EL IFE A LA DISTANCIA

Tiempos límite

Tiempos límite

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Hay tiempos germinales, larga y penosamente gestados, de los que brotan en sorprendente salto horizontes mejores a los anteriores inmediatos. A primera vista dan la impresión de una fractura o catástrofe histórica, pero que en el fondo no son sino resultado de un continuo que no tiene por qué ser, ni es, lineal, ordenado y claro. Debo aclarar que no me embelesa la violencia que campea en nuestra sociedad ni hallo conexión causal entre las balas —y el vodevil— en Chiapas y el magnicidio en Tijuana, con la perspectiva que paso a describir, pero creo que a nuestra generación le está tocando vivir uno de esos "tiempos límite" que ponen a prueba a hombres y pueblos.

Lo que ha transcurrido de 1994 permite afirmar que hay fenómenos que nunca jamás podrán volver a ser iguales. El reto es avizorar qué podemos esperar del futuro inmediato y mediato, y cómo podemos incidir en él para acelerar los cambios positivos y atemperar los negativos. Sin embargo, resulta por demás curioso y paradójico que el mensaje que barrunta el porvenir tiene mucho de recuerdo, cuando no de reclamo y remordimiento.

Antiguos hechos, actores, principios y valores se levantan del olvido, rehuyendo los espacios museográficos y las menciones u omisiones históricas a las que los habíamos reducido. Hechos, actores, principios y valores que replantean la necesidad de, y la revaloración de nuestra capacidad para, hallar diferentes y novedosas formas de justicia, convivencia y organización. 1994 reclama no negar el pasado pero también no volver a él. 1994 hace presente el pasado en la construcción del futuro. 1994, lo que de él hemos vivido, permite otear los cambios que se gestan en viejos actores y prever los nuevos roles que podrían desempeñar.

El presidencialismo y la gobernabilidad
La institución presidencial y el "estilo personal de gobernar" de sus titulares jamás podrá ser igual a lo que hemos conocido. Fuerzas sociales -evito el término sociedad civil por el manoseo burdo y obsceno que se viene haciendo del concepto-, participación ciudadana, globalización económica y comunicacional, democracia, sistema de partidos y Estado de derecho conquistan o retoman espacios antes ocupados por el presidencialismo. En su futuro hay nuevos acotamientos, vigilancias, regulaciones… responsabilidades.

El riesgo, está, sin embargo, en que esta emergencia social e impulso participativo se convierta en una carnicería de instituciones. Tan malo es un presidencialismo exacerbado como un Estado debilitado, para Bobbio "uno de los temas recurrentes de la historia política ha sido el abuso del poder (pero) el problema de la ingobernabilidad plantea el problema contrario, no del exceso sino del defecto de poder, no del poder exorbitado sino del poder deficiente, inepto, incapaz, no tanto de mal uso del poder sino del no uso. (...) El Estado está en crisis cuando no tiene el poder suficiente para cumplir con sus deberes. El problema de la ingobernabilidad es la versión contemporánea del problema del Estado que peca no por exceso sino por defecto de poder". Cuidemos que la reforma del Estado no pase por su destrucción.

Los partidos y la partidodura
Si alguien ha acreditado su incapacidad para articularse con los cambios político sociales que anuncia 1994, son los partidos políticos. Encerrados y obcecados en una partidocracia de chantajes por espacios de poder, sin propuestas e incapaces, de despertar la mínima atención de la ciudadanía, los partidos viven, entre crisis internas, para arrancar prebendas de última hora a una legislación más parchada que una cámara de ruta 100, cuando no para deslegitimar -sea por fraude o impugnación, reales o imaginarios- los procesos electorales o complicarlos hasta el hartazgo con miras a hacer imposible su realización.

El riesgo para estos viejos y voraces actores es que la sociedad decida caminar hacia la democracia sin ellos. 1994 ha puesto a todos los partidos políticos en la tesitura de legitimar su existencia como instrumentos responsables de la democracia y no como objeto y padrotes de ella.

Estados Unidos y la soberbia manifiesta
Tres mil kilómetros de frontera y dos siglos de historia nos contemplan. No es broma: James Jones, embajador estadounidense, ha dicho: los ojos de la comunidad internacional están puestos en México, y el país está comprometido con ella a llevar a cabo elecciones limpias y claras. "Mi gobierno está preparado, incluso, a trabajar con un presidente surgido de la oposición" (El Universal, 7 de abril de 1994). Militancias aparte, por la globalización, el TLC, el destino manifiesto y por el papel y posición estratégicos de México en los intereses de Estados Unidos, es de preverse una creciente y más grosera injerencia en nuestros asuntos políticos.

