De las aventuras y desventuras de un detective singular
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T Perrin es amante de la ópera. Entre investigaciones de crímenes, entre asesinos e inocentes, entre policías y ladrones, enseña la correcta pronunciación y entonación a cantantes y otros artistas. Como es políglota, lo puede hacer en español, inglés, italiano, francés y alemán, según el libreto, oratorio o guión teatral seleccionado.
Capítulo XX. Cuando recogimos los pedazos.
Lo que más me gusta de ti son tus besos y esa actitud de certeza en lo que haces. No importa de que se trate, echas adelante los senos y te abres paso. Lanza la voz.
T Perrin desde la cama del hospital habla en voz alta, recita a Heine, mientras la diligente enfermera le toma la temperatura, la oxigenación y otros signos vitales.
-Señor, le dice, ya amaneció mucho mejor.
-Gracias señorita. No sabe que mal me he sentido con esta secuela de COVID. Pinche pandemia.
En ese momento entró al cuarto de varias camas de enfermo, de color verde moco, como el mar joyceano. O joy, del jubiloso océano, el médico de guardia, ojeroso y desvelado.
-¿Cómo amaneció señor T?
En ese momento se oyó el estruendo y rechinaron las paredes.
El médico perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el moco verdoso. Como pudo, el jefe logró agarrar de la cintura a la enfermera que con el susto abrió un botón superior de su vertido blanco y enseñó la palidez de su color de piel. T Perrin la ayudó a cubrirse bajo la cama de enfermo justo cuando otro pedazo de techo se desgajó.
Las sirenas no pararon de sonar. Tuvieron suerte, el tercer piso se mantuvo intacto parcialmente y de ahí fueron evacuados la enfermera Silvia de la piel pálida, el doctor desvelado de gafas rotas y T Perrin que acostumbrado a sustos y peligros ayudó a los rescatistas con buena información y direcciones en esa obscuridad parcial.
-¿Cuántos más ? Oyó de lejos.
Como casi todos de todas partes, los bomberos trabajaron con diligencia y prontitud. Es un cuerpo respetado y querido. Qué diferencia con los policías, siempre temidos y desconfiados.
-Pudieron haber muerto apachurrados.
La bomba estalló en el otro lado del edificio y los de aquel lado tuvieron menos suerte. ¿De qué dependerá ser del norte o del sur ? Y así estar marcado toda la vida.
Ella se persignó en cuanto pasó el susto. Apenas se dio cuenta de un par de moretones en los brazos y en las piernas. Tal vez cuando Perrin la jaló para protegerla. Esta vez, bajo la cama.
El doctor de las gafas rotas sangraba de una herida de vidrio encajado cerca del estómago, nada complicado, pero escandalosa la hemorragia.
Mientras que a Silvia, a pesar de su profesión, siempre le horrorizó la sangre, tal vez desde el tiempo de su primera menstruación, como un defecto más que un privilegio, por el abuso masculino absurdo y las burlas familiares, al doctor de lentes gruesos con un vidrio enterrado en el estómago, siempre le fascinó este compuesto de vida que circula por el cuerpo humano llevando oxígeno, transportando energía y en su viaje, al entrar al corazón, limpiando el bióxido de carbono.
Recordó como en la secundaria juntó su sangre con la de su entonces novia en un pacto rojo de amor. Llevó una navaja de las antiguas doble filo y se cortó primero para darle a ella seguridad.
-No duele.
Ella, que como todas las mujeres a esa edad era mucho más avanzada que sus compañeros masculinos, nunca se preocupó por el dolor, sino por el significado. Juntar su sangre, mezclarla, era como una primera vez en el amor. Era una invasión bienvenida a su privacidad. En sus venas con sangre virgen, llevaría desde ahora, aunque fuera una gota, sangre de hombre. De un hombre especial. Elegido sin que lo supiera. Acaso un representante adecuado para continuar la reproducción de la especie. Algo se alborotó en su vientre. Sonrió.
En tanto T Perrin fue acomodado en la camilla de la misma ambulancia, incluso a pesar de su protesta.
-Mire, yo estoy bien. Otros necesitan más su ayuda.
Sin embrago se sentía cansado. Cerró los ojos mientras la sirena retumbaba en todos lados.
Quiso imaginarla acercándose y en cambio oyó llorar a Silvia, que ante lo ocurrido tuvo consciencia de la enorme tragedia. La vio de reojo y se dio cuenta apenas del tamaño de su angustia por la suerte de haber estado ahí y no en el otro extremo del hospital.
En la radio y en la televisión los responsables de la seguridad repetían compungidos:
-Vamos a investigar.
En todos lados se oyó: fueron los narcos, fueron los rusos, fueron los chinos, fueron los gringos, es un doctor despechado por el amor no correspondido de una enfermera. Son las administraciones pasadas.
T Perrin a pesar de sentir el dolor del golpe se acomodó lo mejor que pudo y se revisó la sangre coagulada del antebrazo izquierdo. Era un hematoma de regular tamaño. Hubiera querido lamer como antes las heridas, como cuando fascinado por el dolor y la sangre tuvo que aprender a usar todos los sentidos: la vista, el tacto, el oído, el olfato y principalmente el gusto para distinguir.
Así aprendió a reconocer la sangre de víctimas diferentes: por abuso sexual, por compleja emoción o pánico ante el peligro, por un acto heroico o amoroso y los deleznables asesinatos crematísticos; de sabor a metales ferrosos o de odio entre parejas.
-¿Qué le duele doctor? Dijo T Perrin, tratando de ser amable con el doctor de las gafas rotas y el vidrio estomacal que obviamente sufría.
-Mire usted, nos salvamos los tres juntos, de milagro. Llámeme Álvaro Sánchez Pacheco, su servidor.
-¿Usted cree en los milagros?
-Yo sí, dijo Silvia
-¿Y usted señorita Silvia Milagros, cuál es su nombre completo?
-El doctor sabe, elegí Silvia porque me gusta mucho, tuve una amiga con ese nombre que murió. Lo uso en su memoria, así la recuerdo. Ella fue víctima de feminicidio de un abusador. Qué le cuento. En realidad, mi nombre es María de Jesús Sánchez.
-Entonces son primos ustedes dos.
Los dos primos se miraron con complicidad. Sonrieron, el primer Sánchez con un leve gesto de dolor. Ella con una luz en los ojos que iluminó el rostro.
-¿Y usted señor Perrin, de qué es la T?
-Eso lo cuento con una botella de vino. En cuanto salgamos de esta, yo invito la primera. ¿Les parece?
T Perrin siguió solo para su coleto: “t de querer…t de adorar”
Se sintió contento por primera vez en mucho tiempo. Haber salvado la vida y haberlos conocido sin caretas ni poses profesionales distantes le gustó. Sabía que algo había entre los Sánchez y cualquier cosa que hubiera era mejor que el odio y la violencia de los últimos tiempos.
T Perrin intuyó que había encontrado a su Watson. Y en ella a Casandra.
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