Así­ habló Quetzalcóatl

Nadie escuchó

Nadie escuchó

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¿A qué has venido?

Entre sargazo y basura mil que las olas arrojan a la blanca playa fue arrojado. La espuma del mar en su cuerpo brillaba cual escamas. Lo encontraron desnudo en posición fetal. Las punciones con puntas de maguey fueron confundidas por los parroquianos con tatuajes y su peinado no distaba mucho del de los jóvenes de hoy.

Cuando despertó su primera pregunta fue: ¿Soy alguien todavía?

No iba dirigida a quienes entre sorpresa y diversión lo veían. ¿Soy todavía yo?

Ignorando a los mirones y cubierto de sargazo se alejó de los hombres.

Siglos habían pasado desde la última vez que había pisado estás tierras. Pero ahora nuevamente el viejo sol moría y un nuevo sol tendría que nacer. Los pueblos de estas latitudes apagarían todo fuego para adentrase en el ocaso y transitar al nuevo fuego y ciclo solar.

En la última vez el viejo sol murió ensangrentado y entre sarampión y sífilis importados de ultramar. Lo recuerda bien, en los caminos yacían dardos, los cabellos estaban esparcidos, destechadas estaban las casas y sus muros enrojecidos. Los gusanos pululaban por calles y plazas y en las paredes se secaban al aire los sesos. El agua límpida se vistió de rojo y sabía a salitre. Mujeres y hombres golpeaban los puños contra los muros de adobe, pero fue su herencia una red de agujeros. Los escudos no pudieron contra la soledad.

Hoy regresa a una selva de cemento, fierros, vicio y locura. Bajo ellos la tierra muere, pero nadie escucha su estertor. Solo tienen ojos para un objeto rectangular que llevan en la mano y a veces acercan al oído hablando en voz alta.

Igual muere el sol, el tiempo cíclico cierra su círculo y la serpiente se muerde la cola. Pero nadie lo ve, nadie escucha a los pájaros ni el mensaje del viento al través de las hojas de los árboles. Nadie ve al cielo ni lee las estrellas. Nadie habla con sus dioses.

Nadie lo ve a él, como nadie ve a millones de seres que viven una vida espectral para los demás.

Durante quince días ayunó y se mortificó sangrándose con puntas de maguey buscando redimir al mundo con su propio dolor. Pero sol y mundo están condenados a morir. ¡No hay resurrección sin sepulcro!

A mediodía, para evitar lo persiga su sombra, busca entre la masa, con una vela encendida, una mujer o un hombre, pero sólo encuentra rebaño.

Por las tardes, contra la pared, escucha conversaciones y discursos encendidos. Todos hablan del pueblo y le juran amor y dar la vida por él. Pueblo sabio, pueblo bueno, pueblo querido; pueblo malo, pueblo enemigo, pueblo traidor.

Esa tarde un grupo de jóvenes, inquietado por su silencio y mansedumbre ante los ánimos desbordados, se le acercó.

"Dinos, viejo, ¿que haces aquí y no aplaudes ni te agitas con nuestro reclamo de justicia?"

En sus ojos brilló una sonrisa.

"No he venido a decirles cómo gobernar, cómo odiar o cómo remediar el vacío de su vida"

El más joven le preguntó:

"Entonces, ¡¿a qué has venido?!"

En eso, de muy cerca, se oyeron detonaciones de balazos y un coro de metralletas. Los jóvenes callaron y algunos se cubrieron tras un muro del parque. Nuestro hombre seguía impávido de pie, esperando ser escuchado.

Tras algunos gritos y sirenas a lo lejos, todo regresó a la normalidad. Los jóvenes movían sus dedos sobre los aparatos que nunca sueltan con los ojos clavados en las imágenes y letras que en un recuadro con luz sobre ellos aparecen.

Finalmente, ya un grupo más reducido volvía a acercarse a él.

