RAÍCES DE MANGLAR

El vértigo y el calor

El vértigo y el calor

Foto Copyright: lfmopinion.com

Culebrón público en Metro Pantitlán

Toma a su esposa entre los brazos y con un movimiento engañosamente lento, sin levantar la mirada hacia toda la gente que los observa, le propina tres, cuatro puñetazos, en la cabeza, en la frente, donde caigan. Los mirones se arremolinan contra el agresor y entre cinco, todos hombres, le propinan una paliza. Es difícil saber qué motiva a esta gente porque algunos no parecen indignados, sólo furiosos. Es como si se dejaran llevar por el vértigo y el calor. A uno de ellos se le estiran largos hilos de saliva entre las comisuras: "¡A las mujeres se les respeta! ¡Hijo de tu puta madre!", dice sin cesar sus puntapiés.

Héctor Toledano Cíprez, supervisor de la Línea 9 del Metro, sólo alcanza a cubrirse la cabeza. Parece un muñeco de trapo. Personal policial de la estación Pantitlán entra al quite. Con ayuda de algunos civiles logran separarlo de sus atacantes. Héctor yace trémulo, encogido en una orilla. El oficial J. A. Pérez vocea por su radio comunicador: "Tenemos un X2-Z2-Z4". Daifa Norma Martínez, mujer de aproximadamente 40 años, mira con angustia a su marido. Pese a los golpes que recibió pide que se fijen si él está bien. Después de 20 minutos llegan más policías con una camilla y con cuidado lo meten a la estación, esperando una ambulancia que tarda el doble. De los golpeadores no hay rastro.

A unos metros del lugar, un vendedor ambulante mira con asombro la escena. Su nombre es Arturo Gómez, pero ahí le dicen "El chiquillo". Testigo de casi todo el alboroto, Arturo cuenta que Daifa encontró in fraganti a su marido con su amante. Llevaba tres fotos impresas que no hicieron falta para comprobar sus sospechas. Montserrat González Henestrosa, la supuesta tercera, se enfrentó por cerca de 10 minutos a su rival. En la entrada de la estación que conduce a la Línea A, lograron convocar con sus gritos a una multitud curiosa. Algunos observaban silenciosos, otros sin ocultar su desparpajo gritaban "¡Ya pégale!", mientras grababan la escena.

Pasan los minutos y las preguntas surgen. ¿Por qué tardó tanto la policía en proceder? ¿Por qué la ciudadanía sólo respondió hasta que Héctor golpeó a Daifa y no antes? El oficial Pérez ofrece sus razones: "Es nuestro superior y nos pidió no intervenir". Por su parte, Daria asegura que, aunque quería pegarle, se contuvo. Que lo más que hizo fue mojarlo con un termo amarillo que llevaba: "Fue cuando me agarró". Arturo, el vendedor, dice lo contrario: "La señora primero se trenzó con la amante. Las separaron los polis y luego siguió con su marido, hasta que lo cansó".Bajo el contexto de violencia doméstica y de género sorprende la declaración del vendedor, quien se posiciona a favor del marido: "Pinche vieja loca. Ahora sí bien sedita, pero la hubieras visto antes. Y dale y dale con la otra puta. No, si a mi me hacen un pancho así en la calle yo no la pienso".

El ambiente cambia drásticamente. Es casi medianoche y lo que hace una hora era un gentío (casi una docena de policías, algunos vendedores informales y más de treinta curiosos), ahora luce solitario. Tanto Montserrat como los cinco golpeadores desaparecieron casi en el acto. Sólo quedan la esposa, tres oficiales que la rodean y una ambulancia que chilla cercana. Daifa luce más preocupada que triste. En sus manos lleva las tres fotos arrugadas: "Tengo miedo de mi esposo. Más porque tiene influencias", dice y agacha la cabeza. Por la radio, J. A. Pérez avisa a sus superiores: "Ya pasó media hora. No puedo seguir reteniendo a la señora". Espera unos momentos. Le responde una voz de hombre que le indica liberarla. La mujer se aleja lenta, cansada, calculando cada paso. Se va sobando los brazos mientras se pierde en las oscuras calles de Iztacalco.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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