POLÍTICA

La profundidad por puerto

La profundidad por puerto

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El 16 no anuncia un buen 18 para nadie. Quien lea lo contrario se equivoca.

En elecciones en las que priva el voto de castigo se sabe quien pierde, pero es imposible determinar si alguien realmente gana: no se vota por una opción, sino contra una realidad que a todos imbrica.

El PAN echa campanas al vuelo por cinco gobiernos estatales que le cayeron de rebote, cual balas perdidas.

Ricardo Anaya está de fiesta pero no puede llamarse triunfador ni en racha; sus laureles son tan fortuitos como volátiles e impersonales. No son hijos del esfuerzo, son accidentes de una desventura democrática generalizada. Los ganadores en esta tómbola tienen de panistas lo que AMLO de demócrata y comparten, si no que exceden, mañas y vicios con sus odiados antecesores.

Duarte en Veracruz es una aberración sin par, pero Yunes es una fichita de la que pronto habrán de renegar los hoy festejadores panistas.
Ni duda cabe que el gran perdedor es el PRI, pero su perdida es el espejo de Tezcatlipoca en el que deben verse todos los partidos, todos lo políticos y propio el sistema político.

El Titanic de nuestra democracia se hunde en un profundo y negro desencanto: Ricardo Anaya festeja haber ganado en el Bingo, ¡Enhorabuena!; Basave confunde existir con los clavos azules del ataúd perredista, ¡Albricias!; López Obrador dinamita el casco para salvarlo, ¡cáspita!; el PRI festina que los Murat encabecen la procesión al averno, ¡sin palabras!.

El voto ciudadano expresa desencanto y furia, hartazgo y decepción; pretender sacar de él medallitas y presumirlas como propias y meritorias habla de una ceguera, tan mezquina como soberbia, propia de nuestra crisis política.

La abulia ciudadana ante la pantomima Constituyente no admite taxativa. El vacío ciudadano pretende justificarse con omisiones del INE o falta de tiempo de los partidos para promover su aquelarre; cuando el silencio ciudadano no puede ser más expresivo, rotundo y contundente.

Así como Anaya se encandila por un triunfo que no lo es y los aspirantes a Padres Fundadores se obstinan en soliloquios ante el mutismo ciudadano, el priismo se decanta en expiar en Manlio todos sus males. Difícilmente pudiera esperarse conducta diferente: la autocrítica fue lo primero que extravió el otrora invencible, con ella la objetividad en sus razonamientos y la solidaridad en el infortunio. Creen que pueden exorcizar sus males por endoso. Manlio, como diría el clásico, es responsable del timón, no de la tormenta.

La aurora del nuevo PRI devino en profunda noche; su futuro promisorio en punzante presente; su ostentada experiencia en amargo desencanto; la seguridad, honestidad y punibilidad prometidas en afrentoso engaño. En muchos casos, la historia de estas elecciones se escribió hace doce o seis años, cuando el PRI optó por la inexperiencia y la impostura en sus gobernadores. Manlio no puso a Duartes, Medinas ni Borges; no tiene a su cargo las variables económicas, tampoco las decisiones en seguridad, transparencia y comunicación. La procuración de justicia y combate a la corrupción no son de su competencia. En la mayoría de los casos, ni siquiera pudo meter las manos en la designación de candidatos, diseño de campañas y manejo de recursos. El batidillo de la agenda legislativa tampoco cae dentro de su tramo de control. Como sea, le corresponde cargar con los platos rotos. Que ello sea así, no libera al PRI de su mal fario. Aumentarlo haciendo de su Presidente leña de árbol caído no habrá de cohesionar lazos que se aprecian de tiempo atrás desmembrados, cuando no gangrenados.

Ahora bien, si Manlio no es culpable de un PRI y un gobierno que obstinan en ahondar sus vicios, sí lo es de creer poder ganar con ellos y a pesar de ellos, y con sus personeros. Por su lado, quienes hoy lo queman en leña verde avanzan, sin saberlo, en la misma fila antropófaga.

El 16 no anuncia un buen 18 para nadie. Quien lea lo contrario se equivoca.

El barco se hunde. Poco importa en qué cubierta se viaja cuando se tiene la profundidad por puerto.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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