Ahora su voz tenía la profundidad del mar, no era un paria, ni un loco quien hablaba; tampoco un hombre; parecía que eran las estrellas las que hablaban.

"Quien quiera escuchar campanas, que no golpee hojalata . Yo no he venido a hablarles de reyes, de riquezas, de ciencia, de felicidad. No soy maestro de nadie y no hay caminos en la tierra. Se hace camino al andar y cada quien tiene el suyo. No he venido a decirles qué hacer, sino qué ser.

¡Sean ustedes mismos! No pretendan ser otros, no enmascaren su rostro; no lo escondan. No esperen de mi ni de nadie lo que solo ustedes pueden darse: su rostro, su ser, su destino."

"¡Viejo loco!, dijo el más joven, ¿qué te metiste, pinche ruco?"

Y entre mentadas lo dejaron solo. Moviendo la cabeza se dijo a sí mismo: “Al que le viene de fuera el destino está muerto.” *

Días después, en la misma plaza, algunas filas exudaban su hartazgo al sol. Allí se encontró a los jóvenes de la otra noche.

"¿Qué hacen aquí con este calor?"

"Es la consulta popular, ¡deberías votar! ¡Fórmate, pinche ruco!"

"¿Consulta? ¡Votar!"

"¡Chale ruquín! ¿En qué pinche mundo vives? Es la consulta para cancelar el puto aeropuerto. De seguro no te has enterado que por primera vez hoy el pueblo manda."

Otra vez el traído y llevado famoso pueblo salía a colación. - ¿No tendrán más ocupación estos jóvenes que mentar al pueblo?, pensó para sí.

"Gracias, mejor los espero bajo la ceiba ahora que terminen."

Minutos después, pues la cola no era larga, se acercaron a él, que con los ojos cerrados escuchaba al viento cantar por entre el ramaje.

"¿Qué es el pueblo?", les pregunto a boca de jarro.

"El pueblo somos nosotros, ruco."

"¿El orador de la otra noche y ese que ven todas las mañanas en sus aparatitos, es el pueblo?"

"¡A huevo!"

"¿Y los que los escuchan son el pueblo."

"Clarín, carnal."

"¿Y los que no los escuchan?"

"¿Pues, tambor, ¡Chale, qué preguntas te sacas, güey!"

"¿Quien les aplaude es pueblo?"

"Simón."

"¿Y quien los abuchea, qué es?"

"También, pero pueblo malo."

"La otra noche que oímos disparos, ¿quien disparó era pueblo?"

"El pinche pueblo bravo, ¡hijín!"

"Y a quien le dispararon, ¿era pueblo?"

"Abuelita de batman, carnal."

"¿Dónde está el pueblo, entonces: en quien aplaude o en quien abuchea, en quien mata o a quien mata?"

"¡Chale, pinche ruco! Has de ser un puto conservador y neoliberal, ¿Por qué quieres confundirnos? No hay más que un pueblo: ¡nosotros cabrón!"

"Y si el pueblo no existiese, si fuese una abstracción."

"No mames, lo estás viendo, ¡pinche ciego!"

"¿Por qué me preguntaron la otra noche qué hacía allí? Si no soy pueblo, ¿qué les importo?"

"Nomás."

"¿Y por qué siguen perdiendo el tiempo conmigo, si ya tienen todas las respuestas?"

Callaron.

"Hay algo que les inquieta, más no saben qué es y su famoso pueblo tampoco. Por más que le consulten, aunque a los que no les consulten ni escuchen también sea pueblo. Por qué mejor no se pregunta cada uno de ustedes qué es lo que les inquieta dentro de sí. A ti te prodrá doler un aspecto emocional, a ti uno familiar, a ti algún problema con la justicia, a ti uno de droga, al de más allá uno económico. Y aunque todos participaran de la misma inquietud, cada uno la vive diferente. ¿Hay en eso pueblo, o individuo?

Si el problema está dentro de cada uno de ustedes, por qué buscar en el “pueblo” allá afuera, buscar al pueblo malo a quien culpar, al pueblo, cómo dijiste, ¿'conservativo'?"

