PARRESHÍA

Yo o la nada

Yo o la nada

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Llegamos a la no transformación de la transformación como autoafirmación que se niega a sí misma.

En la escala de lo social, la transformación es congénita y continua, no se puede parar a voluntad, pausar, numerar, encapsular ni apropiar, porque es vitalidad pura.

Reducir la historia toda de una nación a cuatro momentos históricos constreñidos a personalismos de panfleto es simplificar al absurdo la complejidad propia del devenir y de la realidad, cual mito fundacional de los primeros hombres o fantasía infantil propia del delirio.

La transformación en el ámbito social no se da sobre un objeto sino sobre unos sujetos que expresan en su ser plural su mudar y sus consecuencias. Para Canetti la transformación tiene rostro, un rostro rico en gestos y mímicas, rostro complejo que hace visible su fluidez y vitalidad. Distinto a la máscara, que “se distingue por su rigidez” y constancia. Nietzsche le llama “egepticismo”, ese tributo que se hace en honor de una cosa “deshistoriándola”, tratándola como una especie eterna, haciendo de ella una “momia”.

Pues bien, “el poder en su esencia y culminación desprecia las transformaciones”, dice Canetti en Masa y poder, su tendencia es permanecer igual a sí mismo. Permanecer igual a sí mismo es, antes que nada, mantenerse aislado e incomunicado; pero también es negar toda complejidad para encerrarse en la simplicidad absoluta y, finalmente, diluir y empobrecer el mundo. La no transformación no es otra cosa que la muerte.

Pues bien, “el detentador del poder conduce una incesante lucha contra las metamorfosis espontáneas e incontroladas”, señala Canetti, lucha a la que llama “desconversión”, por la “que siempre se sabe con exactitud qué es lo que se encuentra después”. La desconversión se puede volver pasión que “conduce a la reducción del mundo. La riqueza de sus formas de aparición no vale nada, toda multiplicidad es sospechosa. Todas las hojas son iguales y secas y polvo -cual corcholatas-, todos los rayos se extinguen en una noche de hostilidad”. Porque toda prohibición a transformar no puede ser más que hostil, al negar la multiplicidad y la “convivencia pacífica de lo diferente”.

Descoversión es lo que atestiguamos el pasado 18 de marzo al ordenarse el congelamiento de la transformación: quien me suceda deberá aplicar las mismas políticas y principios. Así llegamos a la no transformación de la transformación como autoafirmación que se niega a sí misma. Numerar las transformaciones no sólo fue simplificarlas a caricatura, sino castrarlas de futuro: después de mí la nada. El inmovilismo, la transformación congelada por siempre.

Así lo explica Han: “el poder promete una identidad indestructible que se afirma digiriendo lo distinto”, lo otro, en nuestro caso, cual “Saturno devorando a sus hijos”, López debe devorar su propia transformación para que sea una máscara rígida e indestructible, pero también tiene que devorar a sus corcholatas para que sólo puedan ser él mismo. Ese poder “anhela una interioridad absoluta en la que no se produzca ninguna afección externa, ningún contacto”: aislamiento e incomunicación que explican las vallas metálicas y militares, así como su desconexión delirante de la realidad. “Si la muerte se percibe como lo completamente distinto, el poder trabaja en último término contra la muerte. El anhelo de más poder, que se prohíbe a sí mismo y al mundo toda transformación, representa la negativa a morir” (el final del sexenio).

Porque, como explica el propio Han, “la muerte no se puede pensar aisladamente del fenómeno de la identidad. A causa de la muerte (término del mandato) despierta el anhelo de identidad y poder. Uno se ‘desconvierte’ hasta quedar ‘totalmente rígido’” (intransformable).

Para Canetti, el anhelo de identidad indestructible mutila el alma hasta obligarla a adoptar una forma simple que termina por matar en su simpleza.

Toda transformación, dice Han, “presupone la capacidad de despedirse, (de) poder olvidar”, pero también de aprender, de comunicar, de convivir. De vivir, finalmente.

La no transformación de la transformación es solo anhelo de poder, no de vida, no de lo otro, no de futuro.

Es el “Yo o la nada” en autoprofecía que se cumple todos los días en vivo y a todo color ante nuestros ojos.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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