Ciudadano y pueblo no es lo mismo
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Aquella noche sin luna, el manto celeste se prolongó sobre un mar en calma, oscuro y solitario, entre destellos plateados y una voz joven que en la popa cantaba en triste melodía. El esclavo cantaba ajeno a todo, a la noche y al mar, a su insondable soledad, a sus pesadas cadenas y cicatrices, a los demás esclavos que en las galeras de la trirreme remaban al unísono y al poeta que absorto soñaba escuchar que soñaba escuchando una vida y un mundo del que se sabía exiliado.
Aquella voz, sin embargo, lo tocaba todo sin resquicio. No como su inútil poesía que ningún mal había logrado exorcizar, ni estupidez humana penetrar en sus corazas y cegueras de esperanza. Traspasaba la oscuridad nocturna y la humana. Su singularidad ostentaba soledad y solitud; era solo en sí y consigo, pero se bastaba. Desgarrado de todo y de su constante fluir, y afirmado en la mayor de sus consistencias: él mismo que en ese instante tocaba el infinito y le imprimía su ser.
Su singularidad no sólo guiaba la noche y sus estrellas, la mar y lo profundo, también la nave y hasta al propio Virgilio que lo seguía como Eneas a los dioses. Porque sólo lo único guía.
Pero no sé es único sin el y lo otro. Aquella voz no cantaba en el vacío, era única por ser en todo, por distinguirse en él, por singularizarse. Porque no es el rebaño quien guía, es guiado; no es la masa la que otorga sentido y norte; no es el algo quien concerta la acción ni quien en concierto la ejecuta. No es el cómodo prejuicio conocido y compartido la solución a lo nuevo, sino que lo será lo aún hoy desconocido.
Aquella noche todo se había fundido en un amasijo primordial, cielo y mar, profundidades siderales y oceánicas, remos y esclavos, nave y poeta, pasado y futuro, travesía y destino, instante y eternidad, y la voz se hacía escuchar y en ese momento guiaba todo lo que era vida y era sueño. El universo todo tenía sentido.
Horas después, la flota de Cesar Augusto atracaba en Brindis y el poeta despertaba al grito de la turba delirante aclamando al augusto Augusto. Otro gran amasijo y abismo: la ciudadanía fundida en pueblo amorfo, maleable, excitado, febril. El “pueblo” como negación de lo ciudadano, de lo único.
El concepto pueblo fue el invento judío para resolver el problema que a su teocracia había planteado la Polis griega en tanto pluralidad y diversidad de ciudadanos en libertad e igualdad. Frente a lo múltiple de las singularidades y el procesamiento de sus diferencias, la totalidad unitaria del pueblo escogido, del pueblo de Dios, hecho a su imagen y semejanza. No la inmanencia propia del poder producto de la acción y del sentido de humano viviendo en comunidad, sino la trascendencia de un poder divino y, por tanto, ajeno a este mundo y a estos seres.
Bien visto, el pueblo es la “transformación” de los hombres en lo contrahumano, porque funde las individualidades únicas y lo impredecible de la libertad humana en un vaciamiento del ser y de su entidad e identidad, en una abstracción totalitaria y totalizante de pensamiento único y abdicación de la duda. Por tanto, en una verdad única, eterna y dictada. Propia, sí, de las religiones, de los dogmas y de la fe; más no de ciudadanos libres, racionales, distintos entre sí, pero iguales en lo diverso.
En el puerto todo era mixtura de humores y sudores, incluso el propio Augusto había dejado de ser él mismo para convertirse en la adoración de una turba infernal e irracional. No era al individuo al que aclamaban, tampoco importaba lo que dijera ni hiciera; era ya un símbolo; una metáfora de humano, tan vacía de humanidad como la plebe enardecida, inaccesible, revuelta, agitada e hirviente que lo aclamaba por aclamar. Desventura en grito y grito sin ventura, excitación sin destino, movimiento por moverse. Entropía política.
Nuestra realidad desde hace mucho ha sido ésta última: bramido frenético de una masa travestida en pueblo bueno y sabio que solo ve, escucha y sigue en adicción una efervescencia permanente que se ostenta única, pero que es solo un signo de adoración y creencia ciega. A este delirio colectivo le hemos llamado democracia, alternancia, izquierda, transformación, marea, libertad, política, INE. Un nosotros artificial, triunfante, feliz, verdadero, bello, justo, eterno. En campaña permanente, sin olores ni errores, sin aristas ni locuras, sin miseria ni injusticias, sin economías rejegas ni vecinos metiches, sin muertos, en “Dinamarca”, sin desparecidos ni madres buscadoras, sin niños con cáncer necios de medicinas, sin hijos corruptos, sin límites sexenales, sin narcotraficantes abducidos, sin obras que condenan.
Pero sólo es excitación, urgencia y miedo. Miedo a aceptar que jamás hemos sido ciudadanos de este mundo por negarnos a ser únicos y urgidos de los demás; condenados, sin embargo, a gobernarnos a nosotros mismos por nosotros mismos, y no a soñar que nos gobernamos sometiéndonos al vaciamiento total de nuestras libertades y derechos a cambio de adorar a alguien que no es nadie y de creer algo que no existe y de aplaudir nuestro propio suicidio. ¿Cuándo empezaremos a escuchar “es un honor morir por Obrador”?
Para qué queremos invitar a un rey, enamorar a inversionistas extranjeros, tener socios comerciales, encontrar la paz, si somo México ¡chingaos!
Si somos la Cuarta Transformación y ya chingamos.
Semanas después de aquel desembarco murió Virgilio, no sin cuidar antes darle a su magna obra, “La Eneida”, un final no feliz, más sí realista. Tras que Eneas funda en Roma la nueva Troya, evita salvarle la vida a su gran enemigo e “hirviendo en ira le hunde la espada en pleno pecho”. Porque Eneas no buscaba la aclamación del pueblo safio y manipulado, tampoco buscaba penetrar en sus corazas y cegueras de esperanza la estupidez humana, no cantaba a la gloria; gritaba a la realidad. Recordaba quizás aquella triste melodía que hundía su dolorosa verdad en la noche y el océano, porque la vida le había enseñado que nadie puede embarcarse en el horror de la guerra y pretender no mancharse de sus miserias. Virgilio no le cantó al pueblo romano y para efectos prácticos ningún poeta canta al abstracto llamado pueblo. Virgilio cantó a los ciudadanos romanos para que jamás cayeran nuevamente en la guerra civil que en nombre del abstracto llamado pueblo abisma a los hermanos a guerras fratricidas de las que jamás nadie ha sacado las manos sin sangre.
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