RAÍCES DE MANGLAR

Orfandad de los árboles

Orfandad de los árboles

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Hay raíces de verdades violentas, infértiles.

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos "solos entre los demás". Para explicarlo hace un triste pero bello símil con los árboles. Según el escritor, los árboles nunca se encuentran de verdad pues sus troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad en sus relaciones. Las personas somos como árboles: siempre estamos solos. Nuestras relaciones son esas ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y de escalofriantes siluetas, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

La vida en pareja puede ser así. Disfrutamos de las flores y de las hojas, vemos los frutos crecer, pero también nos latigueamos con nuestras ramas cuando el otoño y los vendavales así lo disponen. Somos seres abandonados a fuerzas inexplicables (el amor, el deseo, la muerte) desde que somos semilla o fruta.

Así lo deja ver Cortázar. Lo que no explica es que los árboles son más que troncos y ramas; también son raíces. Sí, somos solitarios árboles, pero a diferencia del autor de Rayuela, yo creo que hay momentos, puntuales y efímeros, en los que nos tocamos y reconocemos de verdad: cuando nos enraizamos.

Pero enraizarse no significa prosperar en todos los casos, pues hay raíces de verdades violentas, infértiles. Raíces como las de las plantas alelopáticas, que exudan toxinas para evitar ser invadidas. Ya sea un ataque repentino o con plena facultad de protección, estas raíces devienen en aislamiento, un territorio terriblemente seguro y vacío. Exaltadas de sí mismas, el destino les preparó una arma/trampa biológica muy parecida al de algunas gentes. En el insulto y la repelencia se hallan, paradójicamente sin estar, sin encontrarse.

Todo lo contrario a las alelopáticas son las secuoyas, ejemplo de cuidado que rayan en la abnegación. Estos árboles inmensos, de los seres vivos más altos que hayan existido, comparten nutrientes a través de sus raíces. Se les puede ver como fortalezas surrealistas, que causan envidia e insignificancia a quien se le compare.

Pero el amor de estos árboles, desigual como se sabe, beneficia más a uno u otro. La misma naturaleza confirma la urgencia del amor y, sin necesidad de desplantes parasitarios, tarde o temprano la secuoya que menos ofrece deja atrás a quien desinteresadamente le quiso hasta el paroxismo. Injusticia le llaman unos, lección de vida le dicen otros. Unos cuantos saben que esto es un devenir, empezando por las mismas secuoyas, porque en su longevidad abarcan la sabiduría de la tierra.

Hay también a quienes el bosque y sus designios no le bastan para liquidar sus recuerdos. Son los árboles de manglar, cuyas vicisitudes los obligan a enraizarse para quedar firmes en suelo fangoso. Sólo juntos permanecen de pie. Gracias a su amor y a sus raíces soportan marea y tempestad.

El manglar es un ecosistema de apariencia apacible, pero cuya rutina acuosa es metáfora acertadísima del hastío. Cualquier criatura que ronde su espacio debe permanecer alerta o corre el riesgo de ahogarse. Los árboles que dibujan su paisaje son el símil que necesitamos para entender por qué la unión es la fuerza. Aquellas relaciones que sobreviven en este ambiente entienden de contradicción y duda. Eso les evita el desarraigo.

Y puede que todos estos árboles, que estas gentes sean entes torcidos y sólo así se pueda comprender su contacto, ya sea por el roce o la vesania y entonces puede que Cortázar se equivoque. Que las relaciones y los árboles no son lo que intuimos y que la farsa es el tronco que crece paralelo, las ramas que apenas se tocan, la rugosa corteza. Que el amor está en aquello que sólo aspiramos a sospechar, nuestra orfandad esencialista. Nuestras raíces de manglar.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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