PARRESHÍA

Esperanza como engaño

Esperanza como engaño

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Políticamente vivimos de expectativas y esperanzas. Las realidades suelen sernos desagradables.

No está mal tener esperanza, ese estado de ánimo que surge cuando algo que se desea se nos presenta como alcanzable. Tampoco es malo anidar expectativas: esperanzas de alcanzar algo o posibilidad razonable de que algo suceda. En ambos casos el deseo y el subjetivismo son indiscutibles y determinantes.

Ahora bien, el problema se presenta cuando la esperanza o la expectativa carecen de sustento y, a pesar de ello, nos arrojamos a su fuego ciegamente. Lo de fuego no es metafórico, la esperanza y la expectativa encienden, inflaman, abrasan en sus llamas.

Más regresemos a nuestro tema, cuando una y otra carecen de sustento; pongamos por ejemplos la expectativa de llegar en primer lugar en una carrera en la que ponemos todo nuestro esfuerzo, o bien la esperanza de ganar la lotería con el número comprado. En ambos casos, en mayor o menor grado, expectativa y esperanza tienen un piso de sustento. Muy diferente es aspirar a ganar la carrera sin movernos de nuestro asiento o la lotería sin comprar boleto.

Pero hasta aquí hablamos de lo que cae dentro de nuestro ámbito personal, pero cuando las expectativas o esperanzas se fincan en acciones ajenas y de complejidad de gran calado y variedad, como suelen ser las de lo público, las cosas se complican. Para empezar los temas de lo público gozan de una profunda y confusa densidad que, a su vez, implica, además de un piso mínimo de conocimientos e información, un severo esfuerzo de análisis y valoración del problema y de sus vertientes de su solución; para luego entrar a una deliberación larga, complicada y las más de las veces aburrida, farragosa y extenuante. En el ¿bendito? mundo de redes vivimos refractarios a los grandes razonamientos, las preguntas fundamentales, las deliberaciones consistentes y ordenadas, los planteamientos complejos; es un mundo líquido en el sentido de Bauman, epitelial, de humores, de moda (trending topics); un mundo dispensable, cual Kleenex; espacio de capillas y de pandillas; lúdico, onanístico; de reflejos (espejos), no de reflexión.

Adicional a lo anterior, en la acción pública intervienen un sin fin de actores, factores e imponderables. Nunca se está ante la ciencia exacta en donde dos y dos siempre son cuatro; en las ciencias sociales los mismos ingredientes jamás dan los mismos resultados. Nadie puede predecir cómo va a responder cada uno de los factores en juego y menos hacia dónde gravitaran en cada instante cada factor y sus consecuencias directas e indirectas. ¿Quién puede predecir la mecánica de una telaraña? Nada hay realmente en política que sea certeza, salvo la incertidumbre misma.

Lo improbable entonces priva sobre la certidumbre. Por tanto, lo que debiera prevalecer en lo público es el escepticismo, la duda; al menos la reserva. Pero eso anímicamente es agotante; nada nos salva más que cuadrar la realidad, por más aplastante que sea, a nuestros deseos (whishfull thinking); no estamos acostumbrados a la ponderación de lo complejo; nos gana, contra toda evidencia, la simplificación caricaturesca de problemas y soluciones, las más de las veces reducidas a lemas publicitarias, lugares tan comunes como vacíos y promesas llamarada; emotivamente efectistas, pero objetivamente incomprensibles.

Así como hay razones del corazón que la razón no entiende, también hay razones de las fes democráticas, partidistas, clientelares o de ciego dogmatismo, que la razón jamás podrá entender. Y no es un problema de instrucción, ingreso, experiencia, malicia o edad, es una necesidad fisiológica de sentirnos seguros y protegidos ante una realidad adversa.

Tampoco estamos dispuestos a esperar resultados, a cultivarlos, a merecerlos. Queremos satisfacciones instantáneas y de naturaleza mágica; sin dolor, sin costos, tiempo, sudor y lágrimas. Finalmente, nos rehusamos a aceptar que todo tiene un riesgo y una dialéctica; que las cosas pueden salir mal, descomponerse o simplemente resultar cuentas de vidrio o abiertos fraudes. Que, como se dice: "Shit happens".

