PARRESHÍA

De su tierna mano

De su tierna mano

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Su mano jamás arrastró, estimuló; nunca redujo, enriqueció; en absoluto domesticó, abrió puertas y ventanas, destruyó corrales, señaló praderas sin fronteras, guió en lo oscuro de la noche y sostuvo en el más embravecido de los mares.

Hoy, ya viejo —me niego a negar lo evidente y edulcorar la realidad con ñoñerías de un lenguaje pueril: soy viejo, no adulto mayor; el vocablo viejo no denigra, nombra un hecho: la edad—, en fin, hoy, ya viejo, veo las olas y me retrotraen a cuando de la mano de mi madre entré por primera vez a la mar. Ella, en su traje de baño negro con detalles floreados en el pecho, su chongo apretado y negro, y su mano cariñosa e imperturbable; yo, con pasos pequeños e inseguros, y ojos de plato.

Supongo que entonces nos llevaba como en racimo. De un lado, Marcela, mi cuata, del otro yo, pero de nuestras manos seguramente María Emilia y Ana María, que entonces aún faltaban cinco por sumarse a la prole.

Aún siento su mano calma y firme frente al ancho océano que veía rugiente e inmarcesible, y su resaca, que se obstinaba por arrancarme de ella, y su incesante oleaje, que nos mecía como ropa al viento; mano suave y cariñosa, como arrullo; valiente y acogedora, cual vientre materno; invencible y tierna, como solo ella.

Tiempo después mi padre me enseñó a nadar, a enfrentar las olas: “con el pecho si pequeñas, por debajo si grandes; como en política”, decía; a remar parado sobre las tablas en las que cruzábamos de Caleta a la Roqueta, y quien aún hoy, ya difunto, me sigue iluminando mundos infinitos e inéditos.

Pero fue de la mano de mi madre —piadosa y noble— de la que entré al infinito de la vida. Mi padre me dio los instrumentos, conocimientos de navegación, seguridad y destino; pero de mi madre, paradójicamente, mamé el arrojo y la templanza; ella, además de moderación y sobriedad, tenía temple: por más golpes que le dio la vida jamás se quebró.

Era de un ardor apacible y cariñoso, impertérrito, como su chongo; seguro, como su confianza; paciente, como su amor; apacible, como su sonrisa. De su vientre entré a la vida, de su mano a los infinitos y procelosos universos del devenir. De ella aprendí que no se prepara uno a morir, sino que hay que esforzarse por colmar la vida, saciarse en demasía de ella, honrarla sabiéndola vivir y bebiendo con sabiduría todos sus dolores y sinsabores.

Su mano jamás arrastró, estimuló; nunca redujo, enriqueció; en absoluto domesticó, abrió puertas y ventanas, destruyó corrales, señaló praderas sin fronteras, guió en lo oscuro de la noche y sostuvo en el más embravecido de los mares.

Hoy, frente a las olas, encuentro un vacío infinito y me pregunto cuando dejé de adivinar formas en las nubes, soñar con infinitos, esperar sin miedos. Extiendo mi mano a un futuro germinado y encuentro sólo silencio.

Pero entonces rememoro su mano cobriza —morena ya es un vocablo prostituido— y recuerdo precisamente el momento en que suave, como toda ella, soltó la mía para dejarme ser.

Lo demás es consecuencia y mi absoluta responsabilidad.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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