POLÍTICA

Aranda y el político

Aranda y el político

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Extracto de conferencia "Aranda y el político" impartida el 18 de abril de 2007

¿Quién es Aranda? ¿Por qué el interés por el personaje? Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, X Conde de Aranda, es un español singular del siglo XVIII: "Más Rey que el Rey" -hubo quien se atrevió a afirmar- y, paradójicamente, americano a cual más, sin jamás haber pisado América. Aranda nos es más cercano a los americanos, en especial a los mexicanos, que lo que pueda llegar a ser para los españoles, que recientemente lo redescubrieron y salvaron del ostracismo histórico al que estuvo recluido por dos siglos. Aranda fue un personaje que vivió, según sus propias palabras, a contrarresto, como la gran mayoría de los hombres inteligentes que han tenido que enfrentar la soberbia y la estulticia del poder.

Los contrarrestos de nuestro Conde no acabaron con su muerte, la mezquindad y cobardía burocráticas movieron sus plumas para que en su haber se cargase la introducción de la masonería en España y la expulsión de los jesuitas del Imperio Español. La historia maniquea desterró a la ignominia historiográfica a nuestro buen Aranda que se desvaneció del ayer hispano, hasta que a mediados del siglo pasado dos jesuitas iniciaron una obra titánica de investigación sobre la masonería en España, Rafael Olaechea y José Antonio Ferrer Benimeli. Con lo primero que toparon fue que Aranda no fue masón, ni introdujo la masonería en España; y si bien ejecutó la expulsión de La Compañía de las posesiones de Carlos III, no lo decidió, antes bien fue mantenido a oscuras mientras se fraguaba la determinación, y como ejecutor del mandato Real fue puntillosamente justo y bondadoso para con los miembros de la Orden, cosa que, no obstante sus órdenes, no aconteció en América y Filipinas.
Aranda fue militar, político, gobernante, diplomático, empresario, administrador público, políglota y enamorado; por sobre todo, fue un hombre con una visión global del mundo más propia del XXI que del XVIII y más del XVIII español.

Pero Aranda tenía una pasión mucho muy superior a su vocación militar, su capacidad política y su agudeza diplomática: América. A diferencia de sus congéneres, gozaba de una visión propia de la globalización, siempre sostuvo que lo que le pasara a España en Europa afectaba a España en América y viceversa.

Desde 1762, entonces fugaz embajador de España en Polonia, alertó al Rey sobre el riesgo de perder las posesiones americanas de no tener una política y diplomacia que considerasen al reino como unidad indisoluble y no compuesto de partes inconexas, incomunicables y desechables.

En España privaba una visión obtusamente eurocentrista y sus cálculos geopolíticos se encajonaban entre el Mediterráneo, el Báltico, las Islas Británicas y las estepas zarinas. Además, emparentadas por sangre Borbónica las testas coronadas de Francia y España, ésta última siempre jugó, ciega y torpemente a través de los Pactos de Familia -que podemos resumir en: "Lo que te hagan a ti me lo hacen a mí"-, a ser el cabus de los intereses galos que, lógicamente, no tenían tanto que perder allende el Atlántico y sólo apetecían consolidar su posicionamiento europeo, cuando no perderse en placeres versallescos.

Y aquí es donde entramos a la parte más sabrosa de este personaje y vida: Europa estaba inmersa en la Guerra de Siete Años, definía una vez más los endebles equilibrios monárquicos moviendo reinos y pueblos en el tablero europeo, al menos eso creían, no se daban cuenta, con excepción de Aranda, que el fenómeno -y la guerra misma- eran de alcances mundiales. La Guerra de los Siete Años, considerada europea, había nacido en América, y aquí también hace su sangrienta entrada otro actor al que Aranda jamás le volvería a quitar los ojos de encima. Era 1754, el Gobernador de Virginia daba instrucciones a un joven de familia acomodada y con intereses, al igual que el Gobernador, en la Ohio Company, léase sobre el territorio que comunicaba a las colonias inglesas del sur con el afluente del Mississippi y, por él, al Golfo de México, daba instrucciones, pues, de "repeler cualquier intento hostil (…) debiendo defender con el máximo de su poder todas sus posesiones (del Rey) en contra de cualquier invasor". Expresamente prohibía ser agresor, ¡Ah!, pero si alguien osaba agredirlo, quedaba autorizado a repeler fuerza con fuerza. ¡El Coloso nacía, y con él su impronta y discurso! Impronta y discurso que hoy, novelescamente, se suele mentar como: "A clear and present danger".