"¡No mames, pinche ruco, ya te pusiste cachondo!"

"¡Conservador y neoliberal!, ¡Fifí!, eso es lo que tú eres, pinche infiltrado."

"Esas son etiquetas, como la del pueblo, que ponen afuera, lejos, en fuga, lo que no queremos ver dentro de nosotros mismos.

Culpar a otros siempre ha sido una buena excusa para hacerse tonto a uno mismo. Culpar es un engaño iluso para calmar nuestros dolores y quebrantos. Podemos culpar al mundo entero, que el dolor sigue clavado en nuestra alma.

Díganme, ¿cuántos inocentes han muerto en nombre del sagrado pueblo, cuánta sangre ha derramado la humanidad etiquetando a otros de ser el mal?"

"Chinguen a su madre los fifis y explotadores."

"Etiquetas, fuga hacia adelante, rabia. ¡Pamplinas! La solución no está en el otro, en su señalamiento, en su exterminio; está en cada uno de nosotros.


Y si el pueblo no existiese, si fuese una abstracción



Guárdense de quién les diga qué hacer, cómo pensar, quien está bien y quien está mal. A quien odiar y a quien adorar, quien dice verdad y quien mentira. Sus palabras responden a su interés y ese jamás se los dirá; les dirá que habla por el pueblo, que expresa la verdad del pueblo, que abandera la justicia del pueblo. Guárdense. Les engaña. Huye de sí mismo y los arrastra en sus resentimientos y fugas.

Ustedes saben lo que deben hacer y quién está bien y quién mal; no necesitan de nadie para saberlo. La verdadera luz viene de dentro de ustedes. Cuando son el reflejo de la luz de otros, se convierten son satélites solitarios, oscuros, fríos, inhabitados y perdidos en el infinito sideral. Que nadie quiera reflejar su luz en ustedes, porque su luz puede ser del averno.

Quien así les hable busca rebaño a pastorear, no hombres. No quiere que sean ustedes, que vean dentro de ustedes, que vivan su soledad y desde ellas entablen relaciones constructivas y respetuosos con los otros.

Esos líderes les piden que actúen ustedes por ellos, sin moverse ellos mismos; los echan por delante, como carne de cañón; los usan cual rebaños en sus grandes concentraciones; les piden se sacrifiquen todo por “el movimiento”, sin que nada se mueva; mientras ellos viven en sus palacios y platican con sus espejos.

Yo les digo que nadie tiene derecho a derramar el sudor del otro y menos la sangre ajena.

Hace 500 años le pedí a los hombres que entonces señoreaban estas tierras que no derramaran la sangre de los vencidos, que esa sangre no era agradable a los dioses y no servía para mantener el orden del firmamento ni las estrellas en el cielo.

Les ofrecí mi sangre: “Yo te la doy, pueblo que dudas, para que no sacrifiques más a tus hermanos. (…) Esta es mi sangre. La derramo por mi propia voluntad, para que no se vierta la ajena. (…) Que no se cause más dolor que el que se acepte; que no se derrame más sangre, que la propia.”**

Pero no me escucharon y hombres barbados terminaron derramando y bebiendo la sangre de aquellos grandes pueblos y encarnando en contradicción de crisol su alma.

Hoy vengo de nuevo a anunciar el nuevo sol, el fuego nuevo. Pero nadie escucha. Todos están peleados entre sí. Nadie está dispuesto al sacrificio, nadie acepta el dolor. Temen al ocaso y a la luz.

Solo tiene oido para el rencor. Nadie tiene sed de amor y de comunidad.

Sólo escuchan palabras de cobarde para su cobardía.

Morirán con el viejo sol, cual rebaño."

Así habló Quetzalcoatl.

¡Nadie lo escuchó!



* Hess, Herman; Regreso de Zaratustra; 1919.
** López Portillo, José; Quetzalcóatl, 1965.






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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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