PARRESHÍA

Si tan solo quisiéramos escuchar

Si tan solo quisiéramos escuchar

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Pero para que nuestra escucha hable en nosotros, tenemos que dejar de hablar.

Hablamos ayer de escuchar, el oído es un órgano que no podemos apagar voluntariamente. El niño cierra los ojos a la oscuridad y a sus enigmas, pero no puede cerrar su audición y por ella sigue viendo y escuchando la negrura de sus espantos.

No, no podemos evitar oír, salvo perdiendo ese sentido, pero sí podemos dejar de escuchar. Oímos el parlamento, pero escuchamos nuestros prejuicios sobre quien lo pronuncia. Hoy todo mundo habla o postea y puede que miles o millones lo vean y oigan, pero sólo unos cuantos lo menten y escuchen en su interior. Hay demasiado ruido afuera y adentro de nosotros, los distractores y sus condicionamientos están haciendo perder capacidad de atención y concentración en los niños y adolescentes en tan solo unos instantes; pronto cualquier conocimiento con cierto margen de densidad será inaccesible a la gran mayoría de los humanos

Escuchar, dice Han implica un ejercicio ascético de apertura, y agregaría yo desnudez: un hambre de algo que a ciencia cierta no se sabe, una necesaria confianza en la vida y en el universo, y mucha valentía. Escuchar verdaderamente es abrirnos al exterior.

Se me dirá que lo mismo es ver, y sí, pero los humanos hemos construido un mundo en el que nos sentimos dioses, un mundo que nos impide ver más allá: no vemos la tierra, salvo cuando nos recuerda de su existencia con algún desastre natural, es decir, algo que nos es inherente como parte de una naturaleza, pero a ella no sólo la hemos olvidado, sino destrozado. A diferencia de toda la humanidad previa, hemos iluminado la noche para no ver más el cosmos sideral y nuestra insignificancia frente a él. En otras palabras, vemos lo que queremos ver, cambiamos de perspectiva si no nos gusta lo que miramos y, en el peor de los casos, cerramos los ojos. No en balde se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver. En México ese mal está muy extendido.

Más regresemos al ascetismo. Escuchar implica abrirnos, una especia de bajar la guardia, de domar al sujeto, Heidegger habla de “la retirada del ser” y de acogerse a lo sensible, es decir -no sé si metafórica u orgánicamente- encarnar el sentido (oír) en el aquí y el ahora. Encarnar en tanto vivenciar orgánicamente lo que nuestra escucha habla en nosotros.

Pero para que nuestra escucha hable en nosotros, tenemos que dejar de hablar. Es decir, abismarnos al silencio, a lo desconocido, “padecer”, dice Lyotard, sufrir la desnuda presencia que “ejerce una fascinante amenaza sobre el pensamiento”. El misterio del acontecimiento radica en que se padece, una “pasión”, donde el siempre hablante en mí se convierte en oyente. Pero, adelanta Lyotard, el sujeto no muere, al contrario, se hace uno con lo que sucede: el acontecimiento interrumpe el narcisismo de hablar escuchándose uno mismo y abre su interioridad y esa apertura se padece como violenta, de allí su sorpresa y pasmo: algo que nos tira del caballo como a Paulo.

Lo que hace al acontecimiento es su irrupción, su violenta entrada, su pasión. Infinitas oportunidades de acontecimientos pueblan nuestra diaria existencia, pero sólo algunas irrumpen en nosotros.

Y aquí Platón y Nietzsche se dan la mano, porque para ellos, por sobre la verdad está la belleza; el acontecimiento no irrumpe en nuestra mente, en nuestro pensamiento, irrumpe en todo nuestro organismo en forma de sentimiento fugaz, como cuando algo, sin saber por qué, nos pone la piel de gallina o nos emociona hasta las lágrimas, el acontecimiento toca fibras sensibles en el organismo humano y éste responde misteriosamente a él en una comunicación que desconocemos y solemos aducir a algo metafísico, no obstante que físicamente lo estemos experimentando. El acontecimiento irrumpe en nosotros despertándonos del letargo de una vida sin sentido, quizás mostrándonos vetas de sentir y comunicar que no hemos sabido o no hemos querido explorar.

Por el acontecimiento nuestro ser más incomunicable es tocado por algo fuera de nosotros y más que verdadero o justo, es bello y paradójicamente incomunicable, ese es la más pesada carga del artista, tratar de expresar en su arte la incomunicabilidad del acontecimiento, no como una idea, sino como una emoción, que no comunica seres ideales o abstracciones, sino emociones que expresan en nosotros, a través de nuestros sentidos, al universo, y que, endiosados, nos negamos a escuchar.

Ayer hablábamos de enseñar al gobierno a escuchar, pero que Sheinbaum y sus Hunos son incapaces de hacerlo porque para ellos la historia terminó cuando llegaron al poder, todo en el universo, desde su surgimiento, fue para que la 4T se hiciera del control político absoluto y autoritario de un Estado en crisis y agónico. Ellos, a su entender, son todo y lo serán por siempre, de allí que resulte inútil pedirles que vean y menos que escuchen.

Pero ¿y nosotros?

¿Escucho o me escucho?

¿Estamos dispuesto a escuchar, o sólo a pontificar y criticar?

¿Somos capaces de callar? ¿De escuchar? ¿De sentir lo que escuchamos?

El planeta sobre el que vivimos cruje por nuestros excesos y soberbias, las sociedades que hemos construido con ignaras, injustas, explotadas, manipuladas y, ahora parece, desechables; la economía se ha independizado del hombre, tiene vida propia y ya no es un instrumento humano, la humanidad es instrumento de ella. En esto de la instrumentación humana la tecnología ya rebasó a la economía, y nos adentramos a un mundo tecnológico controlado por unos cuantos, sin regulación ni salvaguarda alguna, mientras la humanidad entera se distrae por los Noroñas y Ávilas de cada nación y locura. El populismo no es una enfermedad curable, es posiblemente la expresión más clara de una putrefacción global y terminal.

Claudia no va a escuchar y lo sabemos, pero ¿nosotros?

Y no hablo de escuchar a los mismos de siempre, desde hace cincuenta años los hemos escuchado, más algunos de sus mismas escuelas que se les han sumado sin aportar, quizás, más que un lenguaje más vulgar y un análisis más soez. Hablo de escuchar a los que nunca han hablado, empezando por la naturaleza y terminado por el cosmos. En medio de ello, una especie cuya existencia en la escala de lo infinito es de apenas un instante, osa creerse la razón única del universo y entre sus diversas expresiones, en un pequeño espacio de esa mota en el cosmos de galaxias, un delirante y su secta se creen el ombligo de la eternidad, la sociedad que los sufre está ensimismada, como el niño en la noche, en su oscuridad y enigmas. ¡pobres, si tan sólo escucharan!

Feliz navidad.

PS. El obradorato está seguro de su eternidad donde lo inesperado no puede existir y por tanto no lo escucha aunque retumbe por todo el cosmos.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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