El joven aquel tenía por nombre el de George Washington y con un puñado de soldados y guías indígenas se adentró en territorio Iroquí, también ambicionado por los franceses, que prestos enviaron una patrulla para conocer las intenciones de Georgy, pero antes de dar oportunidad al parlamento, aquél, al cobijo de la madrugada y del bosque, cayó a mansalva sobre los galos, que masacrados sin piedad terminaron difuntos y descabellados. Los colonos ingleses iniciaban así una guerra de metrópolis europeas sin que ellas lo supieran, guerra que se peleó en Europa, América, Asia y África. Pero algo más habían iniciado, Aranda lo había previsto: lo que nacía en América terminaría perjudicando a España.

Cuando los cañonazos se desataron en el teatro europeo Aranda veía que si los ingleses lograban expulsar a los franceses de América, su siguiente objetivo serían las desoladas posesiones españolas del norte de la Nueva España. A la larga Francia y España perdieron la guerra: Francia sus posesiones en Canadá, Mississippi y el Caribe, así como territorios en Asía y África.

Los ingleses y sus colonos se habían hecho de Cuba y Filipinas; España las recuperó a cambio de La Florida.

Pero el coloso había despertado y, como lo vislumbró Aranda, lo hacía insaciablemente hambriento. Los colonos ingleses extendieron sus posesiones hasta el Mississippi, habían ganado la guerra, más no el botín: la Corona se reservó la colonización de los territorios adquiridos. Por si fuese poco, la metrópoli conservaba el monopolio del comercio y cargaba sobre sus colonias los costes de la guerra, de su armada y de los efectivos desplegados en América. La mecha terminó por encenderse en Boston en la llamada Fiesta del Té. La Corona inglesa, padeciendo de la misma miopía que la española, sobrerreaccionó; las Colinas se unieron, convocaron al Congreso de Filadelfia, acordaron su Unión y boicot comercial a Inglaterra.

Aranda, ya entonces embajador en París, nos sorprende:

"Yo observo –escribe al Rey-, que aun en todas sus explicaciones de rebelión (las colonias) conservan mucho espíritu nacional, y apego a la matriz inglesa; de modo que puede ser que entre sí vengan a quedar como independientes respecto de su modo de gobierno; pero haciendo un cuerpo para los extraños ofensivo y defensivo".

Aranda percibió que la naturaleza de la independencia de las Colonias inglesas era eminentemente comercial y de gobierno, pero formando un solo cuerpo contra extraños.

Ante ello propuso es una alianza franco-española contra Inglaterra para dividir sus fuerzas entre sus colonias, los mares y Europa, y herir así sus finanzas.

Pero veía más allá, en el horizonte vislumbraba un nuevo y grave problema para España, éste en América y ante el cual se encontraba indefensa:

"Establecidas las colonias en provincias unidas –sostenía-, u otro pie que conservasen entre sí una buena inteligencia, llegaría también el caso de pensar, y obrar para sí con ánimo de señorear toda la América, o darle facilidades para sacudir el yugo Europeo, suponiendo que éste es insufrible a los americanos españoles como a los ingleses, y aún mucho más a aquéllos por las vejaciones que sufren de varios gobernadores que les chupan la sangre, y por las trabas con que viven infinitamente más rígidas que las de los colonos ingleses, pues, al fin éstos participan en la mayor parte de la libertad que dan las leyes británicas

Aranda observaba al mundo cambiar y veía obligado hacerlo con él:

"La variedad de los tiempos, decía, el progreso de las otras potencias, me parece que ponen en precisión de separarse, si fuere conveniente, de muchas máximas antiguas que pudieron ser buenas cuando se adoptaron, y no corresponder en lo sucesivo por la mutación de circunstancias

No se equivocaba, el 2 de julio de 1776 nacía con Estados Unidos el Estado Moderno, fundado en el derecho irrestricto, inmanente e imperecedero del pueblo de reformar, abolir e instituir un nuevo gobierno cuando el anterior se haga destructor de los principios de la sana convivencia. La monarquía y el derecho divino y trascendente de los Reyes tenían frente así una nueva organización política. En breve la cabeza de Luis XVI lo acreditaría.

