PARRESHÍA

Educación punitiva

Educación punitiva

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Superar o castigar.

Cuidemos que lo políticamente correcto y la virulencia en redes no terminen por clausurar la deliberación pública. Sin deliberación no hay democracia; sin conversación pública no hay política.

Señalo lo anterior porque hoy voy a tocar un tema controversial pero, precisamente por ello, inevitable. El tema es políticamente incorrecto e inflamable, aún así obligado.

Hace unas semanas una alta funcionaria destacaba en conversación privada las bondades del acceso universal a la universidades. Sostenía que nada podía ser de mayor justicia que asegurar a todo joven entrar a la universidad, y que, una vez dentro, podría continuar sus estudios o bien dejarlos, pero al franquearle el acceso se les hacia justicia a todos por igual. De otra suerte, decía, se condenaba a la mayoría a carecer de esa oportunidad.

No comparto su parecer, aunque se me tache de elitista, injusto y discriminador. No creo, además, que tenga nada que ver ello con la justicia ni la oportunidad.

Recordemos que justicia es dar a cada quien lo suyo. Y es obvio que no es de todos, sin distinción, una carrera universitaria. Existen infinidad de vocaciones; para unos serán más atractivas las carreras técnicas, para otros los deportes; para aquél el comercio, no faltara quien tenga facilidades para la música popular o las manualidades. En Europa un obrero vive a veces en condiciones superiores al del profesionista universitario y no hay nada denigrante en su hacer y condición.

Pensar en una sociedad de profesionistas es absurdo e injusto. Hoy en día existen muchos abogados manejando taxis, ingenieros de dependientes en tiendas de conveniencia, dentistas vendiendo muebles y arquitectos metidos a chefs. Aceptémoslo, no todos estamos hechos para una carrera universitaria, ni a todos nos llena y hace feliz un título universitario. Finalmente, la sociedad no nada más demanda ocupaciones de origen universitario. Nada más injusto que producir profesionistas sin mercado laboral, tanto cuanto la existencia de una demanda de empleo no surtida en un océano de profesionistas deficientemente preparados.

Y hablando de oportunidades, nada más injusto que tomar el nivel universitario como origen y no como culminación. Las oportunidades no surgen en el nivel terminal, a él se llega por méritos de oportunidades que tuvieron que garantizarse con antelación. Aceptémoslo, la oportunidad no se niega en la universidad, su negativa se siembra en un sistema educativo sin calidad y con controles y objetivos sindicalizados, y no necesariamente pedagógicos. Nada más absurdo que claudicar a las imposiciones sindicales en los niveles básicos y pretender corregir las deformaciones y deficiencias pedagógicas resultantes en los superiores. Pedagogía y sindicalismo no son necesariamente contrarios, pero terminan enfrentándose cuando el segundo priva sobre la primera y los derechos sindicales del maestro conculcan los humanos del educando.

Pero hablamos de educación superior, es decir, el summun de la educación. Antes de ella existen niveles educativos previos por los se asciende por méritos. Nada más injusto que desconocer las instancias previas y el desempeño dentro de ellas. Garantizar un acceso indiscriminado en las universidades es discriminar las capacidades, conocimientos y méritos de quienes se prepararon para acceder hasta ese nivel.

Nada hay más discriminatorio que lo indiscriminado.

¿Qué sentido tiene cursar las educaciones primaria, secundaria y preparatoria, si al final todo será borrón y cuenta nueva? ¿Para qué hablar de una educación superior, si lo que se pretende es que el nivel universitario sea universal? ¿De qué se trata, de un simple acceder a un status o de lograr una debida preparación?

Para desempeñarse en nivel universitario se requiere un mínimo de conocimientos que no pueden ser garantizados por un acceso indiscriminado.

Hay en todo esto una versión muy injusta de la justicia. Entiendo que de alguna manera se busque resarcir las desigualdades de origen y circunstancia, y revertir aquellas condiciones que condenan de por vida a no salir de ellas; pero no creo que sea por la vía de igualar en la salida lo que se omitió desde la entrada y a todo lo largo del camino educacional. Dar acceso universal a la educación superior no es necesariamente garantizar la calidad educativa, qué se gana con tener inscritos a todos en nivel universitario si dicho nivel no se surte en los hechos.

Es de justicia poner el acento en las áreas sociales más marginadas, asegurándoles acceso a la educación, alimentación y salud, además de garantizar la calidad educativa que les permita acceder en condiciones de igualdad a los niveles de educación superior.

Debiera incluso existir en las universidades públicas espacios propedéuticos para alumnos provenientes de franjas marginales con mecanismos especiales para igualarlos en aquellas áreas en que su preparación pudiese ser deficiente e, incluso, para hacerlos psicológica y emocionalmente resistentes a cualquier sesgo discriminatorio, voluntario o involuntario, que tuvieran que enfrentar. Ello sí sería de justicia, no así condenar a todos a una educación superior mediocre. Igualar en la ignorancia no es justicia.

¿De qué sirve abrir las puertas a todos a niveles educativos para los que no están debidamente preparados; en qué se surte la justicia con ello, si no van a contar finalmente con el instrumental requerido para triunfar en la vida?