Lo más curioso es que la historia de la esperanza y las expectativas se repite ininterrumpidamente con cada elección. ¿O habríamos de decir, con cada decepción? Porque en lugar de aprender del desencanto, lo negamos, ahondando nuestra entrega a lo imposible.

Mientras más temerarias, insubstanciales y hasta falaces sean las promesas que hablan a nuestras esperanzas y expectativas políticas, más consistente y religioso es nuestro abrazo y sinrazón a ellas. Mientras más profundo sea el abismo de nuestra decepción, mayor será la cima de nuestra nueva entrega.

La esperanza es un estado de ánimo en el que preferimos acogernos para evitar enfrentar las contrariedades propias de la realidad, para soportarla negándola o limando sus aristas más filosas. Sabrá Dios qué pese más en la esperanza, si la necesidad de sentirnos seguros o la negativa a aceptar que las cosas no son como las deseamos.

La esperanza enferma por igual a gobernante y gobernados, pero el desenlace suele ser de dimensiones catastróficas en el caso del primero, habida cuenta que juega con el destino de una colectividad. El gobernante suele encerrarse en una fe esperanzadora que deriva de la bondad que argumenta de sus intenciones, de las diferencias con el pasado, casi siempre caen en una dinámica genesíaca: "por primera vez …", "nunca antes…", así como por una sobrevaloración personal propia del endiosamiento de la democracia mediática; frente a ello no logra o no quiere diferenciar los elementos objetivos de la realidad, a veces del tamaño de una catedral, de las escaramuzas de sus contrarios o del legítimo ejercicio de la crítica ciudadana. A grado tal que suelen desarrollar una especie de atrofia para ver y valorar las verdaderas señales de alarma sobre su proceder, terminando, finalmente, por fugarse en definitiva de la realidad para hablar entonces solo con el espejo de una historia a su imagen y medida.

Importante es destacar que el ánimo de esperanza y expectativa se ve en su espejo negro como abatimiento, postración, desconfianza, incredulidad, negativismo. Más que sufrir des-esperanza, se des-espera; ya nada se espera, en nada se cree, a nada se aspira, salvo a la nada misma.

La misma cerrazón que observamos en aquél que cree a ojos cerrados, lo encontramos en quien descree a ojos abiertos. El primero espera todo de la nada, el segundo nada espera de todo. Extremos de la misma ceguera contrapuestos que se tocan. Así, a veces las sociedades se polarizan en quienes creen no importa qué y en quienes no creen ni en ellos mismos.

En ambos casos -esperanza y desesperanza-, priva la cosmovisión de un mundo rectilíneo, moldeable, calculable, siempre accesible; sin fisuras, comprensible, inofensivo, previsible; a nuestra imagen, semejanza, medida y disposición. Ambas posturas niegan las grandes contraposiciones de la existencia, los abismos propios del antagonismo, como si la antítesis jugase siempre el papel de confirmar la tesis y no de su negación. Ambos niegan el caos propio de la existencia, entendido como océano de posibilidades y ámbito de libertad; en su lugar ven un mundo sujeto al deseo que dispara su deseo o su odio.

Otra cosa sería si fuésemos en lo político escépticamente monolíticos, si en lugar de creer en lo que queremos querer y esperar contra toda esperanza, o al revés, nos aferrásemos a la incredulidad y esperáramos a los hechos consumados para entonces valorarlos y determinar nuestro ánimo frente a ellos con absoluta objetividad.

Ahora bien, si nos mueven las esperanzas o su negación mecánica, ¿qué miden y expresan las encuestas?, si no pareceres, humores, corazonadas, esperanzas o contrariedades.

Quizás tengamos que estudiar en las encuestas no lo que la gente cree que es lo que es, sino la sinrazón de ese creer y el querer necio que las impulsa.




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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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