Pero España no supo escuchar el mensaje, Aranda sí. En las posesiones españolas muchos empezaron a voltear y soñar con el norte. Un norte pujante y prometedor: En 1713 los habitantes de las colonias inglesas sumaban 360 mil, para 1760 alcanzaban el millón 600 mil. En ese año, la población española en toda la Florida era ligeramente superior a las 3 mil almas, en tanto que en Texas era de 1,190. De ellas, 580 vivían en San Antonio, 350 en Los Adaes y 260 en la Bahía. La mayoría era tropa o civiles que dependían de ésta. En 1765 la población de Nuevo México ascendía a 9,580; un tercio de ella se concentraba en El Paso. España tenía la propiedad, más no la posesión de un vasto territorio ansiado por potencias extranjeras y, principalmente, por la ambición de lo que en breve serían los Estados Unidos de América.

Era 1776, las colonias inglesas declaraban su independencia y enviaban a Franklin, Lee y Dean a buscar apoyos europeos. Europa tenía que definirse. España con mayor razón por sus posesiones e intereses geopolíticos.

Aranda veía no sólo el obvio interés norteamericano por los territorios vecinos, sino la coyuntura que los ingleses, con el poderío desplegado en América, no regresarían con las manos vacías:

"Los ingleses –decía- no volverán a sus islas, vencedores o batidos de los americanos, sin aprovechar sobre su camino de las fuerzas y armamentos que tienen sobre aquellos mares".

Aranda urgió desde París al Rey de España a ayudar a las colonias inglesas para dañar y debilitar a Inglaterra, así como negociar con ellas cuando se hallaban necesitadas.

Franklin parlamentó con Aranda ofreciéndole tratados comerciales, a él, sin embargo, le importaba la seguridad de territorios y fronteras españolas en América. Aranda no se equivocaba, en diciembre de 1776 los Estados Unidos dan color: quieren ayuda de España para tomar el puerto de Pensacola, a condición, he aquí la parte esencial, de permitirles la libre navegación por el Mississippi, así como el uso del puerto de Pensacola una vez capturado.

Ya no quedaba duda:

"La España – escribía a España Aranda en enero del 77- va a quedar mano a mano con otra potencia, sola en todo lo que es tierra firme de la América septentrional".

Los equilibrios europeos, válidos hasta la Guerra de los Siete Años, habían dejado de funcionar, América adquiría su propia dinámica y especificidad. España entraba a un doble juego en dos frentes distintos: el europeo y el americano. En el primero perdía presencia y hegemonía, el segundo lo tenía olvidado, desarmado y sobreexplotado. En este último, una nueva potencia emergía amenazante.

"¿Y qué potencia? -se preguntaba Aranda- una estable y territorial que ya ha invocado el nombre patricio de América con dos millones y medio de habitantes descendientes de europeos, que según las reglas que toman para su propagación, duplicará sus vivientes cada 25 o 30 años, y en 50 o 60 puede llegar a ocho o diez millones de ellos, mayormente que de Europa misma continuará la emigración por el atractivo que ofrecerán las leyes de aquel nuevo dominios".

Por eso Aranda urgía, ahora que necesitaban ayuda, por un tratado de amistad con Estados Unidos. En España nadie escuchó, el Rey estaba muy ocupado, cazando. Al final, Inglaterra perdió sus posesiones en América pero no quedó aniquilada y siguió siendo una amenaza para España en Europa y en los océanos, y los Estados Unidos se independizaron sin que los límites con España quedaran definidos.

