LETRAS

Los Ptolomeos y la biblioteca de Alejandría

Los Ptolomeos y la biblioteca de Alejandría

Foto Copyright: The daily Beast

Parado sobre el santuario de Pan, un montículo artificial en el centro de Alejandría, la vista alrededor del año 100 a.c. debió haber sido impresionante. Hacia el norte el enorme Faro de mármol blanco dominaría el panorama con sus más de 100 metros de altura, construido sobre la gran isla homónima que a su vez estaba conectada a la costa mediante un puente de siete estadios (Kilómetro y medio) de largo que dividía la bahía en dos puertos, pero a la vez era lo suficientemente alto en sus extremos para permitir el paso de los barcos de un lado a otro. Del lado derecho veríamos la pequeña isla Antirrodas en medio del gran puerto, con sus suntuosos jardines y un hermoso segundo palacio real donde los monarcas podían escapar la ajetreada vida de la ciudad. Justo frente a nosotros estaría el puerto real pero sólo alcanzaríamos a ver los mástiles de los barcos más grandes detrás del colosal Palacio Real, justo frente a nosotros cruzando la tumultuosa avenida.

El enorme complejo real ocupaba un tercio de la superficie total de la ciudad. En el extremo más occidental de éste, directamente frente al puente, observaríamos el legendario Museo con su inmensa biblioteca, su observatorio, sus jardines botánicos y su zoológico público, donde podríamos encontrarnos incluso los más extraños animales traídos desde la India. Circundando el Museo, en honor a Aristóteles y el peripato, había un hermoso paseo, también público, donde los pensadores podían caminar y discutir como gustaba hacerlo el Estagirita.

Como cometan varios historiadores, si Olimpia era la de ciudad de Zeus y Delfos era la de Apolo, Alejandría era la ciudad de las Musas, la ciudad de la inspiración. En efecto, la ingeniería de los impresionantes monumentos de la ciudad era verdaderamente inspirada, como inspirado había sido el proyecto original de Alejandro para con ella; pero la verdadera magnificencia de la ciudad era su acervo literario. Tan sólo la biblioteca principal, la del Museo, contenía más de 500 mil manuscritos. Una vez que su capacidad fue superada se tuvo que crear un anexo situado en el templo de Serapis que llegó a contener otros 40 mil textos. Además la ciudad estaba tapizada de pequeñas bibliotecas privadas y todo tipo de librerías, otro epíteto para ella podría haber sido la ciudad de las letras. Si bien Alejandría era un importantísimo centro comercial donde se podían encontrar las más variadas mercancías, la única industria propia de la ciudad era el conocimiento y la producción de manuscritos.

Todo barco que tocaba tierra en sus puertos era inspeccionado en busca de libros y de encontrarlos los oficiales los confiscaban para llevarlos inmediatamente a la biblioteca. Pero además emisarios de los reyes ptolemaicos eran mandados con fortunas en busca de textos hasta los extremos más lejanos del mundo conocido.

Las bibliotecas existen desde que existe la escritura, ya 3,400 años antes de nuestra era en Uruk, al sur de lo que hoy es Iraq, donde se piensa que se inventó la escritura, se ha encontrado que existían cuartos donde se archivaban textos de manera sistemática. Entre las bibliotecas más famosas anteriores a la de Alejandría podemos nombrar la de Asurbanipal en Nínive, la de Nabucodonosor en Babilonia, la de Pesístrato en Atenas y la de Jerjes en Persia. Esta última precisamente había sido creada cuando el emperador había saqueado Atenas y ordenado que la biblioteca de Pesístrato fuera llevada integra a la capital del imperio. Desde entonces se había vuelto costumbre que los soberanos coleccionaran libros extranjeros, sobre todo los de los pueblos a los que habían conquistado. El conocimiento es poder, en esto sin duda ni Alejandro ni los Ptolomeos habían sido innovadores, sin embargo serían quienes llevaran la pasión por los libros y el conocimiento a un nivel nunca antes visto. Nunca existió en el mundo antiguo otra biblioteca siquiera cerca de tener la riqueza que la de Alejandría.

