RAÍCES DE MANGLAR

Dr. Salazar (II)

Dr. Salazar (II)

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No, de simple no tuvo nada.

La primera semana la pasé con ganas de escribir mi epitafio en el almohadón sucio y maloliente que me entregaron. La cama es dura y tiene resortes botados por donde sea, pero ciertamente es un alivio comparado con el suplicio de otros reos quienes tienen que dormir hacinados y en el suelo, el cual está repleto de repugnantes costras que alguna vez fueron cucarachas y coágulos de sangre humana.

Debo admitir que es verdad, que yo, el doctor Salazar Dobledo, jamás pensé que terminar con una rata como Hernández me llevaría a padecer lo impensable para una persona con los talentos que poseo. Es terrible permanecer encerrado y tembloroso entre los recién llegados. Y no me arrepiento.

No me arrepiento porque el mero recuerdo de Guillermo Hernández tendido dentro de mi tina, desangrándose mientras clavaba sus ojos suplicantes en mí, embargados de terror, me es suficiente para reconfortarme. Porque Hernández y sus huestes no merecen algo mejor.

Mi crimen fue mutilarlo, asesinarlo. El suyo fue existir, haber sido arrojado por Dios a esta tierra, condenado a la inmanencia. Era casi un requerimiento su muerte. Además, el rigor mortis en pleno de aquellos cadáveres ofrecidos por la Facultad de Medicina jamás me hubiesen brindado el conocimiento que ahora tengo, lo que ahora sé.

Sí, la muerte de Hernández irónicamente lo vuelve trascendente y a través de mí es como perdurará. Eso es algo más de lo que cualquiera en su posición podría aspirar y era necesario. Qué pena que aquella corte de insufribles hipócritas no lo entendiera.

Pero hay algo que jamás podrían haber sospechado esos hipócritas. La molestia mayor que Hernández provocó y que a la postre lo llevaría a padecer aquel destino funesto para él, gozoso para un servidor. Una falta de respeto que cualquiera en la calidad de un eminente, como yo, no podría pasar por alto.

Pues sucede que los gritos y órdenes de los custodios, odiosos como puede ser cualquiera en posición de autoridad y poder, me son hasta indiferentes comparados con el día que conocí al infame carpintero.

¡Jajajaja! Ciertamente hay momentos en que no puedo concebir cómo es que algo en apariencia tan lozano como el amor puede llevar al filo a un hombre decente. Es incluso bochornoso aceptarlo, pero no hay más. Ante el amor y la muerte todo lo demás es baladí. Sólo restaba elegir quién amaría y quién moriría. Por supuesto no fue difícil.

¡Ay, Susana! Si supieras lo que en mí detonó tu falta de congruencia, de aspiraciones cuando elegiste ante todo al joven Guillermo. Su peldaño social no hizo sino cimbrar en mi interior el orgullo de los Salazar, la falta que cometió, que ambos cometieron selló su destino.

Susana, Susana, Susana. Si la corte se enterara que no fue en su inconsciencia cuando el carpintero dejó este mundo. Que esperé a que el efecto del pentotal sódico terminara para que entendiera el porqué. Fue su suplicio algo tan satisfactorio y la manera como lo atrapé. Incluso ahora me sorprendo de lo incauto que era, ¿o es que en aquel imberbe e ignorante arrabalero, inmerecido dueño de tu corazón, había una especie de orgullo y superioridad por ese simple hecho?

No, de simple no tuvo nada. Lo pienso y estos muros estrechos me parecen salvoconductos comparados con la impotencia de verlos libres y felices, amándose. Qué perversión la suya, porque tú, Susana Benavides, estudiante destacada de medicina, una joven bella y de abolengo, terminaría en la ignominia de la pobreza y la desesperación sólo por los escasos méritos de un desgraciado.

Si supieras Susana, las expectativas que yo como docente veía en ti. El amor puro que emanaba de tu silueta perfumada, envuelta en aquella bata blanca de pasante de medicina. ¿Cómo podía aceptar que te repugnara mi propuesta de amarnos por la diferencia de edad y de experiencia? ¿Cómo no comprendiste que era precisamente mi experiencia, sabiduría y mi posición social lo que despejaría tus dudas con el tiempo? Pero sobre todo, ¿cómo no entendiste que a Enrique Salazar Dobledo nadie le dice que no?

En mi exacerbación me hubiese gustado gritarle a la corte cuánto sufrió Guillermo Henández, cómo es que yo sabía que con su posterior mutilación jamás se enterarían que no fue una disección, sino una calculada y bien ejecutada vivisección...

(sigue)

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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