Inventar la humanidad
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Tras la muerte absurda y criminal de los caídos en París, nuestra principal preocupación deben ser la racionalidad, las libertades, la justicia y la democracia en el mundo.
París debe ser el espejo que desentierre, refleje y proyecte las muertes -igual de criminales, irracionales y salvajes- que le preceden, contextualizan y explican.
Ante todo, debemos evitar el "nacionalismo tribal" que, a decir de Arendt, aprecia "un mundo de enemigos" y "niega teóricamente la simple posibilidad de una humanidad común, largo tiempo antes de ser empleado para destruir la humanidad del hombre".
En palabras de Bauman, "en un planeta percibido como hostil, insidioso y taimado (…) la defensa de la libertad se ha convertido en una tarea global".
Los Estados-Nación están rebasados en sus capacidades instrumentales para enfrentar problemas globales.
Todos los lamentables acontecimientos de sangre, no sólo los de París, se suceden desde hace muchos años en un contexto global de "inseguridad, pérdida del sustento, precariedad de la existencia, negación de la dignidad y cancelación de expectativas de vida", que se expresa ominosamente en desigualdad, injusticia, migración, exclusión, desperdicio y desecho social. No podemos seguir mintiéndonos: la principal industria moderna es la de desechos humanos.
Todo ello, sumado al fracaso de las geografías políticas impuestas en el medio oriente por el imperialismo decadente de principios del XX sin ponderar las condiciones sociales e históricas de los pueblos así heterodeterminados, así como la sucesión de guerras por el control de la zona y sus recursos petroleros, parecieran ponernos frente a una "guerra de civilizaciones". Nada, además, más propicio para la voracidad mortífera de la maquinaria económica global de guerra.
No debemos permitir que esto prevalezca.
Debemos perseverar en los avances civilizatorios de la humanidad en su conjunto. El peor riesgo que enfrentamos es dejarnos convencer que la democracia, las libertades, el derecho a la privacidad, los derechos a la información y la rendición de cuentas son enemigos de nuestra seguridad.
La lucha por la seguridad no puede ni debe orientarse por la vía de conculcar libertades y derechos.
Repetimos, la defensa de las libertades y derechos no puede circunscribirse a los Estados-Nación que aún se piensen eficaces dentro de sus fronteras, sino que debe ser una asignatura global. Pensar que uno o algunos Estados puedan, circunscritos a sus territorios, preservar una realidad de libertades, democracia y justicia, ajenos y de espaldas a un planeta sumergido en la hecatombe, es demencial. Ya lo dijo Habermas: "Un Estado-Nación no va a recuperar su antigua fuerza guareciéndose en su concha".
El mundo debe abandonar el paradigma hobbesiano del bellum omnium contra omnes y apostar por la paz perpetua de Kant; paz como deber y como fin de la unificación universal de la humanidad.
Europa en esto carga una triple responsabilidad. No sólo la de verse nuevamente ensangrentada en su suelo y tener que reinventarse en una sociedad pluriétnica, pluricultural, tolerante y pacífica; sino que, como sostiene Bauman, obligada a que así como en su momento inventó las naciones, le corresponde ahora inventar la humanidad.
Este esfuerzo no devendrá de Estados Unidos, perdido como está en sus paranoias autogeneradas y en su dinámica, también autoimpulsada, de reafirmarse una y otra vez como potencia imperial en el espejo desquebrajado del mundo. Tampoco será obra de alianzas y negocios bélicos. Sólo puede ser encabezado por un conglomerado supraestatal y supranacional. Por ello Europa es, tanto para los fundamentalismos religiosos como para los poderes globalizados, el primer valladar a destruir. No lo debemos permitir.
Es Europa, en su búsqueda y aventura sin fin, quien puede iluminar el camino de un mundo de Estados y Naciones en desencuentro, a otro de abrazo humano y humanitario. Y es Francia a quien le corresponde en esta oscura hora recuperar la fraternidad como eje de su política exterior, en vez del atrincheramiento local.
La única manera de hacerlo es rehusar tajantemente el expediente de la fuerza.
Fuerza y soberbia son uno y lo mismo, y han demostrado hasta el hartazgo su incapacidad para leer al mundo y reinventarlo.
Lo que hoy despierta nuestra más profunda indignación no responde a generación espontánea ni es el inicio de algo nuevo y desconocido; es producto de políticas de exclusión, injusticia, depredación y fuerza que a lo largo de la historia han mostrado su incapacidad e ineficacia.
No son sociedades aisladas y remotas las que aquí están en riesgo, es la humanidad en su conjunto y su hogar en esta tierra.
No es la sabiduría de los mercados, los rendimientos de los índices macroeconómicos, el control del petróleo, la dominación de pueblos, territorios y recursos, o bien la religión verdadera y excluyente, cuanto la razón de ser del hombre en tanto especie en el universo.
No es la seguridad de quienes la pueden pagar o el negocio de la guerra, cuanto que no hay mayor seguridad que el interés común de la humanidad sin distinción cualesquiera y sin necesidad de un policía global.
De nosotros depende si regresamos a totalitarismos en sus nuevas versiones de mercado y religión, o convertimos desencuentro en humanidad, fuerza en solidaridad y convivencia en justicia.
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