La prisa del monarca
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“Apresúrate lentamente”, ordenaba Augusto; que inspiró a quien haya dicho “despacio que llevo prisa” o “vísteme despacio, que tengo prisa”, sea Napoleón u cualesquiera otro.
“La prisa no tiene elegancia” y “los desesperados confunden las horas con los años y los años con los siglos”, decía Díaz Ordaz.
Por eso Montesquieu sostenía que “el gobierno monárquico tiene una gran ventaja sobre el republicano. En efecto, puesto que los asuntos están dirigidos por uno solo, es posible una ejecución más rápida. Pero como la rapidez puede degenerar en precipitación, las leyes han de cuidar de cierta retardación”. (Citas del Espíritu de las Leyes. V. 10.)
Porque las leyes siempre son “entre”. Entre hombres, libertades y derechos. El monarca desconoce el “entre”; para él sólo hay una voluntad, la suya; por eso la prisa le es connatural; pero la ley tiene derechos a su cuidado, no precipitaciones a capricho.
Montesquieu comparaba la prisa del monarca con que “cuando los salvajes de Luisiana quieren obtener frutos, cortan el árbol en su raíz y los cogen” —lo cual es una mentira propia de Juan Gines de Sepulveda—; pero que le servía para argumentar en contra del “dominio despótico” (V. 13.).
Cualquiera diría que hablaba de “sembrando Vida” cuando decía: “se le quita todo y no se le devuelve nada; todo queda hecho un erial desierto” (V. 14).
Pero no nos distraigamos, lo primero es que el monarca no tiene que generar concierto, sumar voluntades, convencer. Lo suyo es vencer, “incluso al precio de la victoria” dice Arendt hablando sobre la guerra: “El precio de la victoria es la devastación, incluso a expensas de que con ello la victoria quede despojada de su sentido, el fin de la conquista es el constante cambio de la realidad en la ficción totalitaria, incluso al precio de que no pueda conservarse lo que se tiene”.
Anotemos esto último.
Este impulso de vencer sin convencer* comparte el principio de todo gobierno despótico: “el principio del miedo (…) todo ha de girar en torno a dos o tres ideas (4T, primero los pobres, supremacía moral); por eso no son necesarios los pensamientos nuevos” (V. 14.).
“Un Estado semejante, sostiene Montesquieu, se encontrará en mejor situación, pues podrá considerarse como único en el mundo…
“Si el principio del Estado despótico es el miedo, su fin es la quietud; pero la quietud no es paz, sino el silencio de las ciudades antes de ser conquistadas por el enemigo”.
El silencio de los derechos particulares y sociales ante la agenda del monarca y sus prisas de cumplir sus compromisos y promesas, hablando del Decretazo.
El problema es la victoria. Una victoria a costa de, incluso, no conservar lo que se tiene y obtener a cambio de una ficción totalitaria un erial desierto.
Y al tiempo, porque el propio Montesquieu ya lo advirtió: “El principio del gobierno despótico degenera sin cesar, pues por su naturaleza lleva inherente la corrupción. Los otros gobiernos perecen porque accidentes particulares lesionan su principio. Y éste perece por causa de su deficiencia interior, si otras causas accidentales no impiden que su principio de corrompa”.
*Era 12 de octubre de 1936 y en la Universidad de Salamanca (Quod natura non dat, Salmantica non præstat) el General Millán—Astray —un pobre diablo olvidado por la historia— gritaba “Viva la muerte, mueran los intelectuales” (cualquier coincidencia con la UNAM y el CIDE es mera coincidencia), a lo que el único Unamuno contestó: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.
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