Con ellos habremos de soportar a sus personeros disfrazados de paladines de la democracia: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha expresado que la Unidad para la Democracia de la OEA está más que puesta para venir a observar nuestras elecciones (La Jornada 14 de marzo de 1994); para el Pentágono "una de las más importantes metas de (su) política es una mayor democratización en México" (Reforma, 13 de abril de 1994), ¿no es del mayor cuidado, amén de indignación, que sea "política del Pentágono" la democracia en México?; organizaciones civiles de Holanda, Francia y Estados Unidos financiarán con un millón 500 mil nuevos pesos a 400 organizaciones de observadores nacionales ¿cuáles son y a cambio de qué? (El Economista, 13 de abril de 1994) y entre 1985 y 1992 el NED (National Endowment for Democracy), organismo creado por Reagan en 1983 embozado de ONG para "fortalecer instituciones democráticas en el exterior", ha destinado a México, según sus propios informes, más de un millón 300 mil dólares (La Jornada, 22 de noviembre de 1993).

La Iglesia y el rencor
Hace muchos años perdí la costumbre de rezar, hoy rezo con religiosa asiduidad para que algún día pueda llegar a leer un periódico que no consigne declaraciones cotidianas de algún obispo. La Iglesia, viejo actor político, de recuerdos ominosos y violentas historias; hoy de nuevo en escena, con las mismas mañas y pretensiones, con añejos rencores, irrumpe de nuevo en el quehacer político cuando la sociedad aún no termina de medir los alcances de haberla sacado de la sacristía.

México tendrá que aprender (o recordar) a tratar a este emisario del oscurantismo medieval de quien el tiempo había atemperado el recuerdo de sus usos y propósitos temporales. Una cosa es clara: ya no es posible volver a esquemas excluyentes, los sacerdotes están aquí y ahora; los mexicanos habremos de encontrar (o recordar) las vías para articular y procesar su presencia, influencia, rencores, ambiciones temporales, apetitos políticos y... diarias declaraciones.

El Ejército y la política
La milicia es otro viejo actor de nuestra vida nacional, viejo pero nuevo: a finales de 1993, en una inusitada conferencia de prensa, el secretario de la Defensa señalaba que las fuerzas armadas estaban constituidas por elementos diferentes a los de 1968, su oficialidad y tropa pertenecen sin duda a nuevas generaciones, más y mejor preparadas, profesionalmente preparadas.

Al Ejército, en particular, le ha toca soportar —difícilmente se podría decir enfrentar— o una muy bien estructurada campaña de desprestigio o una serie de coincidencias de difícil explicación, pero que por igual han puesto en entredicho su lealtad y profesionalismo, cuando no han dado paso a que se filtren rumores tan encontrados como la masacre indiscriminada de la población civil chiapaneca —nunca comprobada—; la incapacidad para enfrentar la situación en Chiapas y, por ende, la necesidad de la intervención de los Marines; el hostigamiento de la población y la constante violación de los derechos humanos; movimientos de rebelión entre la oficialidad; contubernio con el narcotráfico; conveniencia de su desaparición y la creación de una fuerza militar supranacional comandada, por supuesto, por Estados Unidos.

El hecho es que de ahora en adelante a este actor será prácticamente imposible mantenerlo ajeno del quehacer y decisiones políticas. El secretario tenía razón, es un nuevo Ejército, preparado no sólo para las tareas propias de la milicia, constituido por una nueva oficialidad que no acepta ser el patito feo de la política y de la historia moderna nacional, interesada en el rumbo del país, renuente a contentarse con una gubernatura y dos o tres curules y escaños.

Para Roderic Camp "hubo una falla en la implementación de las políticas en Chiapas a partir de informes, tanto civiles como militares, que estaban en manos del gobierno y como los militares tuvieron que afrontar en el campo de batalla las consecuencias de esta falta, no hay duda de que éstos querrán mayor peso en el proceso de toma de decisiones, en lugar de seguir restringidos a ser enviados a apagar el fuego cuando éste ya prendió" (Proceso 902, 14 de febrero de 1994).

Y así como ellos son un nuevo ejército, los políticos también son una nueva generación que, a diferencia de los dinosaurios, no ha tratado a las fuerzas armadas, difícilmente las conocen, ignoran su sentido de lealtad y clase, sus capacidades de administración, inteligencia, organización y políticas, y ojalá no desestimen su interés y fuerza políticas.

La prensa y la autocontención
A 1994 despertamos con una prensa convulsionada no sólo por el acontecer nacional sino por las tendencias que hacia su interior se expresaron en torno al conflicto armado, desde el ciego embeleso hasta la ofuscada condena; del análisis a la apología; del reclamo por un derecho a la información entendido como "decir lo que a mí se me pegue la gana", a la objetividad en la noticia y el respeto al receptor. La trama sigue pero creo que hay que rescatar y resaltar que 1994 mostró a la sociedad mexicana la saludable capacidad que tiene nuestra prensa para, en plena libertad, autorregularse y ejercer no sólo su misión informativa sino abonar profusamente en la reflexiva.

