Los dioses ciegan
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Edipo quería era ver y terminó sacándose los ojos.
¿Qué pasa con aquellos que no quieren ver?
O pero aún, ¿qué pasa con aquellos a quienes los dioses ciegan?
Hoy en México se vive una obcecación ciega. Caminamos al desfiladero; unos claman por cuidado y prudencia, otros levantan abierta y beligerante oposición ante ese ciego, sordo y soberbio derrotero; otros niegan hasta la ley de la gravedad en una abyección y dogmatismo, más propio de la clínica psiquiátrica que de la política. En esa discusión entre ver y negarse a ver, caemos ya al más profundo de los precipicios, el de la polarización alienada.
Lo triste en esta democracia que nos hemos dado, es que nuestro papel es de coro, alertando de los peligros y las acechanzas desde el margen del escenario, dejado por entero al poder ; testigos marginales del tejimiento en vivo de la debacle. Reses en camino al matadero y, en muchos casos, víctimas propiciatorias para saciar la furia de los dioses conforme la lectura del sacerdote mayor.
Agamenón, en ese mismo trance, sacrificó a Ifigenia, su hija menor, para surcar el ponto y buscar la gloria en Troya. Allí su soberbia y concupiscencia desató la cólera de Aquiles que alargó por diez años el sitio. Triunfante, gracias a los engaños de Ulises, regresa victorioso a casa para encontrar en ella la muerte de manos de Clitemnestra, su esposa y el adultero Egisto, primo del cornudo Agamenón y de una estirpe desheredada y ansiosa de venganza.
Oreste y Electra traman la muerte de su madre, Clitemnestra. Ésta es asesinada por el primero, quien mata también a Egisto. La madre maldice al matricida y éste enloquece perseguido por las erinias (la culpa).
Hoy, me pesa decirlo, pareciera que lo que mueve a México es el rencor ciego y obstinado. Que se caiga el cielo, pareciera ser la consigna.
En sus últimos días, ya cuando no podía seguir negando la derrota total de sus fuerzas armadas, y Alemania había sido arrasada hasta sus cimientos por los bombardeos de las aviaciones norteamericana y británicas, Hitler ordenó al arquitecto del futuro, al constructor de los mil años del Reich, Albert Speer, que destruyera toda la planta industrial subsistente para que los aliados no encontraran nada al derrotar a Alemania. Speer no lo obedeció, pero el caso narra la ceguera a la que puede conducir el poder, a grado de ordenar destruir lo poco que quedaba en pie de esa gran nación.
El problema de que los dioses cieguen a quienes quieren perder, son los costes marginales de esa perdición, que generalmente recaen en los pueblos que sufren las tragedias entre dioses y semidioses.
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