EL IFE A LA DISTANCIA

La imparcialidad y la ley

La imparcialidad y la ley

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No alcanzo a entender cómo para ciertos partidos el paradigma haya llegado a ser el apartidismo, me niego a aceptar la indefinición como virtud política y en un gobierno de hombres providenciales, creo en el gobierno de las leyes.

Preocupa que en el arrebato por manchar los procesos electorales se confundan perversamente los roles del ciudadano y del funcionario electoral, porque si aceptamos que para ser funcionario electoral es menester ser apartidista: o conculcamos los derechos ciudadanos de los mexicanos que deseen hacerse cargo de los procesos electorales o serán extranjeros quienes organicen o garanticen nuestras elecciones.

Además, si es de aceptarse el absurdo que los funcionarios electorales deban ser apartidistas, tendríamos que empezar por retirar de los órganos electorales a nivel nacional, local y distrital a todos los representantes de partidos políticos que allí actúan en interés de su partido pero también como autoridad electoral.

Pero vayamos al manido expediente de la imparcialidad de los funcionarios electorales. La imparcialidad debe imponerse al funcionario electoral en el ejercicio de su función pública, pero no puede reclamársele en tanto ciudadano.

Pongamos el ejemplo de un funcionario de casilla: los ciudadanos estamos obligados constitucionalmente a cumplir con carácter obligatorio y gratuito las funciones electorales, a hacerlo imparcialmente, a cumplir con los preceptos de ley, a mantener el orden en la casilla, a ser garantes de la libre emisión del sufragio, del secreto del voto, de la autenticidad del escrutinio y cómputo y de los derechos de los ciudadanos y representantes de los partidos políticos.

Pero los funcionarios de casilla, en tanto ciudadanos, tienen también derechos: a la equidad, a la libertad de pensamiento, de opinión, de expresión, de asociación y de participación política. La ley no sólo les otorga el derecho al voto universal, libre, secreto, directo, personal e intransferible, sino que les impone la obligación constitucional de votar.

Estos ciudadanos, ¿violan su obligación de imparcialidad en el ejercicio de una función pública al ejercer su derecho y cumplir su obligación (personal e intransferible) de votar, o es que estamos hablando de dos categorías de actos de una misma persona? ¿Puede la obligación constitucional de imparcialidad del funcionario electoral conculcar sus derechos ciudadanos?

Como elector el ciudadano goza de los derechos de pensamiento, expresión, asociación, participación política y sufragio, pero también tiene las obligaciones de empadronarse y mantener actualizados sus datos en el padrón, de cumplir las funciones electorales y de votar. Como funcionario electoral, el mismo ciudadano, está obligado a obrar con estricto apego a la ley, sin que sus inclinaciones ideológicas ni filiación partidista se mezclen o entorpezcan su función.

Al ciudadano, en tanto individuo, le asisten los derechos políticos y le corresponden las obligaciones también políticas que la Constitución otorga e impone; al mismo ciudadano por cuanto funcionario electoral, al que se le ha encomendado el ejercicio de una función pública, le corresponde hacer sólo lo que la ley expresamente determina y, por el carácter electoral de la función, hacerlo con estricta imparcialidad.

La legislación, para garantizar un ejercicio imparcial de la función electoral, establece los requisitos que debe llenar el ciudadano para poderla asumir, acota el alcance de sus facultades y determina las obligaciones a que debe ceñirse. Pero además, si en su ejercicio introduce intenciones y hechos que corresponden a la esfera de sus derechos ciudadanos, viola la ley y se hace acreedor a su sanción. Esos son los mecanismos que existen en todos los países para garantizar, en lo humanamente posible, la limpieza de las elecciones. Más de allí a saltar a la perversa idea de que sólo los ciudadanos apartidistas están capacitados y legitimados para organizar las elecciones es atentar contra el propósito mismo de la democracia: la participación ciudadana.

La lectura ponderada de nuestra legislación muestra al más escéptico que cada una de las actividades del proceso comicial están normadas para que se realicen pública y transparentemente, sean valoradas en forma objetiva, convalidadas por los diferentes órganos colegiados —en donde participan representantes de la sociedad y de los partidos políticos— y en su caso puedan ser recurridas ante el Tribunal Federal Electoral.