Aranda, originalmente partidario de entrar a la guerra cuando convenía a España y hubiera sido agradecido por las colonias inglesas, ve pasar irremediablemente el tiempo. España, como siempre, entra tarde a la guerra, cuando los Estados Unidos ya no la necesitaban: España entró a la guerra cuando en secreto Inglaterra y Estados Unidos ya negociaban la paz.

Cuando Franklin llega ofreciendo tratados comerciales Aranda lo cuestiona por qué tratados comerciales y no pactos políticos. La respuesta se vio cuando Inglaterra y Estados Unidos pactaron la paz en noviembre de 1782 a espaldas de Francia y España: Inglaterra quedó libre para atender con todas sus fuerzas y recursos el escenario europeo, mientras Estados Unidos, ayudado económicamente desde un principio por España y Francia, se desentendía de ellos: ofrecía tratados comerciales porque no quería atarse a alianza políticas y menos militares. Siglos después lo expresaría con mayor crudeza John Foster Dulles, Secretario de Estado de Eisenhower, los Estados Unidos, decía, "No tenemos amigos, tenemos intereses".

Puestos de acuerdo ingleses y norteamericanos se abrieron a negociar la paz con Francia y España. Los ya independizados sólo se interesaban por fronteras y navegación del Mississippi, como Aranda lo previó, a los ingleses su poderío marítimo y europeo. España y Francia habían perdido la oportunidad histórica que Aranda les señaló para doblegar a Inglaterra y amarran a Estados Unidos mientras Carlos III cazaba.

Las negociaciones fueron largas y tortuosas, a España los norteamericanos enviaron a Jay; Carlos III y sus ministros, no obstante las tempranas advertencias de Aranda de negociar, se negaron a hacerlo alegando que ¡"aún no reconocían su independencia"! Jay se aburrió y retiró a París donde finalmente pudo negociar con Aranda.

No obstante estar negociando las cuatro potencias, Inglaterra y Estados Unidos firmaron los preliminares a espaldas de Francia y España. En ellos los ingleses reconocieron como frontera de la nueva nación el Río Mississippi. España se quedó sola en la negociación, Francia no tenía ya qué perder, España, por el contrario tenía las fronteras y la navegación por el Mississipi con Estados Unidos; La Florida y Luisiana reclamadas aún por los ingleses en América, y en Europa, Gibraltar todavía posesión británica y Menorca recuperada por la Armada española durante la guerra pero solicitada en la mesa de negociación.

Para Aranda la premisa fue asegurar ambos márgenes del Río Mississippi y su navegación, Carlos III y sus ministros, por el contrario, sólo pensaban eurocéntricamente en recuperar el Peñon de Gibraltar al costo que fuera.

Desobedeciendo órdenes expresas del Rey, Aranda negocia para fortalecer la presencia española en América, cerrándole a los ingleses la Florida y el Caribe y a los norteamericanos el Mississippi, además, conserva Menorca. Gibraltar, hasta hoy, sigue siendo posesión inglesa.

Lo que en España no veían era que de continuar la guerra España se enfrentaría sola a Inglaterra en Europa, el Caribe y Golfo de México, así como a los norteamericanos en el norte de América. En el razonamiento de Aranda no pesaba lo que se podía ganar, sino lo que –seguramente- habría de perderse.

Tras firmar los Tratados de Versalles Aranda redacta lo que se conoce como el Memorial Secreto y lo envía a Carlos III, en él sentencia que las posesiones españolas en América se van a perder; que los peligros que éstas enfrentan son de orden interno, las condiciones de injusticia imperantes, y externo, la voracidad y vecindad del coloso recién nacido; finalmente sostiene que para evitarlo España debe deshacerse de todas sus posesiones excepto Cuba y Puerto Rico, e instaurar tres reinos en América con los cuales hacer cuerpo de familia ofensivo y defensivo, una comunidad de naciones.

Era 1783 y escribía con relación a las amenazas internas:

"Jama posesiones tan extensas y colocadas a tan grandes distancias de la metrópoli se han podido conservar por mucho tiempo.

