PARRESHÍA

Contrapoder

Contrapoder

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Fue el sistema político, el sistema de partidos, la transición democrática, lo políticamente correcto y los políticos timoratos los que permitieron, por comodidad o cobardía, la forja del monstruo.

Muy pronto aprendió que lo suyo no era un poder, sino un contrapoder. Esforzarse, hacer méritos, cumplir, esperar el reconocimiento y el premio no eran lo suyo. Además del esfuerzo, implicaba competir con todos los demás. A él siempre le resultó más fácil lograr las cosas, no por poderlas construir, encauzar, favorecer o prohijar, sino por complicarlas, hacerlas imposibles, fastidiando a la gente.

De niño seguramente lograba más con pataletas y berrinches que con razones, buena conducta y obediencia. Eso del mérito y la aspiración era para otros. Con tal de que se callará le consentían lo que quisiera, para que no armara panchos preferían dejarlo hacer lo que le viniera en gana. Qué importaba que no aprobara los exámenes, lo importante era que otro maestro lo aguantara y librarse de él para siempre. No, lo suyo no era poder hacer las cosas, sino hacer imposible que otros lo hicieran.

Y convirtió su capacidad conflictiva en arma y modus vivendi. ¿Necesitamos dinero? Hagamos un plantón y que nos paguen por levantarlo. ¿Qué no tengo residencia para ser jefe de gobierno? Si no quieres que te desquicie la elección presidencial con la que quieres pasar a la historia como el padre moderno de la democracia haciendo ganar a Fox, has que tu partido presente un mamotreto por recurso legal. Y quienes no se doblaron a sus chantajes no han dejado ni dejaran de padecer su furia sin límites.

Si toda esa capacidad y energía de contrapoder las hubiese encausado en algo positivo, posiblemente hubiese sido muy exitosos; pero el éxito no le significa nada. En su lógica ser triunfante es algo vergonzoso, casi pecaminoso: Lo que importa es ser víctima, sufrir y necesitar; y en esa situación acusar, humillar y hacer sentir culpables a los exitosos y a los triunfantes. Porque para él hacer bien las cosas y merecer estima y valía es ser un asqueroso aspiracionista y explotador; a quien se debe de perseguir e impedir éxitos, triunfos, aprecios y méritos.

En lugar de la cultura del esfuerzo y del reconocimiento, la cultura la del rencor, del recelo, de la envidia. Ser mejor, para él, no es exceder una cualidad o conveniencia, sino ser jodido, necesitado, amargado, pobre. De suerte que esa minusvaluación y postración se entienda como virtud, solidaridad y superioridad moral, con algo, además, que compagina perfectamente con su postración: no requiere esfuerzo alguno. No requiere poder, facultad, potencia, acción, tiempo, dedicación, disciplina; al contrario, hay que señalar todo ello en nefasto, injusto y nefando.

Él no ejerce un poder que pueda, creativo y proactivo; sino un contrapoder que lastre, que impida, que dificulte; lo suyo no es el orden, sino el caos y la victimización como virtud.

De allí cuando en algún descuido intenta crear algo, destruye más que lo que crea. Para hacer una terminal aérea destruyó un aeropuerto en obra y el sistema aeroportuario mexicano; para hacer una refinería acabó con PEMEX; para soñar un trenecito mató la biodiversidad y viabilidad del sureste mexicano.

Al final del caudillismo en México, surgieron los caciques como agentes funcionales al sistema político. Atrabiliarios y corruptos, pero dúctiles para operar el control presidencial en sus regiones y feudos, hasta que la solución se convirtió en problema y el propio sistema acabo con ellos.

Pues bien, López, inspirado en uno de los primeros caciques, Garrido Canabal, logró crear una especie de cacicazgo disfuncional, de suerte que fue el propio sistema quien lo creó, alimentó, fortaleció, hizo figura nacional, le franqueó las puertas de la cárcel, le llenó de dinero los bolsillos y torció la ley para que fuera electo siendo inelegible; todo con tal de que no la hiciera de tos, que no viniera a plantarse en el Zócalo, que no tomase pozos petroleros; que no movilizara a sus huestes, que no impidiera el curso normal de las cosas. Que se callara.

Sí, fue el sistema político, el sistema de partidos, la transición democrática, lo políticamente correcto y los políticos timoratos los que permitieron, por comodidad o cobardía, la forja del monstruo.

Y hoy, fieles a su mansedumbre, siguen temerosos y pasmados para no hacerlo enojar, para no despertar su furia.

Al final, aquel que nunca busco poder, sino hacerlo imposible, se hizo de todo el poder castrado de quienes no supieron usarlo con gallardía, oportunidad y de conformidad con la ley, y lo violentaron para, finalmente, no poder.

En este país surrealista, la negación misma del poder es hoy un poder omnímodo, aunque, fiel a su naturaleza, impotente, infértil e inútil.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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