El valor del silencio
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El joven diputado fue designado para hablar en nombre de los tres Poderes de la Unión en un aniversario luctuoso de Simón Bolívar. Con más ánimo de presumir que de consejo, acudió al Secretario del Trabajo, a la sazón, Adolfo López Mateos. Éste lo escuchó y dijo: "Vaya con Díaz Ordaz, Oficial Mayor de Gobernación", con quien -el Secretario- había trabado amistad en el Senado de la República.
Mi padre, obediente, así lo hizo. Don Gustavo lo recibió y le requirió el discurso, a lo que le contestó que pensaba improvisar. Los ojos claros y la mirada penetrante del poblano le anunciaron que se encontraba ante un personaje que se cocinaba aparte; su voz metálica lo confirmó: "Sólo un pendejo improvisa ante el Presidente. Vaya a su casa, escriba su discurso y me lo trae". Así nació una de las más gratificantes amistades de mi padre, que amigos tuvo para dar y repartir.
Años después, le tradujo al inglés al ya, para entonces, Presidente Díaz Ordaz. Primero de viva voz y luego por escritos que daba lectura mi tío Adrián Lajous, que inglés sabía, y más que mi papá; pero Don Gustavo siempre dijo que para traducirle a un Presidente no se requería saber tanto inglés, como política.
Aún recuerdo a mi padre en interminables jornadas encerrado en su biblioteca traduciendo los textos del Presidente sobre su máquina eléctrica de globito, mucho antes que las computadoras hicieran su aparición. Lo veo buscando incansablemente la palabra exacta para dar el sentido, énfasis, tono y circunstancia al mensaje político del discurso presidencial, explicándome el concepto que quería expresar, y que hoy sé, era su método para encontrar la expresión puntual que inasible aleteaba insurrecta por su mente. Allí aprendí a leer entre líneas; descubrí la sutileza, la riqueza, la elegancia y los juegos de espejo del lenguaje; supe de la dedicación discursiva, la exactitud en la expresión y la galanura del lenguaje diazordacista. Su discurso habrá pasado de moda. Su asertividad sigue siendo insuperable.
La vida permitió a mi padre atestiguar a varios presidentes más y con ellos sus discursos y circunstancia. Al final de su vida, recordando aquel primer contacto con Díaz Ordaz, concluía: "Sin duda sólo un pendejo improvisa ante el Presidente, pero más pendejo es un Presidente que improvisa".
Y de ejemplos tenía más que amigos, de los que ya he dicho, excedía: desde los interminables y vacuos discursos echeverriacos, hasta el "defenderé al peso como un perro", de López Portillo y el "ni los veo ni los oigo" de Salinas. La muerte lo salvó del "¿y yo por qué?" de Fox y de los cantos desentonados y auto-alabanzas de Calderón.
López Portillo, posiblemente el Presidente más erudito que hayamos tenido y gran orador, pasó a la historia por una frase fuera de contexto y arrancada al calor de su frustración en la última Reunión de la República de su sexenio. Salinas borró con una frase, también hija del rencor, su sexto informe de gobierno. De Zedillo se recuerda su "no traigo cash"; de Calderón su "haiga sido como haiga sido". De Fox es imposible hallar algo sensato en las galaxias de estupideces que colman su haber discursivo.
Los medios viven del rating y éste del escándalo. Los Presidentes, por desgracia, se han dejado atrapar en su círculo vicioso; creen que si no ocupan todos los días un lugar preponderante en los medios pierden presencia y fuerza. Desconocen la potencia de la palabra exacta, la contundencia de la oportunidad política y el valor del silencio.
Es el Presidente quien debe administrar su palabra. Ésta no puede ser esclava del negocio de los medios. La palabra presidencial es política y la de los medios es negocio.
Peña Nieto sorprendió con su discurso inaugural y ha seguido haciéndolo con los golpes efectivos y discursivos de sus primeros actos de gobierno. Su palabra ha sido hábilmente expresada y administrada.
Está en el punto de quiebre de fijar una nueva dinámica discursiva, en la que la palabra presidencial sea lo estrictamente necesaria para no aturdir, lo rigurosamente administrada para no menospreciarse y lo diestramente surtida y expresada para que su mensaje sea asertivo y eficaz.
No se trata exclusivamente de no improvisar, tampoco de no dejarse llevar por el momento, sino de saber administrar sus silencios. "El silencio, dice George R. R. Martin, es el amigo de los príncipes. Las palabras son como flechas. Una vez lanzadas no hay manera de hacerlas volver".
Finalmente, la palabra presidencial no es para agradar, es un instrumento privilegiado de gobierno. Más que ser esclava del cortoplacismo de las encuestas y rehén de la voracidad mediática, es exigencia celosa y puntual del estadista.
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