Bautizo de muerte
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La muerte huele y abrasa.
No hablo de la muerte de funeraria, entre flores, afeites y café. Me refiere a la muerte en vivo: ensangrentada, impúdica, putrefacta. La que quema la nariz, la que arde en los ojos, la que quiebra rodillas, la que carboniza la sangre y vacía el estómago.
La muerte vil y despiadada. Sin filtros, sin rodeos, sin cuartel. Desnuda, reventada, negra, fría, desalmada.
Esa fue la muerte que enfrentaron nuestros jóvenes la semana pasada. Muerte que se apoderó de la ciudad y de México, que nos cubrió con su gélido manto, nos secuestró en su obscuridad, se apoderó de nuestro cardio y desde entonces juega con nuestras emociones.
Allí está, en nosotros, en nuestra piel, en nuestras noches, en nuestro pasmo.
Qué difícil paso el de nuestros jóvenes, del Xbox al abismo; a los cadáveres brotando de entre los escombros, a los sobrevivientes bajo las lozas, a los desamparados tras la devastación. Del Xbox a vivir con la muerte a cuestas.
Me niego a hablar de siniestrados y damnificados, cual discurso oficial: hermanos todos en la perdida y el dolor, en la desesperación y rabia, en la impotencia y abatimiento. Hermanos en la muerte.
Dura manera de hacerse cargo de este México en ruinas que les dejamos. Ruinas físicas, pero también morales, políticas y económicas.
Varias cosas acompañan a este bautizo de muerte de nuestros jóvenes. La diferencia brutal entre autoridad y poder. Generalmente debieran de ir juntas, pero hoy su divorcio es absoluto. El poder hic et nuc carece de autoridad; uno es la fuerza que somete, la otra es la virtud que se reconoce y sigue. Ni duda cabe que el gobierno tiene el poder, pero hace mucho que carece de autoridad.
Especial mención merecen nuestros soldados y marinos, así como nuestros institutos armados. No en balde siempre han sido reconocidos como el pueblo uniformado. Así se les ve, así se les siente. Más cercanos y solidarios que nunca.
¡Qué diferencia con nuestros legisladores y partidos!
Y de otros que con presencia física y mediática permanente, se antojan tan ajenos, distantes, fríos, falsos.
Difícil para nuestra juventud que surge a un México donde el pueblo lo único que pide es que su dadiva no la maneje el gobierno.
Ningún plebiscito podría ser más contundente. No se requiere siquiera recabar firmas. La sentencia es inapelable, el pueblo ha dejado de confiar en su gobierno, prefiere dar sus aportaciones a desconocidos, quizás a verdaderas mafias, antes que entregarlas al gobierno.
Y no hay manera de interceder por él. Se lo ha ganado a pulso.
¿Podremos algún día revertir esta desconfianza?
¿Cómo votará ésta en unos meses?
¿Hay quién se salve de ella?
Tal es el México que dejamos a nuestros jóvenes que emergen a la vida pública en momentos tan dolorosos y esperanzadores. Inmersos en la muerte, pugnando por la vida, urgidos de una organización social y política más justa, más igualitaria, más de ellos.
Bautizo de muerte y vida.
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