Reforma y democracia
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En México estamos inmersos en reformas políticas y electorales desde 1977.
Las ha habido trascendentales y pírricas; necesarias y caprichosas; fundadas y de contentillo.
Hoy, el partido en el poder convoca a una nueva reforma a la que solo le falta una cosa: causa.
Desde el 2000, elección tras elección hemos sido llevados a reformas sin fin alegadas siempre por el perdedor. Unas con causa y razón, otras por puro chantaje.
Hoy, el otrora perdedor ganó con amplio margen y, sin embargo, su partido impulsa una reforma que no tiene más argumento que la austeridad y su llegada al poder.
México ha tenido reformas hito, que marcaron un antes y un después. Tomémoslas de ejemplo para comparar propósitos, contenidos y alcances.
En la gran reforma del 77 las discusiones fueron sobre la sobre y subrepresentación del sistema de mayoría relativa, los derechos y garantía de las minorías, la apertura democrática, la pluralidad política, el desarrollo político y los derechos y garantías de los partidos políticos.
En el 90 discutíamos la credencial de elector y por ende la certeza del voto; la cláusula de gobernabilidad, autonomía y profesionalización de la organización electoral, equidad en la contienda, justicia electoral, fraude en casilla y nulidades.
En el 94 la ciudadanización del órgano electoral.
En 96 el financiamiento a partidos, la supresión de la cláusula de gobernabilidad, el máximo posible de sobrerrepresentación, la creación de una justicia electoral de pleno derecho, los derechos políticos del ciudadano frente al Estado y los partidos, topes máximos de campaña y equidad en campañas y medios.
Otras reformas introdujeron taxativas a la comunicación política y su contratación de medios, hasta llegar a ceder los tiempos del Estado a los partidos, acabando con el gran negocio mediático electoral y, por ende, con la indebida injerencia de los medios en campañas. Por igual se reglaron campañas y precampañas, así como a campañas anticipadas, sin mucho éxito, por cierto, y la promoción personalizada con recursos públicos; se perfeccionaron de instituciones, instrumentos, procedimientos y recursos jurisdiccionales.
En cada una de estas reformas los partidos jugaron de juez y parte fortaleciendo a cada paso su poder de chantaje y beneficios, hasta consolidar su partidocracia y el repudio ciudadano del que son justamente objeto.
A su vez, a los órganos electorales se les cargó de innúmeras responsabilidades y la desconfianza mítica, tan a la mano de todo reclamo electoral, terminó por construir uno de los sistemas electorales más complejos, kafkianos y caros en el mundo.
Por supuesto que hay que hacerle modificaciones, simplificarlo, desregularlo y liberarlo de las cuotas partidistas, centrar de nuevo al ciudadano y a su voto por sobre la voracidad y chantajes partidistas y de burocracias doradas, pero nada de ello se alega como razón y propuesta en la iniciativa de reformas morenistas.
La austeridad, siendo necesaria no es suficiente. No se trata solo de ahorrar, sino de ahorrar y mejorar nuestro sistema electoral.
Por el contrario, lo que dejan ver los morenistas es que pretenden una conquista punitiva de los órganos electorales, una hegemonía política artificial vía inanición de los demás partidos políticos y cerrar las vías de expresión a la pluralidad nacional.
En nada ayuda la intervención cargada de soberbia de Pablo Gómez, alegando cambio de régimen; deja un tufo de que nunca hicieron suyo el compromiso con la democracia y ya llegados al poder acabarán con ella para imponer la dictadura del proletariado. El discurso de Pablo Gómez hoy es más afín al del universitario del 68 que al de un hombre de Estado que ha vivido, y muy bien vivido, al menos desde 1977, de y en la democracia.
Quiero creer que no es así y que los anima el propósito de mejorar muchas cosas y excesos de nuestro sistema y aparatos electorales, pero para ello necesitan acreditárnoslos con racionamientos y propuestas lúcidos, creíbles y viables.
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