PARRESHÍA

Pecado de tiempo

Pecado de tiempo

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Capturar por siempre el instante en un pasado único y ajeno al devenir.

El gran pecado de López es contra el tiempo.

El tiempo es irreversible e implacable. Nunca nadie se baña en las mismas aguas de un río; el tiempo fluye incesantemente, no es algo que podamos detener, encapsular, retrasar o adelantar.

Nuestra misma visión del tiempo pasado se ve inmersa en el fluir del tiempo, de suerte que hoy lo apreciamos diferente a lo que ayer de él ponderábamos.

Estamos atrapados en la inclemencia del devenir entre un pasado que fue y un futuro que aún no es. Atrapados en la fugacidad del instante que se nos escapa tan pronto se presenta.

Ya lo hemos comentado aquí: sólo podemos accionar en el instante. Pero, además, el mismo instante deviene con lo incesante del tiempo. El instante es uno diverso a cada instante; irrepetible, siempre nuevo. Aunque el sol salga todos los días por el este y se pierda en el oeste, siempre es un sol diferente, la repetición es en la percepción: todo nacimiento y ocaso, toda luz y oscuridad, cada amanecer y anochecer son diferentes e irrepetibles, aunque se sucedan con atroz asiduidad.

Pero el hombre cree hallar seguridad en lo estable, así se aferra a aquellos momentos de felicidad y quiere repetirlos por siempre. Se engaña al querer congelar el tiempo.

El delirante se aferra a su delirio, en él se siente seguro: es un mundo controlado por su delirio en el que todo se sucede y explica por y en el delirio mismo. Ni siquiera es producto de un racionamiento axiológico, sueña despierto o, si se quiere, vive aquí exiliado en otro mundo. Para él, el universo no deviene, no cambia, siempre es el mismo, solamente varían los personajes, las tonalidades, lo accidental, pero todo se vive bajo una única causa y realidad, un mismo personaje central y una misma paranoia: un universo egocentrista dando vueltas a la misma noria eternamente... a un mismo discurso. Quizás no debamos hablar de un pecado, porque el sujeto ni siquiera tiene consciencia plena de lo que hace y menos de sus consecuencias. Pero ambos, delirio y consecuencias, sí tienen efectos en los demás que los sufren.

Pues bien, López Obrador no ve el fluir del tiempo. No puede. De poderlo hacer le aterraría su mudanza, imprevisibilidad y todo aquello que se sale de su discurso prescrito y repetitivo. Para López, instante y futuro están estacionados en el momento determinado de su delirio.

Para él lo que se sucede, el instante, es expresión del pasado de estampitas de héroes nacionales que pegó en su cuaderno rayado en sus clases de primaria. El hoy y aquí, el pasado más remoto y el futuro aún impensable responden la fijación de la lucha entre liberales y conservadores del siglo XIX. Todo quedó encapsulado en aquella tarea escolar que lo arrobó de niño en sus sueños de grandeza y que desde entonces rige delirantemente sus vida y resentimientos, sus alegrías y derrotas, sus mejores y peores momentos.

Así, en lugar de fluir con y en el tiempo, de vivir cada instante en sus méritos y unicidad irrepetible, de insertar la tendencia humana en el instante fugaz para hacer mejor el futuro, de tratar de ordenar en algo el caos universal y vivir la riqueza de lo siempre nuevo y diferente, vive encarcelado en su delirio en el que captura, forma, horma y normar todo instante a un pasado único y ajeno al devenir.

Ese es quizás el mayor pecado de soberbia del gobernante, el creer controlar el tiempo en vez de vivirlo y aprovecharlo. En su caso, no es capaz de leer el tiempo y lo sentencia a su enfermiza fijación discursiva. “Sabia virtud de conocer el tiempo”, escribió Leduc. Pero a un presidente no se le elige y paga sólo para conocer el tiempo, sino para aprovechar cada uno de sus instantes en el lapso de su mandato, para insertar intención y valores humanos en el devenir. Pero López Obrador, aunque parece despierto y en vigilia, sueña despierto su pesadilla delirante y repite obsesivamente los miedos y calenturas de un pasado y personalidad no resueltos. No hay pues en él, siquiera, la posibilidad de conocer el tiempo, menos de serle justo y hacerlo provechoso. Vive en una rueda de la fortuna entre el ascenso y el derrumbe de la que su delirio no le deja salir.

Pero el devenir tiene sus propias reglas y castigos, y a todo aquel que quiere aprisionarlo o, en su caso, no alcanza a verlo ni entenderlo, le cobra con la finitud: la cualidad de lo que tiene fin, término, límite.

Que, parafraseando a José José, hasta ¡el delirio acaba!


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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