El día que matamos al IFE
El IFE fue una gran institución… pero lo matamos.
Las reglas para su integración original se pactaron con los partidos políticos y se plasmaron en la Constitución.
Su diseño original pugnaba por profesionalizar en un servicio de carrera la organización de las elecciones y, poco a poco, abstraer ésta de la ruindad electorera de los partidos y de los partidos mismos.
Escasa vida tuvieron pacto y diseño. No se instalaba aún su Consejo General cuando el IFE ya era objeto de arteros ataques contra la figura que, se esperaba, terminaría por desplazar de esos ámbitos a los partidos políticos.
Los Consejeros Magistrados, antecedente de los Consejeros Electorales, fueron permanente e injustamente agredidos. No por sus decisiones, actos u omisiones, sino por su NO dependencia de los partidos. Éstos los acusaron de responder al designio presidencial. Alegaban que habían sido propuestos por el Ejecutivo, pero obviaban que finalmente fueron sus fracciones en la Cámara de Diputados quienes las que los nombraron.
Poco importó el desempeño de los Consejeros Magistrados. Eran una plaza a tomar, no un ejercicio a calificar. Los partidos jamás encontraron en su actuar elemento alguno que pudiera enderezarse en su contra, así que los acusaron de haber sido designados ¡por quienes los acusaban! conforme al mandato constitucional, pactado ex profeso por los propios acusadores. Ese fue su pecado.
Y esa la esquizofrenia de nuestros partidos.
El IFE soportó la andanada y salió fortalecido de las elecciones del 92, con un padrón nuevo, hecho desde cero a partir de un censo nacional, con una nueva credencial para votar y con sólidos cimientos para un futuro promisorio. Para las elecciones del 94 había una nueva geografía electoral y los ciudadanos contábamos con credencial y listas nominales con fotografía.
El año amaneció con los montajes de Marcos y Camacho, y se desayunó con la muerte de Colosio. ¿Qué tenían que ver estos eventos con el IFE y, en especial, con los Consejeros Magistrados? Nada. Su tarea era organizar elecciones y sus actos y resoluciones eran impecables. Pero nuestros partidos aprovecharon el viaje, y en una de esas asociaciones libres en donde causa y efecto no tienen cabida, exorcizaron los males que atacaban a nuestra democracia con la decapitación de los Consejeros Magistrados.
Carpizo, santón nombrado Secretario de Gobernación, sin saber nada de la realidad electoral y tan dado a entregar, entregó en charola de plata las cabezas de los Consejeros Magistrados a los partidos que, embozados, tomaron la institución que urgía de atemperar su injerencia.
Ese día matamos al IFE entre aplausos y vítores.
Los Consejeros Magistrados fueron nombrados conforme la Constitución y destituidos por presiones partidistas que no buscaban fortalecer a la institución, sino doblegarla. Y la doblegaron.
Las elecciones del 88 mostraron que la injerencia de los partidos en la organización de las elecciones -empezando por la del gobernante- había llegado a su fin y que la viabilidad y salud democrática exigían sacarlos de la mesa. La lógica era contundente: no se puede ser jugador y réferi al mismo tiempo. Menos aún, cuando ambos papeles se juegan para reventar el juego.
Hoy el IFE es de los partidos a través de sus personeros, a quienes tunden un día sí y otro también. Los resultados están a la vista y dan grima.
El IFE es un muerto que camina. Un cadáver hecho títere de partidos y sus esquizofrenias.
Al IFE lo matamos el día que revertimos su paradigma de despartidizar la organización de las elecciones.
Cuando una autoridad legítimamente constituida y acreditada por sus actos puede ser removida a capricho de quien debiera estar sujeta a ella, no hay autoridad que valga.
Cuando quien expulsa es el jugador lodero y el expulsado al árbitro, no hay juego posible.
Al IFE lo matamos el día que sucumbimos al capricho y cálculo electorero de los partidos.
Requiescat in pace.
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