Esclavitud en chaleco
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Morelos sujetó a la Nación y a sí mismo a la institucionalidad de una Constitución, otorgándole horma, forma y norma a la independencia de México, sabedor que la “buena ley”, “superior a todo hombre”, obliga a constancia y patriotismo, modera opulencia e indigencia, aumenta el jornal del pobre, mejora sus costumbres, lo aleja de la ignorancia, la rapiña y el hurto; porque la ley comprende a todos, sin excepción de cuerpos privilegiados; ley que se discuque en el congreso y se decide a pluralidad de votos. Bajo esa premisa es que se nombró “Siervo de la Nación”.
Pero, además, confirmó con su propia vida la verdad de su compromiso al ser capturado tratando de salvar a los diputados del Congreso de Apatzingan de las fuerzas españolas.
Entiendo en él el uso del vocablo “siervo”. Sacerdote, al fin, —en aquel entonces o se abrazaba la carrera de las armas, o la de Dios—, utiliza la el término de siervo como un concepto cargado de entrega, lealtad y piedad: un cruzado, una entrega total.
Pero la caricatura que hoy tenemos de los “siervos de la Nación”, que lo primero que hacen es infamar a Morelo, destaca por una connotación diversa, la de “esclavo de un señor”, propia de un feudalismo que somete al siervo a un señor feudal y lo obliga a trabajar para él a efecto de conservar —sólo así— ciertas libertades. Una persona servil, completamente sometida a alguien o algo, entregada a su servicio, uniformada (desindividualizada) con chalequito y mantras publicitarios por discurso.
A diferencia de Morelos, hay también en el uso del concepto siervo un componente de inferioridad hecho proyecto de poder, donde todo se mide desde la perspectiva de poder: ¿quién está arriba y quién abajo? ¿Quién es más poderoso, él o yo?, ¿quién es más fuerte? Es la psicología de la inferioridad. Ya no hablo de los siervos de la nación hechos ejército, sino de El Siervo, el jefe en su soledad, del que ya no se pertenece a sí mismo, sino es del pueblo todo y, por serlo, lo encarna en cuerpo y alma, personifica a la Nación y es en sí mismo la patria.
“Yo sirvo, tú sirves. Nosotros servimos — así reza aquí también la hipocrecía de los dominadores, — ¡y ay, cuando el primer señor es solamente el primer servidor!”, alertaba Nietszche.
El primer servidor se sirve y merienda naciones, historias y futuros, ostentando una entrega que hurta y destruye desde un vértice de uno solo: él.
Pero eso es en el caso de primer servidor. Nótese que cambia el vocablo propio de la teoría política y de la representación como figura jurídica de primer mandatario a la del primer servidor. Y lo hace porque el mandato implica una orden, una responsabilidad y, por ende, una rendición de cuentas al mandante. En cambio, ostentarse como siervo es siempre presumir sumisión, impotencia, victimización e incapacidad de presentar un riesgo frente al que dice servir; irresponsable de sus actos, siempre actuando bajo el dominio de otro incapaz de iniciativa y apetito propios, siempre sacrificado por y ante el amo al que dice servir.
Ahora bien, cuando hablamos de los esclavos de López Obrador (siervos de la nación según la caricatura que de Morelos hacen) sí hablamos de un feudalismo denigrante que nada tiene que ver con la soberanía inmanente, la moderación de la opulencia y la indigencia, ni del respeto a la dignidad de las personas. Estamos ante dos clases de servidumbres, una falsa, la del Siervo Primero, que responde a todo un circuito de inferioridad e hipocresía; y otro, de verdadera esclavitud.
No confundamos, siervo en Morelos es la institucionalización del poder, someterlo al derecho constituyendo una Constitución Política que obligue a todos sin excepción de cuerpos privilegiados y falsificaciones serviles; mientras que siervo en la 4T o es inferioridad y perversión del poder, o esclavitud en chaleco. La diferencia radica en la altura de miras, que no es lo mismo someterse a una causa que someterse a un dueño.
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