POLÍTICA

Con la ilegalidad no se juega

Con la ilegalidad no se juega

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Por y para eso es que el gobernante tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Para conservar a la sociedad constituida

A las constituciones hay que conservarlas. Lo sabemos desde Aristóteles.

Hay que conservarlas, porque son perecederas. En palabras del Estagirita: son destructibles.

"De nada hay que cuidar con tanto celo como de que no se contravenga en nada a la ley, y muy especialmente atender a las infracciones más leves, porque la transgresión de la ley se desliza insensiblemente, pero produce el mismo efecto de esos pequeños gastos que, repetidos con frecuencia, acaban por consumir el patrimonio."

Las transgresiones a la ley se deslizan insensiblemente, hasta que son atroces y ya no queda más ley que la del transgresor.

Hay que atender especialmente las infracciones más leves, porque cuando dejan de serlo son incontrolables y de altísimo costo social y político.

El tamaño de la infracción no es óbice para destruir a la sociedad organizada. Es un daño a mordiditas, si se quiere, pero contrario a la conservación del ser social. Una gota de agua termina por perforar la más consistente de las piedras.

La violación, por pequeña que sea, es violación y violencia.

Aristóteles también alertaba: "No es de cualquiera discernir el mal desde sus comienzos, sino del hombre de Estado."

El verdadero estadista no solo descifra el mal cuando éste se inaugura, sino, además, lo enfrenta. Si detectado el cáncer a sus primeras manifestaciones, el doctor espera a que cunda antes de actuar, no es un buen médico y tampoco es un profesionista responsable, aunque sí asesino.

El hombre de Estado no solo está obligado a discernir el mal enmascarado en pequeñas faltas a la ley y a hacerlo en sus primeras manifestaciones, sino, además y primordialmente, a evitarlo.

¿Y cómo se evita y combate la violación a la ley?

Con la ley misma. Imponiéndola a las conductas infractoras, restituyéndola en donde ha sido expulsada, sancionando a su agresor, protegiendo y resarciendo a su víctima.

Por y para eso es que el gobernante tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Para conservar a la sociedad constituida.

Pero en México hemos pervertido absurda y suicidamente la teoría política. Al uso legítimo de la fuerza para salvaguardar el imperio de la ley y conservar la Constitución y, con ella, los derechos que nos permiten vivir en sociedad y desplegar nuestras potencialidades individuales, lo hemos convertido en represión. El "Ogro Filantrópico" convertido en Osito castrado, inútil, miedoso y acosado.

La autonomía universitaria es otra de esas perversiones conceptuales, tras la cual, desde el 68, se escudan todas las verdaderas agresiones a la Universidad. Todos piden respetar la autonomía mancillándola. Para sus panegíricos, la autonomía solo puede ser violada por el Estado, cuando una y otra vez ha sido el Estado quien la ha rescatado de manos de sus verdaderos enemigos, tantas veces como su comunidad y autoridades la han perdido, y, en todos los casos, se las ha devuelto sin merma alguna. No es teoría, es historia dura y reiterada: En México entre los enemigos de la autonomía universitaria no milita el Estado.

Con la ilegalidad no se puede condescender, porque penetra como la humedad hasta que todo lo inunda.

Y no importa que venga embozada de causas nobles y propósitos justicieros, siempre termina por destruir la convivencia civilizada y sus libertades.

¡Qué daño han hecho a México los políticos que con todos quieren quedar bien, que tienen por guía las encuestas de popularidad y no el interés general, que toman decisiones pensando en el noticiero nocturno y no en las generaciones venideras! Políticos que sacrifican la función primigenia del Estado al aplauso fácil, placero y efímero.

Qué daño ha hecho a México el periodismo militante y antiestatista, que ha terminado por entronizar a los poderes fácticos y sus particularismos por sobre el interés general y la viabilidad de la sociedad organizada.

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#Politica
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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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