Finitud
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La historia nace para no olvidar. Es una ciencia hambrienta de saber, insaciable. No conoce hartazgo ni platillo aborrecido. Todo lo tiene que rumiar una y otra vez para descubrir todas las facetas del pasado.
La primera historia se escribió para narrar el haber de vencedor y del vencido, ninguno de los dos se entendería sin su contrario.
Por ello, cuando la pseudohistoria tiene por puerto el olvido, jamás llega a tierra alguna, porque no hay buen viento para el que navega sobre su propia estela.
Por siglos la historia con dueño proscribió al Conde de Aranda del pasado español y le acusó de masón y expulsor de los jesuitas de suelo ibérico. Ferrer y Benimelli desmontó la falsía, como otros historiadores rescataron a Juana de la locura imputada de origen para acreditarla como consecuencia de sus encierros sucesivos por parte de su esposo, padre, hijo y nieto. La historia de los monarcas espurios trató de condenarla ex ante a la locura, cuando fueron ellos y su voracidad los que la redujeron ex post a ella.
El calentamiento global sacó a flote en un lago al norte de Italia los restos de un barco de Calígula, desatando la revisión de su historia desnudada de mitos y excesos, tales como los inventados por Irvin Washington sobre las joyas de Isabel La Católica y el huevo de Colón.
La historia es un fenómeno vivo, no sólo todos los días escribe nuevos renglones, sino que cotidianamente se descubre algo que, oculto por el tiempo, viene a cuestionar los conocimientos históricos dominantes en una época y a reescribir renglones supuestamente grabados en piedra y fuego.
Desde la caída del muro de Berlín, se ha reescrito prácticamente toda la bibliografía sobre la segunda Guerra Mundial, novelizada hasta ese entonces por Hollywood.
Pero son los nuevos hechos antes no conocidos los que reescriben la historia, no el cálculo político, la confusión interesada o la abierta demagogia.
Hoy, en este México dedicado a perder el tiempo en pendejadas, la conversación es la substitución de una estatua de Colón, secuestrada de noche desde el poder, por la de una mujer indígena; cuando en el sureste la Guardia Nacional golpea a indígenas hoy por migrar por hambre o por violencia, porque no existe diferencia alguna entre las indígenas hondureñas o guatemaltecas con las mexicanas, salvo su lugar de nacimiento.
En este México que levanta estatuas a la mujer indígena, los feminicidios compiten en curvas estadísticas con el COVID y los homicidios dolosos.
Cambiar el pasado, maquillar la historia, acomodar fechas, hacer del ayer maqueta; edulcorar el presente con un ayer bajo diseño es una tarea tan inútil cuanto absurda.
Bajo las iglesias españolas, las selvas y el frac del porfiriato, resurge siempre, como semilla, nuestro pasado indígena.
Pero caminamos sobre muertos, dice Kundera. Enterrados junto con nuestras cenizas indígenas están la de los conquistadores, los criollos y mestizos, los jacobinos, conservadores y liberales del XIX, los positivistas y porfiristas, las Adelitas y la "bola" revolucionaria hecha fiesta y duelo, entremezclados están los restos de los mexicanistas, cardenistas, priístas, panistas, izquierdas variopintas y los vividores y demagogos de siempre.
Mientras no se entienda que México es el crisol de sus contradicciones, no se entiende que no se entiende.
Tal vez sea cosa de apellidos, tal vez de ignorancia. Tal vez, quizás, de arrogancia. Hojas la viento que ignoran que comparten "con toda historia” la finitud.
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