"A esta dificultad que comprende a todas las colonias, aseveraba, debemos añadir otras especiales, que militan contra las posesiones españolas de ultramar, a saber: la dificultad de socorrerlas cuando puedan tener necesidad (…) Las vejaciones de algunos de los gobernadores contra los desgraciados habitantes, la distancia de la autoridad suprema, a la que tienen necesidad de ocurrir para que atiendan sus quejas, lo que hace que pasen años enteros antes que se haga justicia a sus reclamaciones, las vejaciones a que quedan espuestos de parte de las autoridades locales en este intermedio, la dificultad de conocer bien la verdad a tanta distancia, por ultimo los medios que a los virreyes y capitanes generales, en calidad de Españoles, no pueden faltar para obtener declaraciones favorables en España. Todas estas circunstancias no pueden dejar de hacer descontentos entre los habitantes de la América, y obligarlos a esforzarse para obtener la independencia, tan luego como se les presente la ocasión".

En tanto que de las externas externaba:

"Sin entrar pues a ninguna de estas consideraciones, me limitaré aora a la que nos ocupa sobre el temor de vernos espuestos a los peligros que nos amenazan de parte de la nueva potencia que acabamos de reconocer, en un pais en que no existe otra en estado de contener sus progresos.
"Esta republica federal ha nacido pigmea por decirlo así, y ha tenido necesidad del apoyo y de las fuerzas de dos potencias tan poderosas como la España y la Francia, para conseguir su independencia. Vendrá un día en que será un gigante, un coloso temible en esas comarcas. Olvidará entonces los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y no pensará mas que en su engrandecimiento.

"El primer paso de esta potencia, cuando haya llegado a engrandecerse, será apoderarse de las Floridas, para dominar el golfo de Mejico. Después de habernos hecho de este modo dificultoso el comercio con la Nueva-España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no nos será posible defender contra una potencia formidable, establecida sobre el mismo continente, y a mas de eso limítrofe"

La propuesta de Aranda es crear tres reinos y colocar a Infantes de la Corona como reyes de México, Perú y Costa Firme, tomando el Rey de España el título de Emperador.

La historia le otorgó la razón a Aranda, las condiciones imperantes en las colonias españolas, aunadas a la crisis de la propia monarquía, detonaron sus luchas de independencia que derivaron en soberanía y pulverización de naciones, algunas intrínsecamente débiles política y económicamente. El pigmeo, por su parte, se convirtió en coloso y se abalanzó sobre la debilidad de sus coterráneos continentales.

Puede o no acompañarse a Aranda en la viabilidad de su proyecto de independizar las colonias y constituir tres reinos unidos a los Borbones europeos; imposible, por demás, saber a estas alturas si hubiese funcionado o terminado por acelerar y profundizar el drama de nuestra dolida Latinoamérica. En donde no se le puede regatear mérito alguno es en su fundada preocupación sobre los riesgos en que se encontraban las posesiones españolas en América y la vocación hegemónica de los Estados Unidos.

Ha llegado el momento de sacar conclusiones.

Una primera es que el político debe ver con largo aliento; hoy los que se dicen políticos toman decisiones pensando en el noticiero nocturno, las ocho columnas del día de mañana o la encuesta semanal. Sus actos y decisiones tienen la vida útil de su noticia, aunque sus consecuencias las tengan por decenas o centenas de años, y ahora que nos ha dado por jugar con la naturaleza puede que en algunas materias sean irreversibles.

Atado a lo anterior deviene que los políticos deben sopesar las consecuencias de sus actos y no sólo las de su popularidad.

Aclaro que no me refiero al concepto populismo, sino a un mal aún mayor: la popularidad.

