¡Ya chole!
Si algo tiene la idiotez es ser monótona y oscura.
Sus coros carecen de melodía y tonalidad; servilmente repiten consignas en modulación heroica sin importar la obra que se les obligue representar. Pueden hacer de tapete, mobiliario, pueblo aclamador, mana del cielo, guardaespaldas, valla, vacunadores, diputados y reventadores, que siempre corean lo mismo: "Es un honor…" Así se les oye hasta los infinitos rincones del infierno.
Displicencia soez
Los actores de reparto balbucean parlamentos inentendibles. Lo sobreactuado de su papel no alcanza para ocultar la estulticia. Más no se crea que es fácil su puesta en escena. Es oropel que quema, fama que infama y estigma. Martirio que demanda niveles de autoflagelación dignos de ignominia e indigencia.
La trama es siempre la misma, aunque se intercambien los villanos de utilería. Los vivas y mueras están prefijados y los bufones, que se reproducen cual conejos, saltan en contorciones obscenas con las nalgas al aire en aprobación del floor manager a cambio de unas monedas gastadas por trapear su honra en la inmundicia.
Los actos de la obra son calcas de sí mismos: guiones cerrados, unanimidad ceremonial, escenario único, lastimosa ejecución monomaniaca, apotegma reducido a ruido; hastío, lobreguez.
Cualquier incidente que rompa la religiosa monotonía despierta iras apocalípticas y displicencias soeces.
El papel estelar es de efigie, Dios, verdugo y burlesque.
Los aplausos se levantan en redundante disciplina.
Desde el centro del escenario se esparce una oscuridad que devora lucidez y hasta pensamiento.
Opresión, servilismo y crueldad se conciertan para imponer la idiotez por mundo.
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