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El jardín y los placeres.

El jardín  y los placeres.

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Estar siempre a su lado.

Nací en Reforma, desde entonces llevo lo liberal en la sangre. No podía ser de otra manera, mi abuelo juarista y mi abuela reina en San Luis. Cómo no emocionarme con Zarco y El Nigromante. La bandera nacional ondeó a la entrada del portón cada 16 de septiembre mientras cantamos el himno que ahora encuentro absurdamente lejano, y antes entrecerraba los ojos para evitar las lágrimas imaginándome al frente de un batallón victorioso siempre contra la invasion norteamericana, contra los franceses, en la guerra de Independencia, en la revolución de Nicamole a la que hacía referencia el gran viejo.

Nos cambiamos de la granja del Popo Park, a los pies del volcán. Dejaron de cultivar gladiolos, rosales, de dar de comer a los patos en el estanque. Nos cambiamos de la granja para venir acá a esta nueva tierra a construir la utopía.

Debajo de la cama, escondido, en mi juego, buscando respuestas, te vi llegar desde mi escondite, desde el ojo tus piernas fueron como columnas inconmensurables de admiración. Y vi cómo te agachaste sentada en la cama para ajustar las medias y la costura derecha en la parte posterior del muslo, te agachas y subes levemente la falda y el liguero -ese deseado estético anticuado artilugio se asoma y me enamoro de ti. No de tu cara, que no veo, no del resto de tu cuerpo que acaso imagino. Sueño con tus piernas ajustando una y otra vez las medias de seda en el liguero color negro como mi conciencia. Ave María Purísima, el señor cura me dejó de penitencia sólo diez Aves María cuando le confesé éste y otros pecados, según yo intrascendentes y hasta sonrió cuando negué a su pregunta reiterada, de si yo me tocaba en las noches. Su sonrisa medio irónica e infantil, me obligó a regresar después de cumplida la penitencia y confesar un nuevo pecado que dije haber olvidado: yo confieso que vi mujeres desnudas en el Jaja de los peluqueros y en el Playboy que papá guardó siempre a la vista, debajo del mueble de su recámara, bajo el ventanal, junto a sus experimentos herbolarios. Me pareció siempre natural ver mujeres bellas y para darle mayor satisfacción exageré el asunto: veinte Aves Marías más y un Padre Nuestro.

Tenía por costumbre al llegar del trabajo quitarse saco y corbata, lavarse y besar a mamá. Recorría con ojos casi cerrados el pasillo del ventanal y cada uno de nosotros lo buscamos siempre para darle la bienvenida y alegrarle el día. Siempre nos preguntó por nuestro trabajo en la escuela. Yo exageraba mis pequeños grandes éxitos y el viejo asentía con bufidos de aprobación, o silencios ominosos que me obligaban a ser aún más exagerado en el relato. Un día al regresar de la secundaria me olió a tabaco.

-¿Ya fumas?, preguntó con hosquedad.

Supongo que agaché la cabeza.

Entonces sacó sus Parliament azul y blanco. (Mucho más suaves que los Del Prado, verdaderos cigarros de hombre, según mi abuelo y muy diferentes a los clásicos Carmencitas con los que una prima y yo nos iniciamos juntos en el arte de chupar, toser, y volver a empezar).

Ordenó: agarra uno. Y usó su magnífico DuPont dorado para encenderlo.

Lo fumé con fruición. Al terminar me ofreció un segundo; ya no, dije con tibieza, pero no había duda que no había forma de evitar mi destino. Esta vez no lo encendió él mientras yo batallaba con el mecanismo de rotación lateral. Después de un par de intentos me dió unos cerillos a buen recaudo en su cajón del buró. Lo veo ahora mirándome de frente, me parece extraño que después de tanto tiempo encuentre en su mirada una nota de alegría, como en alguna película del neorealismo italiano que tanto disfrutó, noto ahora cierto orgullo de ese presente. Cuando menos, parecía decir, yo era ya mayor, como para no ahogarme. Ahora dijo, tendrás que trabajar para comprarlos.

Después de comer siempre lo acompañé a recorrer el jardín, me enseñó la diferencia entre malbones y geranios, por ejemplo, Las hierbas buenas y las malas, cuáles eran parasitarias y cuáles había que enjardinar para cubrir huecos y desperfectos. Cómo sembrar con éxito y saber echar agua para sacar lo mejor de la tierra.

Muchas veces lo oí contar que dentro de poco tiempo, cuando mamá y él ya fuera viejos, de pronto sonaría el teléfono para decir que mi hermano mayor habría obtenido el premio Nobel por sus investigaciones científicas en la cura del cáncer; apenas repuestos de la sorpresa, oían a alguien tocar la puerta: era el cartero con un telegrama urgente: mi otro hermano ganó un premio internacional por haber construido el puente más espectacular jamás imaginado en el Japón. Yo no decía nada, nada más abría más los ojos, por fin mi hermana lo interrumpió por enésima ocasión: ¿ Y yo qué? ¿ Y yo qué? En tanto, yo sabía que mi verdadero futuro era estar siempre a su lado, recorriendo el jardín.

De vez en cuando le robaba algún tabaco turco de su caja de plata mientras escuchábamos juntos la Segunda de Malher y me ofrecía un poco de tinto.


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Arturo Martinez Caceres

Arturo Martinez Caceres

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