La popularidad es hoy, por mucho, la más grande perversión de la política y de la democracia. Hoy cuenta más la corbata, la sonrisa, la Photo Oportunity que la experiencia, la capacidad, la propuesta y la verdad misma. La gente no quiere oír, no tiene tiempo ni le interesa escuchar de análisis y propuestas, de programas y soluciones, quiere mentiras technicolor, mundos rosas en estereofónico, frases epiteliales que nada dicen pero colman las orejas, escándalos que denigren o amenazas que aterren, pero nadie quiere oír la verdad ni asumir responsabilidad ciudadana. Llega quien es popular, aunque no sea capaz, ni experimentado, ni honesto, quizás ni inteligente; pero ¿quién hace y deshace popularidades, cómo se construye la popularidad? De seguro no en el trabajo cotidiano y en el cumplimiento de funciones públicas que, amén de no tener relumbrón, afectan intereses o, al menos, no consienten abusos o irregularidades. La popularidad, hoy, se hace en, y la hacen, los medios, ellos construyen y demuelen popularidades ¡más que eso! hacen y deshacen verdades y realidad. Nuestras popularidades son tan virtuales como la realidad que nos imponen los medios día a día. Podemos imaginarlos decir: "Primero te hago popular, luego te llevo al poder y finalmente gobiernas para mí. Yo controlo las llaves del reino y del infierno. Tú decide si quieres ser el villano favorito del momento o el político más popular del día".

Hoy, los políticos no sopesan las consecuencias de sus decisiones en mérito de los efectos que puedan a tener sobre sus gobernados, sino de la manera como impactan su popularidad. Peor aún, no gobiernan para cumplir una función pública impuesta y normada por ley, sino para construir una popularidad personal a base de promociónales sin fin que pagan nuestros impuestos. Lo vemos todos los días, el gobernante sonriente nos vende a cuadro que ha hecho lo que es su obligación, para lo que se le paga y para lo que se le dotaron recursos públicos, ¿por qué entonces es necesario que lo presuma y pondere como un logro único y significativo, qué acaso no fue electo o designado precisamente para ello? Imagínense llegar a casa y que los reciba un cartel donde el padre con cara circunspecta anuncie: "Por ti realizamos 46 extirpaciones de vesícula al mes", o un video maternal con escenas de deliciosos platillos, baños rechinando de limpio y camas tendidas como hotel de cinco estrellas, música melosa y voz en off diciendo: "Cumplir todos los días es nuestra pasión", o una campaña colegial de desplegados periodísticos con puños alzados donde se lea: "Estudiar es hacer patria":

Los viejos decían que en política lo único que cuenta son los resultados. No más. Ahora cuenta sólo la popularidad, sean cual sean sus consecuencias. Mientras no recuperemos para la sociedad organizada en Estado los resultados como único patrón y medida del quehacer público, las consecuencias de éste seguirán siendo, cuando menos, desastrosas.

Otra enseñanza pudiera ser que el político debe aprender a ver los problemas siempre con ojos nuevos, diferentes y cambiantes. No hay problema que sea igual a su antecedente. Por supuesto que debe basarse en la experiencia, pero no encasillarse ni cegarse en ella. Como el maestro de los Poetas Muertos, el político debe subirse al pupitre y ver con ópticas siempre diferentes.

Si para Aranda las consecuencias debían medirse a largo plazo, las decisiones, cuantimás, debían ser objeto de complejos y arduos análisis y definiciones. Es Leopoldo Zea quien nos habla de la psicología de batalla, propia del hombre de acción sin reflexión; así son nuestros políticos, de bote pronto, de contentillo, de ocurrencias, de puntadas. Gobernar implica, perdón por la expresión, muchas horas nalga. Los asuntos deben estudiarse, desbrozarse, proyectarse en escenarios y medirse antes de decidir sobre ellos, pero hoy para nuestros políticos gobernar es actuar impulsiva, permanente y reactivamente, sin cálculo, sin análisis, sin estudio. Sufren del síndrome de la bicicleta, tienen que estar en constante movimiento a riesgo de caer si se paran.

