PARRESHÍA

Transformatus Consultum Ultimum: nada nuevo bajo el sol

Transformatus Consultum Ultimum: nada nuevo bajo el sol
La desmesura no es un problema del poder, sino del hombre en el poder y las sociedades que lo permiten.

La conducta es propia del poder. Digamos mejor: del ¡abuso del poder!, de su desmesura.

Al principio bien y mal eran uno, hasta que en dialéctica consecuencia Lucifer, el ángel “portador de luz”, optó por la soberbia y condenó a los hombres a la cárcel del bien y el mal, esa de la que Nietzsche quiso salvarnos en un “Más allá del bien y del mal”, para luego hundirse en la locura, tras que el rebaño no tuvo oídos para esa boca. Hay autores que nacemos póstumos, se dijo, antes de perderse para siempre más allá del bien y del mal, al menos para los hombres —abrazado y arrasado en llanto a un caballo azotado por su dueño hasta caer al suelo en Turín—.

La posibilidad de la conducta es constante y los actores solo se suceden sin importar signo, orientación, origen o propósito; porque no es un problema programático ni conceptual: lo es de comportamiento, las más de las veces, inconsciente.

El poder es una relación entre hombres, propio de la pluralidad, una relación de subordinación donde unos mandan y otros obedecen. Es esa circunstancial posición, la que propicia —si bien no determina indefectiblemente— la actitud y el pecado.

En la antigua Roma, Tiberio Sempronio Graco, nieto de Escipión El Africano, quien derrotó a Aníbal y arrasó Cartago, fue asesinado a mazazos en el foro romano a plena luz del día por ordenes de los senadores y su cuerpo arrojado al Tíber. Su hermano, Cayo, 12 años después, intentó el reparto de tierras que originó el asesinato de su hermano y el Senado dictó en su contra un Senatus Consultum Ultimum, decreto a los dos cónsules, autoridades romanas, para asesinarlo. Cayo pidió a sus esclavos segarle la vida antes de morir a manos de los sicarios del Senado.

Aquellos senadores se hacían llamar “los mejores”, optimates, superiores a cualquier mortal. Superioridad que les daba el derecho a contratar sicarios a sueldo para matar a sus enemigos, en este caso, todos los demás.

En la noche de los cuchillos largos —Nacht der langen Messer—, del 30 de junio al 1 de julio de 1934, Hitler mandó matar a todo adversario —real o presumible— que se interpusiera, según él, en su camino a apoderarse de todas las estructuras del Estado alemán. ¿Les suena?

Antes, Robespierre intentó imponer la democracia a ritmo de guillotina desde el Comité de Salvación Pública. Sí, hasta podría ser antecedente directo de la “transformación”.

Los paredones pacifistas, pues, no tienen nada de nuevo, hunden sus raices en lo más primitivo y salvaje de las cavernas de la humanidad y del poder. Robespierre dictó la Ley de Sospechosos y creo el Ejército Revolucionario, que no era ni ejército ni revolucionario, era los infiernos desatados desde un poder desmandado. Infiernos que, por cierto, terminaron engulléndolo en su afilada guillotina y en venganza del hijo de Saturno que, así, pagaba su padre haberlo devorado.

Las camisas pardas de Hitler, las negras de Mussolini, las ordas rusas sobre Berlín y tantas otras atrocidades humanas son tan viejas como Troya y la Guerra del Peloponeso. Nada de nuevo hay en los llamados a cazar traidores a la patria y poco falta para que, Citlalli instale el Comité de la Salud de la Transformación y su mayoría legisle la Ley de Traidores y dicte su Transformatus Consultum Ultimum, lanzando a sus sicarios al abordaje de México.

Creímos tocar la democracia e implantar la pluralidad y civilidad en estas desastradas tierras, pero solo creábamos a citallis, delgados y mieres.

Insisto: ¿qué le dirán a Belisario Dominguez cuando, inconscientes y orondos de su ignorancia, pontifican muerte bajo su nombre en letras oro?

Todo día siempre nace bajo la amenaza de una noche de cuchillos largos; todo poder es proclive a los optimates, toda democracia lleva en lo más profundo de su ser, como el hombre y la razón mismos, su propia negación. Su propio sicario.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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