Monstruos
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Los monstruos, los monstruos auténticos son de sexo masculino. Así se sentía Bruno: una criatura abominable hasta la ignominia. Vencido por sus defectos, pero sin la convicción de los valerosos y ciertamente hermosos Heracles y Teseo. Dueño de una joroba, marcas de acné, rasgos torvos y poco amor, apenas gramos. Los verdaderos monstruos son machos. Cualquier intento femenino por usurparlos termina en hermosos cantos que atraen a los marineros o en decapitaciones de donde nacen pegasos.
La fealdad era un colmo en aquel hombre cuarentón, arisco, a veces cínico. Su carácter no le ayudaba. Usualmente, obviaba su condición, pero cuando veía a alguna mujer atractiva lo embargaba la frustración de quien no asimila las causas perdidas. Entonces su excitación sucumbía al odio, a la misoginia: "Todas son putas, todas tienen precio", pensaba cada vez que lo ignoraban. Pero cuando alguna osada le mantenía la mirada más de dos segundos, sentía vergüenza de todo: de sus pensamientos, de su cara, de su vida. Era la contradicción andante. En su casa la vida le cobraba a plazos:
—¿Por qué tan tarde? —dijo Jazmín, su esposa, con mirada expectante, asomando sospechas.
Era algo que Bruno no toleraba. Pese a entender su juego, le costaba mucho seguir el rol y no tardaba en aflojar sus defensas. Con una risa nerviosa, como temiendo mostrar la evidencia de crímenes aún por cometer, se delataba en una angustia risueña y sólo la repentina revelación de su inocencia lo hacía volver al encuentro.
—¿Cuál tarde? Si me pasé nada más por diez minutos —respondió con un estrépito tambaleante que no hizo sino aumentar las sospechas de Jazmín.
—Siempre dices que son diez o quince minutos —le reclamó altiva —¿O me vas a decir que no?
—Siempre es lo mismo. ¿A poco me esperas? ¿No te aburre que una vez viéndome vuelves a lo tuyo y ni tú ni yo nos volvemos a ver así, como ahorita, tan cerca?
—Eso has de sentir tú que quien sabe de dónde vengas —replicó Jazmín, sintiendo un poco de vergüenza por su transparencia.
Era la escena habitual. El boceto del hogar ideal. Después de 15 años de vida común ambos se habían aprendido el guion al dedillo. Era más fácil continuar por ese desengaño que empezar de nuevo. Bruno no le era infiel, jamás pudo. Lo intentó algunas veces, como para comprobar que podía atraer a otras hacia la trampa que le tendió a su esposa, pero su suerte no se repitió. Cuando comenzó a trabajar en el despacho sus oportunidades de socializar se perdieron. Jazmín sabía que Bruno no la engañaba. Conocía la rutina de su marido, pero disfrutaba exasperarlo.
Quizá el peor defecto de Bruno es que se casó con ganas de sentirse amado, pero con poco amor para dar. Jazmín poseía la mirada de quien no halla en el espejo al ser infinito, al vasto carnaval de ambiciones y "ganas de". No. Tenía poco que perder cuando acepto a Bruno o al menos eso sentía cada vez que miraba al piso para no ver el rostro lacerado del entonces muchacho.
Después se dio cuenta que esas cicatrices le parecían menos desagradables que los surcos en el piso de cemento de sus papás. Además, el caminar acompasado de Bruno parecía dejar un rastro de ternura que quiso aprovechar para sacar lo mejor de él: Se equivocó. Para Bruno pesaron más los años de indiferencia y rechazo y reconoció en Jazmín al chivo expiatorio para su amor torcido.
Su vida de casados es un cono absurdo cuya época feliz fue la punta pequeña. Lo demás se fue llenando de mugre, reclamos e insultos. Un papel tapiz que carcomido dejaba ver la triste pared de ladrillos que es la unión de dos seres que sin conocerse se envalentonan por sus carencias.
—Debería ponerte el cuerno para que me reclames en serio —le decía él.
—Atrévete y me largo. Ya te dije que si estoy contigo es porque no tengo nada mejor que hacer, pero yo sé que una vez afuera güeyes no me van a hacer falta. El feo eres tú.
—¡Pinche puta! Ya lo digo yo. Todas son iguales. Lárgate, que me harías un favor.
—El favor te lo haces tú solo, pinche cacarizo jodido.
Por supuesto, la idea de ser abandonado lo satisfacía efímeramente. Se le pasaba el enojo y aquel bulto colérico se reducía. Lo paralizaba la soledad. Sus traumas afloraban en reproches inútiles. Como no le funcionaran recurría a las disculpas baratas. Jazmín, ya sea por piedad o por aburrimiento, siempre terminaba por aceptar.
