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Fanatismo

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Idolatrar a un muerto es propio de las religiones, no de la política

En el Estado moderno, el gobernante es un simple ciudadano que por un tiempo determinado cumple una función pública, es decir, un trabajo que por su contenido y consecuencias tiene implicaciones para la sociedad en su conjunto.

Cumple un trabajo delegado, que no le es inherente ni es de su propiedad.

Su labor no es más que una función de gobierno, un trabajo, de suma responsabilidad, sin duda, pero nada que lo abstraiga de su naturaleza humana e igualdad ciudadana, y menos que le dote o reconozca atribuciones sobrenaturales o destinos providenciales.

Lo único que lo diferencía de los demás es la función de la que está encargado. En otras palabras, es "Juan pueblo", diría Díaz Ordaz, o un "hermano más" que "humildemente (…) cumplida su guardia, vuelve a confundirse con todos sus hermanos", terciaría López Mateos.

En las antiguas monarquías el monarca lo era por derecho divino, por un acto trascendente, algo fuera de este mundo designaba, sabrá Dios cómo, a un mortal y sus descendientes como superiores al resto de los mortales. Tal patraña se acabó cuando descubrimos que todo poder deviene de la organización social, de la que es inmanente y ésta lo delega a un ciudadano por razones de división de trabajo y por un tiempo definido. Poder inmanente al pueblo y delegado por el pueblo, no propio del gobernante, ni trascendente a la sociedad. Poder circunscrito a los términos de su delegación y a un tiempo determinado, no absoluto, permanente y heredable. Tal es la razón de la Re-pública.

El culto a la personalidad y la existencia de seres providenciales es políticamente una aberración histórica y niega la soberanía popular.

Las exequias de Chávez hicieron venir a mí la frase de Estefan Zweig: "¿Cómo mantener la insobornable claridad del espíritu frente a las amenazas y peligros del fanatismo?".

Con el mayor de los respetos al pueblo de Venezuela y a su duelo, los arrebatos del chavismo no son propios de un haber ciudadano, se insertan en un fanatismo religioso y beligerante. Todo fanatismo es ciego, dogmático, desmedido y apasionado. El mejor cóctel para el conflicto social.

Los hechos, además, no pudieran venir a confirmar más nuestro aserto: un pueblo alienado siguiendo una carreta donde viaja un féretro vacío y unas pompas fúnebres convertidas en lanzamiento de campaña política.

Idolatrar a un muerto es propio de las religiones, no de la política. El difunto, de haber más allá y tener capacidad de interlocución en él, podría intervenir ante la divinidad en nuestro favor, pero en el realpolitik carece de injerencia alguna.

Los cadáveres se pueden momificar, las ideas y los movimientos sociales no. Veremos si el chavismo arraigó en el cuerpo social o si, junto con la momia, se disecan también sus ideales y sus alcances.

Toda democracia lleva implícita el riesgo de sus serpientes encantadoras que, como el Flautista de Hamelin, despeñan a los pueblos en el peor de los abismos.

Y no nos atrevamos a criticar a Venezuela por perderse en el caudillismo de Chávez, que nosotros hace 13 años seguimos (salvo honrosas excepciones) fanáticamente a un flautista de derecha y con botas. El riesgo de volverlo a hacer, sin importar el color del flautista, será cotidiano e inminente en tanto no nos decidamos a ser verdaderamente ciudadanos responsables de nuestro destino y no menores de edad en espera del hombre o la mujer providenciales que con su sola llegada exorcicen todos nuestros problemas.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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