Por igual debemos destacar que por parte del gobierno ha habido un absoluto respeto a los medios de información nacionales y extranjeros para cubrir, encubrir y hasta exaltar o desvirtuar los acontecimientos.

Las etnias y nuestra viabilidad como Estado soberano
En 1814 Morelos pedía al Congreso Constituyente leyes que "moderen la opulencia y la indigencia", tres siglos antes Anton de Montesino, en defensa de los Tainos, condenados a desaparecer de la faz de la tierra unos cuantos años después por el exterminio español, preguntaba "¿con qué derecho y con qué justicia teneis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacificas, donde tan infinitas dellas, con muertes y extragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? (…) ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos?".

Hoy, a casi tres siglos del primero y cinco del segundo, las desigualdades siguen siendo la gran afrenta a nuestra conciencia nacional, el verdadero enemigo a vencer, la principal razón del Estado mexicano.

La justicia social, concepto que desapareció del discurso político, y también parece de la agenda nacional, sigue siendo el principal reto de nuestra sociedad organizada en Estado para moderar la indigencia y la opulencia. Otros sujetos sociales podrán buscar la justicia conmutativa y distributiva, pero sólo el Estado, como función fundamental, puede pugnar por la justicia social, si no preguntemos: ¿quiénes de nuestros modernos empresarios invirtieron en el campo mexicano y no en la bolsa cuando ésta iba al alza, o en la especulación cuando va a la baja? ¿Quién invertirá hoy en Chiapas, sino son los gobiernos federal y estatal. No voy a hacer una defensa del Estado, pero si deseo señalar que ésta es una de las tareas en las que la sociedad civil, tan interesada en la desaparición de aquél, jamás podrá substituirlo.

Pero volvamos al problema de las etnias, hoy se nos presentan a nuestra conciencia como reclamo y remordimiento; su presencia es prueba irrefutable de que como sociedad y Estado no hemos sabido cumplir con nuestra obligación de justicia social. Algo hemos hecho mal, no se puede negar, a la margen de la supercarretera que nos conduce a estadios de bienestar dolorosamente buscados se arriman hoy, apresados en tiempos prehispánicos y condiciones infrahumanas, hermanos mexicanos para mostrarnos su miseria llena de mugre, piojos, costras, desnutrición, enfermedad, muerte y esperanza. Debo repetir que uno es el fenómeno de injusticia e ignominia en que hemos olvidado a nuestras etnias y otro los propósitos políticos y protagónicos de los personajes del "affair neozapatista".

Según parece en este tema prevalecen tres posiciones: la del gobierno que reduce el problema a la prestación de servicios y construcción de obras de beneficio social; la de supuestos líderes que orientan "sus" demandas a la autonomía de los grupos indígenas y la de las etnias, que se concretan en justicia, representación y audiencia.

En este último caso nuestro sistema electoral es eminentemente occidental, privilegia la vía partidaria para la construcción de representaciones, y es fácil imaginar la efectividad que los grupos indígenas pudieran llegar a tener hacia dentro de las burocracias partidistas por un lado, y la manipulación y burda explotación que éstas harían de aquellos, por otro.

Nuestro sistema electoral considera discriminatorio un régimen de excepción para etnias, sexos y niveles culturales y/o económicos; su geografía electoral responde a complicados cálculos y tendencias electorales y no a consideraciones regionales o étnicas; por igual, el sistema de representación proporcional, al que sólo se accede por la vía partidista, responde a estrategias de lucha de partido que a una representación de grupos sociales.

Resulta pues de la naturaleza del propio sistema electoral la dificultad para integrar efectivamente a estos grupos a la representación política, ello nos está señalando la necesidad de adaptar el modelo de democracia occidental a nuestras situaciones de desigualdad nacional, ¿cómo asegurar una representación efectiva de las etnias que responda, además, a los métodos de elección tribal que las han mantenido cohesionadas durante 500 años de expoliación?

Una cosa queda clara, en 500 años no han logrado bajo nuestro sistema de convivencia ni justicia social, ni representación política, ni articulación económica, ni mínimos de salud y bienestar, ni educación que considere su idiosincrasia, ni respeto. En suma: hoy como ayer, nuestros problemas siguen siendo de desigualdad, cuyo combate es la razón primigenia y fundamental del Estado mexicano.

1994, a fin de cuentas, ha recordado a quienes lo habían olvidado que en la solución de nuestras desigualdades internas radica la viabilidad de México como nación independiente, libre, justa, democrática y soberana.

#LFMOpinión
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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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