Lo que no debemos permitir es que se pervierta la discusión sobre la imparcialidad imputando por sistema parcialidad a toda autoridad electoral —incluyendo a más de un millón de ciudadanos que por sorteo son designados funcionarios de mesa directiva de casilla— y hacerlo alegando precisamente en contra de los derechos y garantías ciudadanos que son sustento y razón del sistema democrático.

De aceptar que por ejercer nuestros derechos ciudadanos no estamos aptos para ser funcionarios electorales, es aceptar que no seamos los ciudadanos mexicanos los encargados de procesar y resolver en última instancia nuestros asuntos políticos y, por tanto, es cuestionar nuestra viabilidad como nación libre, soberana y democrática.

No es la imparcialidad como factótum lo que legitimará nuestros procesos electorales, es el cumplimiento irrestricto de la ley en las dos esferas ciudadanas: la de elector y la de funcionario electoral.

La imparcialidad no es el fin de la democracia, es un medio. La imparcialidad debe demandarse del individuo en el ejercicio de una función pública electoral, no como atributo angelical sino como observancia de la ley. La imparcialidad debe fortalecerse con una decidida participación ciudadana, no con el apartidismo. La imparcialidad debe garantizarse con partidos serios cuyas apuestas sean por fortalecer la democracia, sus instrumentos y resultados, no por cuestionarlos por sistema o como estrategia de campaña. La imparcialidad sólo puede sustentarse objetivamente en el cumplimiento del derecho. Los certificados de imparcialidad ontológica o son demagogia o son fanatismo.

La imparcialidad, en todo caso, debe fortalecer el principio de pluralidad y no, como pareciera que está sucediendo, fundamentar maniqueísmos excluyentes.

No caigamos en el absurdo de premiar la tibieza y la indefinición y castigar, estigmatizar y hacer escarnio del que ejerce sus derechos cívicos y cumple sus obligaciones ciudadanas.

En apolítico y apartidista el prefijo "a" indica "negación o falta de aquello" que expresan ambos términos.

En otro orden de ideas, hoy que está tan de moda la disyuntiva platónica entre gobierno de hombres y gobierno de leyes, es necesario reafirmar nuestra fe en el derecho como el único instrumento, hasta hoy conocido y probado, para procesar y dirimir los conflictos de la sociedad, por eso no deja de asombrar y preocupar que en México los procesos electorales no sean una contienda por el sufragio en la ley, sino una contienda contra la ley por el sufragio.

En el ámbito legal los ataques a la ley, el desconocimiento del derecho y su violación son supuestos de la norma jurídica cuya validez no depende de su vigencia, porque aunque el precepto no se cumpla, debe cumplirse; aunque no sea, debe ser. Pero en el ámbito político, especialmente en el político-electoral, preocupa que las luchas partidistas se enderecen contra la ley, pretendiendo reducirla a caprichos partidarios o de estrategias de lucha para desacreditar y deslegitimar nuestros procesos electorales.

Para Bobbio la democracia es "un conjunto de reglas para solucionar los conflictos sin derramamiento de sangre" (casi como para una posdata para el personaje Marcos).

"En el juego democrático, continúa Bobbio —donde se entiende justamente por sistema democrático un sistema cuya legitimidad depende del consenso que se verifica periódicamente por medio de elecciones libres por sufragio universal—, los actores principales son los partidos y la manera principal de hacer política para la inmensa mayoría de los miembros de la comunidad son las elecciones. Reglas del juego (es decir leyes), actores (partidos, ciudadanos y autoridades) y movimientos (proceso electoral) hacen un todo. No se puede separar una cosa de las demás (...). El comportamiento electoral no existe fuera de las leyes que instituyen y regulan las elecciones. Los hombres se aparejan, independientemente de las normas del derecho civil que regulan el matrimonio, pero votan porque existe una ley electoral. En este sentido, reglas del juego, actores y movimientos están vinculados entre sí, porque actores y movimientos deben su existencia a las reglas".

Luego entonces ese afán de reventar la ley o es suicida porque atenta contra los derechos de los electores, la vida de los partidos y la realización de las elecciones, o es una apuesta para que éstas no se lleven a cabo.

Lo único que la ciudadanía no puede aceptar es que las leyes y los procesos electorales se conviertan en rehenes de partidos que -parece- sólo pretenden reducir la contienda electoral al descrédito de las elecciones.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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