El miedo es en Palacio
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Cuando el “hogar de la esfera pública”, esas pautas y códigos que nos permiten orientar y procesar nuestras percepciones y comportamientos con los otros, se desmorona, dejando a la “interpretación pública” de cara a la nada, ese gran vacío se torna inhóspito.
Aquel hogar no era otro que ese mundo de intermediación que los hombres construimos sobre la Tierra para hacernos ver, escuchar y actuar, y, a la vez, ver, escuchar y actuar como sociedad organizada. Ese mundo de nuestra cotidianidad familiar y habitual, el paisaje y paisanaje conocidos, la lengua compartida, los lazos de amistad sobre los que se fundan las naciones, las creencias y conformidades comunes, las tradiciones que nos dan identidad y rumbo, las condiciones materiales que hacen a la vida digna y vivible.
Pues bien, cuando ese mundo se desvanece, surge el miedo entre los hombres.
¿Y qué es lo primero que encarna el miedo? El “uno personal”. Frente a la pluralidad propia de las libertades concitadas en una sociedad intermediada, se impone una sola visión y conformidad social, con similar dominio que urgencia, dictándonos cómo pensar, qué sentir, cómo juzgar, qué decir y cómo vivir. Decía Heidegger que lo uno indigna porque nos priva de disfrutar tal y como cada quien ve y juzga, al imponernos una sola visión y juicio. Para Byung—Chul Han lo uno enajena la existencia de su autenticidad.
Por eso para Heidegger el miedo guarda estrecha relación con la muerte, porque con él “muere una forma de ser”, específicamente la de ser sí mismo. En lugar del énfasis del yo, la uniformidad monolítica. El miedo, sostiene, se trata de “implicar la muerte en la existencia para dominar la existencia en su enigmática amplitud”. Destaco el vocablo “dominar”.
Ante el abismo de la nada surge el miedo como primera respuesta y el totalitarismo como oportunista consecuencia. De allí las celebraciones de “como anillo al dedo” ante las vicisitudes entendidas como oportunidad e instrumento del miedo y no como responsabilidades públicas a atender.
Pero ese mundo común, esa esfera pública nunca desaparece del todo, es propio que en el devenir se desajuste, desencuentre, pasme, canse, dude, recomponga. Es como el árbol del Demián de Hesse que “no moría, invernaba”. Maltrecho, aterido, dudoso, con miedo, bajo dominio, ese mundo, ese hogar común, esa perspectiva compartida ahí está, simplemente que no lo sabe y hoy hay todo un aparato estatal del miedo que quiere mantenerlo así.
Por eso el desquiciamiento hasta la locura por la marcha del 13 de noviembre, porque recuperó el hogar público, rescató nuestro ámbito de intermediación, nos permitió hacernos ver y oír, al tiempo de vernos y oírnos entre nosotros, como comunidad, en la libertad y en la pluralidad. Nuestras palabras callaron la voz única del pastor. El 13 de noviembre recuperamos la conciencia de nuestra capacidad de acción conjunta.
La gran diferencia de esta marcha no fue su finalidad, por más valiosa que haya sido, sino ella misma. Por eso no se puede juzgar por exterioridades: número, destino, organización, demostración de fuerza e, incluso, resultados. Fue mucho más que una defensa al INE y ochocientas mil personas. Su valor es intrínseco: fue. Porque al ser, recuperó el espacio público, la pluralidad, sus libertades consubstanciales y el poder de intermediación de y entre los mexicanos. Al ser, se mostró, se hizo pública y autoconsciente. “El uno personal”, monolítico y unívoco fue lo que se desvaneció, ya no la esfera pública y nuestra. La nada y el miedo están ya en otros ámbitos.
El miedo está hoy en Palacio y su marcha del 27 será la marcha del miedo.
PS. Preparémonos para el coletazo del miedo, pero en la comunidad y ánimo recuperados.
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