En lo que sí innovarían los Ptolomeos sería en hacer de la producción de conocimiento una prerrogativa de gobierno. Nunca existió otra línea de gobernantes que pusieran tanto interés en promover la investigación y la libre búsqueda del conocimiento como ellos. A los reyes Ptolemaicos, lo mismo que Alejandro, no sólo les interesaba la traducción, sistematización y clasificación de éste, en sus mejores años la biblioteca fue una autentica fábrica de nuevos conocimientos. En realidad, la biblioteca de Alejandría fue el primer centro de investigación, en el sentido moderno del término, y fue también la primera universidad del mundo.

Desde el 283 antes de nuestra era, durante el reinado del segundo soberano de la dinastía real, Ptolomeo Filadelfo, se había constituido una comunidad académica de hasta 100 eruditos traídos de las más diversas naciones, llamada Sínodo, que estaban al servicio de la biblioteca. El Sínodo estaba integrado exclusivamente de hombres a los que se hospedaba y alimentaba, a los que se les remuneraba, se les exentaba de pagar impuestos y, lo más importante, se les daba libertad de cátedra e investigación. Sobre este grupo, sobre la biblioteca y el templo de las Musas presidía el Epístates, mitad sacerdote y mitad director académico. Debajo de los eruditos servían innumerables escribas o Charákitai y acólitos del templo, muchos de ellos, tristemente, eran esclavos.

Una de las obligaciones más importante del Epístates era instruir a los soberanos de Alejandría. Todas las mañanas debía cruzar la hermosa plaza del complejo real, caminando al lado del teatro, el templo a Poseidón y el mausoleo de Alejandro Magno para pasar horas en el palacio ilustrando al rey y a los príncipes en todas las ramas de conocimiento que se cultivaban en la biblioteca. De esta manera, durante las diez generaciones que duró la dinastía, se mantuvo la tradición, que comenzara con Alejandro y Ptolomeo Soter siendo alumnos de Aristóteles, de que el soberano fuera educado por el hombre más ilustre del momento, garantizando que los reyes de aquella casa fueran siempre de los más cultos del mundo antiguo.

Cleopatra, que fuera la última soberana ptolemaica, no sólo era hermosa y seductora, era una mujer tremendamente instruida que podía tener discusiones serías con los eruditos más importantes de su tiempo en los campos de la astronomía, las matemáticas, la medicina, la literatura, la música y, por supuesto, de política, lo que la hacía aún más irresistible, incluso para los hombres más poderosos de su tiempo. A demás de su lengua materna, el griego, la última faraóna hablaba egipcio, hebreo, sirio, arameo y latín.

En el templo de las Musas también había auditorios públicos donde los eruditos residentes compartían regularmente sus conocimientos y descubrimientos con sus pares y con los ciudadanos que estuvieran interesados en escucharlos. A estas aulas también se invitaba de vez en cuando a grandes pensadores de otras naciones a compartir su sabiduría con los locales, como se hace ahora regularmente en las universidades modernas.

Cuentan que Cleopatra había quedado devastada cuando el fuego de Julio Cesar en el 48 a.c. había consumido la biblioteca que trescientos años antes habían edificado sus ancestros. Marco Antonio trató de compensar su pérdida saqueando Pérgamo y llevando el acervo completo de su biblioteca, más de 200 mil pergaminos, de regreso a Alejandría como ofrenda para su reina. Pero el daño ya estaba hecho, el conocimiento que se había perdido sería irremplazable y pronto después también desaparecería la dinastía que quizás fuera la más culta e ilustrada de la historia, cuando cleopatra se quitara la vida.

Occidente no tardaría en caer en una larga era oscura en la que los textos y el conocimiento jugarían un papel casi nulo y la fe ciega, el misticismo y la superstición se volverían los ejes rectores del pensamiento occidental. Tendrían que pasar más de 1,500 años para que la humanidad pudiera recuperar la sabiduría y la racionalidad que por un tiempo iluminó el mundo antiguo desde Alejandría.


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Luis Rodrigo Farias

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