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Las muelas de la abuela

Las muelas de la abuela

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Las sutilezas de milagrería.

En prensa ed. Benma





Nosotros éramos una familia feliz. Cada uno hacía su esfuerzo para sobrevivir y pasar la vida de peor a regular a un poco mejor, con la esperanza de éxito, que como en millones, es tener dinero para la renta, la comida, la escuela, el transporte y algún antojo y paseo con la novia.

Mi tía, sin embargo, nos habló de literatura. De la riqueza de los libros y la poesía. Es un ser de esos extraños que se preocupan por todos, que está lista para ayudar, con un libro, con un verso, con una opinión, con un poco de dinero y hasta con una educada reclamación por nuestro comportamiento que francamente reconozco que muchas veces, se aleja de la ética y del deber. Por ser de esa forma, también sufre cuando no es suficiente su parte para resolver entuertos y aceptar algunas o muchas limitaciones.

Con esto de buscar opciones para ir escalando paso a pasito, acabamos en la casa de la abuela refugiados por culpa de la pandemia. Esta abuela era latosa, claro, así la queríamos un poco, pero ella mostraba la mayor parte del tiempo, un humor insoportable.

En fin, aquí con ella tenemos que pasar el Covid, encerrados.

La otra abuela, que ya se fue, era todo lo contrario: positiva, viajera, con un admirable sentido del humor y ninguna queja. En efecto, Dios reparte sus dones.

La única forma de sobrevivir a la pandemia, o mejor, a los dictados de esta abuela viva, de quién sabe cuántos años o más, fue organizarnos para cumplir con meticulosidad la estrategia de combate.

Porque en efecto, al final del día, de lo que se trata es de ganar y nunca ceder posiciones.

Cierto, era su casa, pero nosotros tres tendríamos que provocar un sutil golpe de estado. Tan sutil, que mi tía no se diera cuenta. Ella no venía todos los días pero siempre estaba pendiente. Casada con un viejo latoso y huraño que cada vez le demandaba más atención, ella tenía también sus problemas y sin embargo se daba tiempo de ayudar en las tareas, en los papeles de inscripción, en las vacunas, en los desayunos y comidas.

Empezamos por esconder el pan que tanto le gustaba a la abuela. Ella se enojaba al principio y después aceptaba, cuando mi hermana, la convencía que no era bueno para ella comer tanta azúcar. Mi otro hermano, desarrolló una infalible técnica de acoso: revolvía la ropa de todos en la lavadora y la viejita se enchilaba.

Pero, sin duda, el éxito que puso a cada quien en su lugar en esta pandemia que cambio’ las relaciones de amor a odio como en miles de familias como la mía, fue cuando se me ocurrió, esconderle las muelas

Eran de plástico, sonrosadas y cuando dormitaba frente al televisor, se le caían los dientes, parecía la entrada de un río, de una inmensa laguna.

Papá y mamá que vivían en otro mundo, siempre nos enseñaron a aprovechar el aire, el fuego, el viento, la tierra. Decían que este mundo era de los ganadores, y que en las negociaciones sólo hay un vencedor.

La televisión casi siempre en el mismo canal, era como otro personaje vivo, era testigo de nuestra batalla. Muchas veces le hicimos perdidizo el control y también desconectábamos el teléfono, dejándola incomunicada. Se encerraba entonces en su mutismo y nos veía con insistencia tras los lentes gruesos que agrandaban sus ojos de por sí saltones.

Después de un tiempo encerrados, era claro quién mandaba en la casa. Máxime que ella cada vez más se la pasaba aislada en el baño.

Por la pantalla del televisor nos enteramos que no era seguro salir a la calle, que los infectados y muertos se multiplicaban, que en el ambiente las fiestas clandestinas eran un llamado a la muerte, que el bicho se ceba en los viejos.

Sin embargo, la abuela parece resistente a todo, de seguro todavía recuerda. Fue una de las primeras mujeres en la universidad hace un siglo. Salvó a un hijo quemado envolviéndolo en tepezcohiute y cambiando las vendas diariamente por meses. Y protegía como si fuera recién nacido a otro de sus hijos sesentones.

Las sutilezas de milagrería nos divertían en la encerrona. Le preguntábamos de su juventud y recordaba hasta el más mínimo detalle. Se acordó de uno de sus primeros pretendientes y de cómo lo despreció por no decidirse a pedir su mano. En eso sí, siempre fue una mujer recta y creo que por eso se quedo’ con ganas de cosas, aunque nunca nos dijo.

Total que fuimos un desastre con ella en esta epidemia, pero nunca se doblegó. La criticamos a sus espaldas y le hicimos caras de burla, le escondíamos las cartas y hasta los cubiertos.

Cada quien tiraba para su lado, mientras en el país se discutían nimiedades como usar o no tapabocas, y el verdadero número de muertos. Muchos más entre los pobres e ignorantes, que se apilaban a diario

Propiamente no había familia que no contará con algún muertito cercano, conocido o de a oídas.

Poco a poco el dinero empezó a escasear. Tuvimos que trabajar en donde fuera, eso sí, los ingresos eran nuestros. Aunque de vez en cuando le llevamos galletas que le encantaban y otra vez le regaló mi hermana una cafetera eléctrica para evitar que se quemara.

En efecto, cada quien tenía sus obligaciones autoimpuestas con respecto al hogar, que curiosamente sólo reconocimos cuando así nos convino. En realidad vivimos en una anárquica desorganización sin gobierno ni autoridad.

Esperábamos secretamente que el Covid se la llevara.

Sin embargo, tal vez por su carácter de guerrera ningún virus se le enfrentaba. Como millones de mujeres que se liberan del esposo cuando enviudan, florecen hasta la muerte.

Lo bueno de la encerrona fue ver de vez en cuando a una vecina neumática, empezamos sonriendo y luego nos burlamos de las abuelas, entre besos con cubrebocas. Ella también tenía abuela, pero nada más cocinaba y lavaba. Nada que ver con la mía. Lo que por un rato me enorgulleció.

Qué ganas de invitarte a la playa. Verte en bikini.

He llegado a la conclusión que los viejos, especialmente mi abuela, son una especie de ancla del pasado. Que certeza de mi maestro que recitaba: el hombre nace, crece, se reproduce y muere. Debiera ser a buen tiempo.

Pero mi abuela parece inmortal.

Ayer por la tarde noche tuvimos una reunión los hermanos en nuestro improvisado cuarto de guerra y decidimos apresurar las cosas.

Pusimos a votación el asunto y lo hicimos. Hasta mi otro hermano que le dicen mangina, alzó su mano y asintió con la cabeza.

Me tocó a mí quitarle las muelas, toda la dentadura completa y para que no nos echáramos atrás, mi hermana completo el plan al tirarla al excusado. Y jalar de la cadena

Esperamos que no pueda comer más galletas y poco a poco se quede dormida.

-Sólo nos queda una pregunta ¿quién pagará la renta?

-Será mi tía, en lugar de la abuela. Seguramente apagará la tele y leerá historias de amor.

-Y seremos felices, ¡como antes!

Esa misma tarde, la peste del SARS-COV2 llegó a contagiar a los tres conspiradores.



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Arturo Martinez Caceres

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