El tema es además injusto para con las propias universidades públicas. ¿Pueden éstas dar acceso indiscriminado por razón de edad a todo joven que les demande un lugar en su currícula; no estaremos condenándolas a ser espacios de entretención de jóvenes y no a desempeñarse como centros de estudios superiores? ¿Cuál es la idea: un instante de justicia fugaz e impotente, a cambio de una condena de por vida a la injusticia en todas sus versiones debido a una educación deficiente? Mejor dicho, a un engaño educativo. En el acceso universal a la educación superior solo encontramos simulación de universidad, de educación y de justicia.

¿Qué debe de contar para una verdadera justicia educativa: el acceso a, o la preparación para? ¿De qué sirve acceder si ello no garantiza preparación?

La injusticia también se encanija sobre quienes sí tienen méritos para acceder a la educación superior. Y no es un caso hipotético, conozco experiencias muy cercanas de muchachos que tuvieron que presentar hasta tres veces el examen de ingreso a la UNAM, no por incapacidad, toda vez que en todos sus ejercicios obtuvieron calificaciones superiores a 97 puntos sobre 100, sino porque los lugares disponibles por facultad son tan reducidos que solo un puñado por año logra acceder a sus aulas.


¿Es justo que unos lleguen en aluvión inercial de un sistema educativo público que se ve forzado a escupir hacia arriba a generación tras generación, sin importar su consistencia educativa, tan solo para abrir espacios a las subsecuentes, llevando a nivel universitario a jóvenes que difícilmente saben leer, escribir, sumar y comprender un texto? ¿Es eso verdadera educación? ¿En tanto que, por otro lado, se niega el acceso a la educación pública superior a jóvenes cuyo único pecado es haberse preparado en escuelas privadas, sin importar sus conocimientos y capacidades?

En muchos casos, estos jóvenes de escuela privada no tienen como costearse una universidad privada; en otros, aún teniendo recursos, no encuentran la carrera de su vocación en esas universidades y tienen obligadamente que acudir al sistema universitario público pero, como no pertenecen a éste de origen, se les castiga, sin importar sus méritos.

La educación es un camino de esfuerzo. La justicia educacional debe responder a méritos y no a condiciones ajenas al desempeño educativo.

La verdadera justicia es garantizar a todos acceso al sistema educativo de calidad al principio, no al final.

Hay en todo esto una visión vindicativa de la justicia que precisamente la niega. Abrir a todos el acceso a la educación superior no es hacer justicia a quienes no tienen las capacidades para hacerlo, por las razones que sean; como tampoco para quienes, teniéndolas, no logran satisfacerlas por condenar a todos no a la superación, sino a la mediocridad.

Una educación que no premia la capacidad, sino la desventura, ni es educación ni es justicia.

Admitámoslo con todas sus consecuencias, aunque se nos venga el mundo encima: la educación, conforme avanza en niveles, no puede ser más que selectiva y meritoria. Debe haber una educación base que garantice a todos igualdad de condiciones ante la vida, allí es donde debe asegurarse el acceso indiscriminado a las oportunidades; pero las educaciones superiores solo pueden premiar a los mejores y en ello no hay ninguna injusticia ni despropósito. Lo injusto y suicida sería una educación que sancione a los mejores y premie a los incapaces, igualando en la ignorancia.

Aunque duela, la educación superior no puede ser más que aristocrática, en la acepción del indoeuropeo "ar-isto", con énfasis en el prefijo "ar" de encajar, ajustar. No todos encajamos o ajustamos en la educación superior. Hago especial señalamiento que pongo el acento en esta acepción, haciendo a un lado el otro componente del vocablo, relativo a "kratía", gobierno, dominio. No hablo, pues, del gobierno de los mejores, pero sí de la educación de los mejores: "aristo-educatus". La Paidea griega, entendida como conformación o configuración del ser humano en tanto ente.

Las políticas públicas para revertir las condiciones de marginalidad educativa no deben buscarse, pues, sancionando la educación de los mejores. Por igual, las políticas públicas para resarcir a los desamparados y no aptos para esos niveles educativos, no tienen necesariamente que cebarse sobre la calidad educativa. En otras palabras, la educación en general no puede ser más que para mejorar. Es mejorando como se surte la justicia en estos menesteres, no depauperando la educación, lumpenizándola, si se me permite el término, como garantizaremos verdaderas oportunidades y seremos genuinamente justos.

Reitero, la oportunidad de acceder no es justicia si no garantiza, por igual, la oportunidad de prepararse real y debidamente.

Finalmente, hay en todo este edificio de justicia como compensación un castigo anímico para individuo y sociedad al carecer de estímulos para la superación; no hay nada en este planteamiento que mueva la voluntad a ir mas allá de sí, que acreciente nuestro ser; nada que lo embriague e incendie; nada que nos arrebate y lance sin medida y en temeridad. Ningún apetito, ninguna pasión; la ausencia total de deseo. Antes bien, este desideratum de premiar sin méritos ni esfuerzo es un llamado a los cansados, a los marchitos, a quienes se solazan en el empobrecimiento del espíritu y en el desvanecimiento del ser; sombras de hombre sobre las que la vida misma derrama su llanto.





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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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