POLÍTICA

Privatizar mexicano

Privatizar mexicano

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El imperativo no es que crezca la economía per se, ni que otros contados mexicanos ingresen al top ten de Forbes, sino que la mayoría de los mexicanos mejoren su calidad de vida y expectativas de futuro

Per se, la privatización no es mala.

Pero en México su estigmatización no es gratuita y sí -social, política y económicamente- justificada.

Nuestras privatizaciones, por decir lo menos, no han redituado en paraíso alguno, y los infiernos de Dante son un jardín de niños a su lado.

La privatización del sistema bancario a manos de casabolseros especuladores, ajenos al mundo fiduciario, devino en pocos años en salvamento de su quiebra por excesos, voracidades y corruptelas; salvamento que aún pagamos los mexicanos.

La privatización bancaria "rescatada", terminó, en un segundo momento, en extranjerización. Hoy no tenemos una banca nacional cuyas decisiones se tomen en México por mexicanos y pensando en el País. En México la banca no cumple funciones fiduciarias que impulsen el desarrollo, no presta a sus ahorradores, ni confía en ellos. Tampoco éstos confían en su banca. Presta, sí, a los grandes empresarios, socios del capital extranjero que controla los bancos otrora mexicanos, pero no al pequeño y mediano ahorrador. Por si ello fuera poco, pagamos las comisiones bancarias más caras del mundo. Sin duda el sistema bancario se ha modernizado, pero ni es mexicano, ni ve por México, ni sirve al desarrollo del País. Eso sí, sus servicios son muy onerosos.

La privatización telefónica terminó en monopolio privado y la fortuna personal más grande del mundo en una sociedad mayoritariamente depauperada. En esta privatización se sufren por igual las tarifas más altas del orbe.

La privatización de las redes carreteras no terminaba de instrumentarse cuando el Estado tuvo que acudir a su rescate. Los bancos rescatados fueron, además, también rescatados en el negocio fiduciario carretero que apalancaron.

La privatización de los ferrocarriles no ha traído el auge comercial y económico prometido y, entre otros costos, se tradujo en la destrucción de las carreteras nacionales, al autorizar Zedillo a los transportistas camioneros, a cambio de que no le estorbasen a su privatización ferroviaria, aumentar el tonelaje por eje de camión por arriba de los estándares internacionales y las especificaciones de peso con que fueron construidas nuestras carreteras. Por cierto, Zedillo fue también el padre del rescate bancario y carretero.

La privatización embozada de ejidos –vía especuladores reciclados en ejidatarios de papel-, nos tiene más cerca de los estertores del porfirismo que del mundo globalizado.

Las privatizaciones de los sistemas de agua, basura y otros servicios públicos tampoco han redituado en mejores servicios, precios y empleos. La mayoría de los municipios están quebrados por concesiones contratadas en deuda pública, en las que siempre campean funcionarios y empresarios corruptos.

Todas las privatizaciones, no solo las municipales, han sido tejidas en telarañas de océanos de corrupción. Comaladas de fortunas y nuevos ricos provenientes de gobiernos privatizadores narran su historia.

La democracia también fue privatizada al monopolio tripartidista encaramado en Pacto y prerrogativas públicas.

La privatización, per se, pues, no es mala; pero las privatizaciones en México sí lo han sido.

Nuestro crecimiento económico requiere de inversión y tecnología, y ello del concurso del capital privado nacional y extranjero. Pero el desarrollo y bienestar de los mexicanos demanda, primigeniamente, de justicia social, compasión y honestidad.

Abrir la puerta al capital privado en sectores estratégicos de nuestra economía no es condición suficiente. Menester es garantizar que sus beneficios se socialicen.

El imperativo no es que crezca la economía per se, ni que otros contados mexicanos ingresen al top ten de Forbes, sino que la mayoría de los mexicanos mejoren su calidad de vida y expectativas de futuro.

Finalmente, reconozcamos que la nacionalización del petróleo devino en cualesquier tipo de corrupción, pero no en bienestar, progreso y justicia. Si no, no estaríamos como estamos.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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