Antes al político se le solía imaginar solo, meditando el alcance de sus decisiones, se novelizaba sobre la soledad del poder. No más, ahora el político rehuye la soledad, le aterra quedarse solo y en silencio y que los problemas toquen a su puerta en demanda de decisión, mejor inaugurar, discursar, fotografiarse, pontificar, actuar sin orden ni concierto, pero actuar, eso, textualmente representar un papel de una incesante y atribulada actividad, de presencia permanente, de ubicuidad omniabarcante. Hablar, representar, colmar las páginas periodísticas con fotos, las pantallas con reportes, las radios con discursos, declaraciones y spots, más no gobernar.

Otra expresión de la psicología de batalla es la fuga, de hecho el hiperactivismo no es más que una forma de evadir la realidad. Y aquí otra de las enseñanzas de Aranda: su valor. Gobernar requiere de valor para enfrentar la realidad y para trabajar sobre ella. Carlos III se fugaba en cacerías, Carlos IV sincronizando relojes, ambos postergaban sin límite la toma de decisiones. Aranda, por el contrario, se desvelaba observando la realidad, analizando sus cruces, desentrañando sus sonidos y cazando la oportunidad política, porque en esta materia, como también nos lo muestra Aranda, no sólo hay que ser asertivo sino además oportuno. Cuando vemos un Presidente pintando escuelas en lugar de resolver el problema de la ínfima calidad de nuestra educación, o vacunando niños en vez de atender los problemas de salud pública, o repartiendo cheques de apoyo al campo en lugar de hacerlo productivo, o pontificando en foros internacionales sin atender los asuntos domésticos, estamos ante un político fugado, aterrado ante el tamaño de los problemas y dedicado a evadirlos. Aranda nunca le dio la espalda a la realidad, buscó siempre solucionarla con imaginación, dedicación y valor.

El político, además de ver diferente, debe concebir con cánones diversos, imaginar con otras escalas, actuar siempre con formas nuevas. No hablo del cambio por el cambio, sin saber de qué se parte y a dónde se dirige, eso es demagogia. Hablo de adecuar visión, pensamiento y acción a las siempre variantes circunstancias, sin miedo a innovar, a revolucionar e incluso a fallar. Lo único que no le es dable al político es la indecisión y la inacción. Hace más daño el no ejercicio del poder, que su abuso.

Otra enseñanza es que el estadista debe tomar en consideración el mayor número de variables posibles al tomar su decisión, cruzar información, desconfiar de sus confidentes, oír a sus enemigos, en fin, no cerrarse a ninguna información por más pueril e insustancial que parezca. Hoy, gracias a la magia de los medios, la realidad e información ha sido encapsulada y simplificada a niveles demenciales, a veces el parecer de un conductor apodíctico de noticiero vale más que todos los sistemas de información nacional. El político no sólo debe saber ver diferente, sino atender a las diferentes visiones de la complejidad y riqueza social.

Otra enseñanza de Aranda es la de conducirse con la verdad. Nunca fue un político popular, ni aún frente al Rey que tanto lo necesitó. No lo fue porque decía la verdad, por más incomoda que fuera. Hoy vemos que la mayoría de los políticos prefrieren mentir antes que incomodar ¡maromeros, más que sofistas! Cuando la Revolución Francesa, Aranda midió fuerzas y sostuvo que, a pesar de la sangre Borbona que corría, suponemos, por las venas de Carlos IV, no debían romperse hostilidades con Francia. A sabiendas del parecer del Rey sostuvo su posición, le costó el cargo de Presidente del Consejo de Castilla, la libertad y finalmente la salud. Se sostuvo hasta el final.

Cuando se tiene el don de la visión de largo aliento y el conocimiento de los hombres, el político debe arrostrar las consecuencias de ello sosteniendo su verdad aun a pesar de sus intereses personales. Tal es otra de las grandes enseñanzas de Aranda

"La política, decía el Conde, considera las cosas en grande; el bien general es su brújula y está satisfecha si él le dirige en sus operaciones". Con esta enseñanza podemos concluir, nuestros políticos hoy piensan y actúan en diminutivo, algunos pueden ser altos, otros vocingleros, algunos taimados, pero todos piensan y actúan en pequeño, ven corto, apuestan cobardemente, piensan en términos de su popularidad, han perdido el norte del bien general.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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