PARRESHÍA

Sin comprensión ni sentido

Sin comprensión ni sentido

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Si uno quiere gobernar, y seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de la realidad.

Una de las razones por las que la política es discurso y acción, es que ésta debe ser comprendida para que haga sentido y sea ese sentido el que orqueste la acción. Si ello es así, una forma de acabar con la política es matando el discurso. Y, claro, a trasmano el pensamiento. Pues ya lo adelantó Kant: “aquel poder exterior que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos, les quita también la libertad de pensamiento”.

Arendt dice que enfrentamos el “desarraigo”, que no es otra cosa que la ausencia de raíces, la superficialidad, porque “la dimensión de la profundidad se engendra por el hecho de echar raíces” y la comprensión no es otra cosa que engendrar profundidad en un proceso de radicación, de “encontrarse en casa”, de “hallarse”, decimos en México. Por eso “en la superficialidad de la superficie (…) no desaparece simplemente la profundidad, sino que ésta es un agujero sin fondo, como el abismo, que se abre inmediatamente bajo la superficie”. Así, “cuando decimos: ya no podemos comprender, queremos decir: no podemos echar raíces, estamos condenados a la superficie. Esta superficialidad está organizada en el dominio totalitario, que engendra la desdicha del sentido y el sufrimiento carente de sentido” (Arendt).

Pues bien, la sensación que genera la 4T es de desarraigo, de ausencia de raíces y de casa; de comprensión, de profundidad; de sentido. Es un “no hallarse”, un vértigo de superficialidad y sinsentido. Pero este arreglo de desarraigo e incomprensión responde a un propósito totalitario de control y de destrucción de las libertades, de extravio generalizado, de desarraigo.

No en balde vivimos la pulverización de nuestras categorías de pensamiento y criterios de juicio: “un mundo patas arriba, donde ya no podemos orientarnos guiándonos por las reglas derivadas de lo que una vez fue el sentido común” (Arendt). Y es que “el resultado de la comprensión es el sentido”. Y nadie mejor que Orwell para describir el sinsentido de nuestra época. Lo que a continuación narro bien pudiera ser el mejor espejo de lo que llaman hoy aquí “Transformación”. Juzgue por sí mismo.

Orwell en su obra “1984” describe un mundo en el que ya no se inventan palabras, sino se les destruye y desfonda. Para Orwell la “neolengua”, la “policía de la verdad” (hoy Vilchismosa), el “doblepensar” y los “dos minutos de odio” hacen lo posible por “destruir palabras, centenares de palabras cada día”. Para Syme, un burócrata encargado de ello: “la destrucción de las palabras es algo de gran hermosura” y, en consecuencia, reclama a Wiston, que por su parte duda de ese mundo: “en el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus inútiles matices y significados. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la “neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día? (…) ¿No ves que la finalidad de la “neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente. Al final, acabaremos haciendo imposible cualquier crimen del pensamiento”. El “crimen mental”, como también le llaman, tiene incluso rostro, un “rostro de expresión impropia”, como el de la incredulidad ante la victoria publicitada por el “Ministerio de la Verdad”, o el de la impavidez ante las ejecuciones del “Ministerio del Amor”; este rostro tiene incluso nombre: “caracrimen”, basta la expresión facial para confesar contra el sistema.

El hecho es que en “1984” cada año hay menos palabras y el radio de acción de la conciencia es cada vez más pequeño, porque “la ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento”. De allí que lo característico del mundo imaginado por Orwell ,y más que presente hoy en día, sea la “vaciedad”, la “absoluta falta de contenido” y, por ende de sentido. Por tanto, “el Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; el Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre”. Porque, junto a la destrucción de las palabras, se impone el “doblepensar: “Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer, sin embargo, en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Esa era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del “doblepensar”.

La sensación “era como si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existiesen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también pudiese controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?”.

Al final no sólo se trata de hacer imposible entender la realidad, sino la misma palabra y el pensar. Una especie de nueva Babel, donde Dios en la antigüedad confundió la lengua “de manera que el uno no entienda la palabra de otro” y, desde entonces, Babel en hebreo significa confusión y, hoy, en mexicano, Mañanera. Hacer incomprensible la realidad e imposible, siquiera, el trazo de un sentido.

Al final de cuentas, la obra de Orwell no trata de nada más que de la extinción de la posibilidad de toda libertad de pensamiento. Por eso, “se espera que todo miembro del Partido (léase Transformación) carezca de emociones privadas que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive en un continúo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad en entrega ante el poder y la sabiduría (de la Transformación). Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa de esta disciplina que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen. Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos, si son contrarios a los principios (de la Transformación) y sentirse fastidiado o incluso asqueado por todo el pensamiento orientado en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a la "estupidez protectora”. Porque, y aquí está la razón de todo, “si uno quiere gobernar, y seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de la realidad”.

Cualquier similitud con el presente es mera casualidad.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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