PARRESHÍA

La delgada línea

La delgada línea

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Saber dónde se cruza.

Caminamos al filo de precipicios. Una delgada línea divide nuestro existir en disyuntivas irreconciliables. Vivimos, pues, sobre el canto de la moneda, entre su has y su envés; al filo de una navaja, participando de la esencia de ambos cantos; en el alma de la antípoda.

Tener por campo de acción el filo, es caminar sobre la cresta de la ola; en enclenque equilibrio entre lo que avanza y lo que se ve avasallado. Entre arrollar y ser arrollado.

Una delgada línea separa la vida de la muerte; estrecha, endeble, oculta, caprichosa. Hoy vives, mañana no. Algunos cruzan la delgada línea azarosamente, otros bajo dolor, los hay heroicos; hay quien la traspasa en un suspiro y quien la cruza en desdichada agonía. Aquél la alcanzó al final de una vida plena, a éste se le negó en pleno florecer; hay a quien se le priva siendo expectativa. Pero todos la cruzan. Es una cita con destinatario y sin remitente, intransferible; definitiva, soberana. Solo sabemos que es, a un tiempo, inminente, imprevisible, celosa, irrevocable; fiel.

Pero no es ésta la única de nuestras líneas. Otra, igual de delgada, separa lo "sobrehumano" de lo "inhumano", decía Nietszche. ¿Qué nos separa de la locura; qué de la enfermedad? ¿Qué célula, función orgánica, genoma o vivencia nos salva o condena al cáncer, homosexualidad o adicción? ¿Dónde empieza el suicidio; dónde la creencia se encamina al infierno; en qué quiebre la felicidad se sabotea en penumbra? Para algunos es una línea de cocaína la que somete la gloria y miseria humanas a la suicida ruleta entre el cielo y el infierno en vida.

Nuestro existir es un maraña de líneas. Una línea en el campo deportivo separa el triunfo de la derrota; otra, financiera, la utilidad de la quiebra; una de hierro, la libertad de la celda; otra más la locura de la salud mental. Una línea en el casco de la nave separa el volumen de agua desplazado del naufragio. Una raya, en el cómputo electoral, media entre la normalidad democrática y la democracia envenenada de sí misma, entre ser fin o solo método. La verdad dista de la no verdad por una línea.

Entre el cielo de la desmesura y el infierno de su némesis solo se interpone una raya en el agua. ¿Sería distinguible la justicia sin la distancia que la separa de la injusticia? ¿Habría democracia sin autócrata? Es el filo, a un tiempo, el observatorio privilegiado de los opuestos y su vértigo: visión propia de deidad e impotencia de orden humano.

Entre el héroe y el villano, el redentor y la cruz, el aplauso y la rechifla, el salvador y el culpable, impera el caprichoso trazo de una línea invisible.

El problema es la línea, ese espacio sideral en el infinito de lo pequeño de Pascal; ese vacío cuántico, penumbra insondable que divorcia la luz de las tinieblas. Espacio que separa y junta y distingue y comunica lo opuesto y concomitante; su lucha y hermanamiento; su disociación y condenatoria cadena. La otredad. El misterio gemelar.

Quizás el verdadero universo es esa delgada e infinita línea que nos hace seres en un cosmos esquizado. Línea que separa y hermana, que salva y condena.

Lo difícil, sin embargo, es saber dónde cruza el Rubicón. De la muerte, una vez que se traspasa, no hay existencia ni manera posible de saberla, ni forma de saber que se sabe. Por igual, en eso de las líneas delgadas, inconstantes y siempre presentes en la vida, es difícil saber cuándo la intención constituye pecado, la salvación condena, la verdad mentira, la justificación engaño, el piropo ofensa, la defensa autoinculpación, el amor odio; cuándo la palabra razona locura, el propósito de justicia su negación y las convocatorias a la unidad fractura. Una delgada línea separa el paraíso del valle de lágrimas.

La vida es esa línea delgada -confusa y ella misma confundida y confundidora- de verdades, apariencias, simulaciones, buenas intenciones y averno.

La vida es un laberinto de umbrales de situaciones límite.

Lo peor, sin embargo, es cuando nos engañamos creyendo que podemos colocar a discreción el trazo de esa delgada línea y pretender reinar sobre los opuestos, fijando dónde empieza uno y acaba otro, porque entonces hemos roto el orden universal. No hay ya línea que separe la obscuridad de la luz, el ser de la nada. Todo regresa al caos primigenio.

La tiranía sobre las líneas, según Orwell, hace imposible el pensamiento. La neolengua tenía en su gran novela una palabra especial para el "control de la realidad": el "doblepensar". "Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer, sin embargo, en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender (que) la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar. Ver Orwell, Manual para tiempos difíciles.

Para Durkheim la ausencia de esa línea es Anomia, carencia de referentes de valor que hacen posible cualquier normatividad. Digamos que la cancha (marco de referencia) que permite saber cuando se está en fuera de lugar o en tiro de esquina ha sido borrada. No es un problema de tener muchas o pocas leyes, sino del desbordamiento y desorientación de apetitos por falta de los límites sociales que hacen posible y eficaz la convivencia reglada. Cuando la sociedad pierde sus límites de autocontención, los apetitos se desbordan y no hay presa que los colme; la insatisfacción se torna crónica, no por ausencia de satisfactores, sino porque éstos han perdido su cualidad pacificadora. Ver Anomia.

Cada quien tiene sus propias y delgadas líneas, así las sociedades; así los gobiernos.

Lo importante es no perderlas o ignorarlas, y nunca, nunca, tratar de trazarlas.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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