Detestaba pensar que en él había desperdiciado sus mejores años. Jazmín no tenía los mismos traumas que su marido. A ella la transfiguró el tedio de su vida como hija única, las ganas de salir corriendo y liberarse. Era una mujer guapa, cuya figura no se vio afectada por embarazos u otros padecimientos. Por lo mismo era comidilla de sus vecinas menos agraciadas. En su ambiente de ama de casa nunca le faltó la atención masculina, muy por el contrario, disfrutaba de los piropos y halagos que le rendían sus vecinos y conocidos, pero le era suficiente la envidia de sus homólogas. Al igual que Bruno jamás encontró el momento o no tuvo la convicción de atreverse a algo más.
Obviamente esto no impidió las maledicencias. A él los rumores le terminaron por pudrir el semblante. Jamás pudo encontrar pruebas en contra de Jazmín, pero su fealdad propia le convencía. Lo sentía predestinado. Las cualidades masculinas deben distribuirse con elegancia y precisión, de lo contrario, la acumulación exagerada vuelve a los hombres seres grotescos, defectuosos; como artesanías fallidas por churriguerescas. Así se percibía Bruno, un tipo tan varonil que resultaba execrable: oxímoron odioso.
La actitud de ella tampoco ayudaba. En lugar de negar con sapiencia las acusaciones, las ocupaba para despertar en su marido la más profunda humillación. Sabía lo que a él lo carcomía y sacaba ventaja de aquella falta de amor propio:
—Ya ves. Yo te respeto y aun así tú no me valoras. Cuando me casé contigo no lo hice porque estuvieras guapo, sino porque pensaba que me ibas a dar una buena vida y ni una cosa ni la otra. De haber sabido... ¿Te acuerdas de Héctor? Claro que te acuerdas. Echó su casa de tres pisos y tú apenas y te alcanza para la renta. Sus hijos siempre bien vestidos y ve a su esposa. Y yo siempre toda garroza. Me da vergüenza salir a la calle… Los vecinos ya se van otra vez de vacaciones y yo ni a la esquina… Me dan envidia… Me da coraje… Cuánta razón la de mi papá… Qué bueno que no tuvimos hijos. Imagínate…
Ambos llegaban a extremos dolorosos y terribles. Lo peor fueron las agresiones físicas. El episodio más incomprensible para ambos terminó con ella abofeteada en casa de sus padres y él con un planchazo en la cabeza. Incomprensible porque no encontraron los pretextos vulgares como el "qué dirán" o el chantaje de los hijos y aun así, después de un par de meses de jaleo, decidieron continuar. La violencia se redujo, pero era como si se hubiesen declarado una guerra silenciosa para ver quién de los dos resultaba más lastimado.
Gran parte de esa ira venía de lo económico. Bruno no cumplió con las promesas de construir un lugar propio. Sus trabajos de auxiliar contable apenas alcanzaban a cubrir la renta de aquel departamentito en la colonia Portales. Era un monstruo patético, sin laberinto. Las cantinas no le causaban sosiego, pero le servían de distracción para su incomodidad doméstica porque se sentía un intruso en aquella casa.
Intuía bien. Desde hace algún tiempo que su esposa había tornado su amor en rutina, su preocupación en desgano. Claro que hubo días en que mantenerse arreglada y limpia para él era una misión recompensante, pero la rutina trajo indiferencia, a lo mucho aguas quietas. De pronto era cada vez más pesado verlo llegar y sentir cómo ese territorio enteramente de ella mutaba con el arribo del invasor, al que debía amar de diez a ocho.
El par de horas que precedían a su llegada eran las peores: la embargaba un terrible sentido de la obligación, como una animal que saboreando la rumia pierde de golpe el apetito. No es que no hubiera calma, pero sus buenos ratos tardaban mucho en cristalizar. Era siempre de esa forma, todo miel y panal de abejas. A ella el reproche le sabía tan bien, sin importarle el rastro del cincel.
Bruno no va a dejar a Jazmín. Ella no se va a ir, ni lo va a cambiar por el primero que se le cruce. Ambos podrían, pero los ata una mala vida. De esas cosas que muchos afortunadamente no entienden, pero que están ahí, como enfermedades ancestrales. El guion al dedillo: por la mañana ella le preguntará cómo quiere sus huevos o si va a necesitar que le planche ropa. Él le contestará con la cabeza agachada, fingiendo que ve los surcos en el piso, "revueltos porque se me hizo tarde. Ya le hace falta una resanada a este piso". Ambos almorzarán en silencio.
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