PARRESHÍA

Temor a no temer

Temor a no temer

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Roosevelt se quedó corto.

Dijo Roosevelt: “A lo único que debemos temer es al temor mismo”. ¡Se quedó corto!

El miedo nos es consubstancial, es decir, propio de nuestra naturaleza. Es una alarma interna que pone en vigilia a nuestra consciencia y cuerpo; secreta substancias químicas que nos llaman a rebato —nos “arrebatan” de la parsimonia propia de la normalidad—, nos “despiertan” en guardia.

El miedo es un componente de la sobrevivencia humana; sin miedo el hombre de las cavernas no hubiese huido de la lava volcánica y hubiera intentado domesticar al mamut; tampoco podría haber aprendido a distinguir entre el alimento y el veneno, ni —como el niño— habría aprendido a la primera que el fuego quema y la mentira engaña.

Mas el viejo Roosevelt no se equivocaba, el miedo no es para temerle, sino para atenderlo. Nada se gana con temer al miedo, salvo acrecentarlo. Un miedo no enfrentado por descuido u engaño, deja de ser riesgo para convertirse en daño, las más de las veces irreparable.

Y eso lo saben bien los grandes timadores de la historia: los Ulises, flautistas de Hamelin, falsarios, embaucadores, Don Juanes, mesías postizos, vendedores de cuentas verdes, transformadores de transformaciones, prestidigitadores y santa-annas en toda posible versión. ¡Más peligrosos que el peligro mismo!

Porque lo que hacen es adormecer, engañar, dar atole con el dedo, distraer nuestras alarmas instintivas. Engatusan nuestro miedo y bajan nuestras defensas.

El estafador, como el Don Juan a las mujeres, gana nuestra confianza, nos vende certidumbre antes que ofrecernos el paraíso, la esperanza de la caja de Pandora; como el prestidigitador nos muestra una mano para atraer nuestra atención mientras con la otra, cual carterista, roba nuestro sentido de realidad y consecuentes alarmas. Por eso para los griegos no existía vocablo alguno que designase a la mentira, ya que para ellos ésta era el ocultamiento, la prestidigitación, el enmascaramiento de la verdad. La no verdad, la pseudo-verdad o, si se quiere, hoy la post-verdad, cualquier cosa que se venda por tal.

El camaleón se mimetiza con el ambiente, no se muestra, se hace pseudo-corteza, pseudo-hoja, pseudo-algo para cazar a sus presas. Así, el embaucador se presenta siempre como víctima, o salvador, o héroe iluminado, o patriarca, o profeta; jamás en su verdadera naturaleza ni propósito.

Regresemos al tema del miedo. Si no vemos las cosas como son, nuestras alarmas no se disparan.

Roosevelt nos pide no temer al miedo, pero cómo temerle si no se nos presenta cual es, si se oculta tras el disfraz de la seguridad, la bonanza y el bienestar. Si todas las mañanas se nos dice que estamos “requetebién” y señalan como grandes peligros nacionales banalidades tales como las sopas Maruchan, el Nintendo, el Osito Bimbo, el fantasma de Colón, o agravios de hace 200 y 500 años. Cuando se nos pide escoger entre Cárdenas y Salinas, en lugar de por nosotros y el futuro.

¿Cuál peligro, cuando el peor narcotraficante, el más desalmado de los secuestradores o el extorsionador más miserable es presentado como nietecito de abuelitas de chancla voladora? ¿Cuándo la mentira impera contumaz e impúdica en el vértice del poder?

Cuando el peligro se dulcifica y pinta de dócil normalidad se adormecen y engañan nuestras defensas. El gran timador viste con piel de borrego sus garras y colmillos, por eso le es tan fácil imponer el mayor de los absurdos y burlar nuestro miedo.

Así es como las sociedades se adentran en su perdición una y otra vez sin aprender jamás de la historia. Hitler y Stalin son figuras pétreas de una historia de la que nos negamos a aprender lección alguna. Ciegos para vernos en el espejo de la impotencia del pueblo alemán ante el aparato de poder omnímodo, su machacona y omnipresente propaganda, y el discurso que contrapone a hermanos entre el abismo del infierno y el paraíso.

Por eso la verdad es la obligación primigenia de todo gobierno. Cuando el gobernante hace de la “no verdad” su signo y definición, no hay garantía de que nuestra seguridad de hoy sea en realidad el motivo del mayor de nuestros miedos.

No le temamos, pues, al miedo, pero sí, quizás, a su ausencia.

El rebato está a todo, pero dormimos el sueño de la transformación.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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