómo el jurado se escandaliza ante semejante atrocidad? Me queda claro que es usted un hombre egocéntrico y enfermo, un narcisista que lo único que mira es su bien propio. Gente como usted, que piensa que el mundo gira a su alrededor son la verdadera enfermedad de esta sociedad. ¿No tiene usted culpa o remordimientos?

—¿Culpa de qué, su señoría? Resulta que soy yo el ignorante, pero son ustedes quienes no pueden ver más allá de sus narices. ¿Acaso los forenses no incluyeron en su reporte el grado de profesionalismo, de perfección en los cortes en el cuerpo del hoy occiso? Me parece indignante y hasta de mal gusto que no puedan ver y asimilar la enorme diferencia entre un profesional de mi categoría y un simple carpintero. ¿Acaso es lo mismo para ustedes la fina mano detrás de una vivisección que el rudo corte de madera y muebles? Porque sí su señoría, el Sr. Hernández aún respiraba cuando el bisturí rasgó su tráquea y le aseguro que no sufrió. Así de magnánima fue mi labor. Ahora imaginen que mi talento termine desperdiciado en una sucia celda. Eso sí que sería inaceptable, su señoría.

—Ante las irrefutables pruebas del crimen y la actitud completamente fuera de sí del Sr. Salazar Dobledo no me queda duda de su culpabilidad y locura. Señores y señoras del jurado, daremos fin de momento a esta sesión no sin antes decir al acusado que su grado de maldad e insanía es algo que esta Corte nunca había observado. Lo digo sin el menor resquicio de admiración, pues al parecer el imputado es tan sobrado de sí mismo que puede tomar esto no como una afrenta, sino como todo un logro. Se cierra la sesión.

(...)

—Por el delito de homicidio en primer grado en contra de Guillermo Hernández López y por la naturaleza horrible e inédita del crimen, sentencio a Enrique Salazar Dobledo a prisión perpetua y declaro concluido este juicio.

(sigue)




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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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