POLÍTICA

Reflexiones a vuelo de pluma para un conversatorio

Reflexiones a vuelo de pluma para un conversatorio

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Aguilar Iñárritu ante el Club de Reflexión

La degeneración o decadencia de un sistema político, es decir su grado de entropía, está en función de su capacidad o incapacidad de inclusión o del grado de exclusión de los intereses de las mayorías, de sus opciones y demandas.

J. Alberto Aguilar Iñárritu*




Conferencia de J. Alberto Aguilar Iñárritu ante el Club de Reflexión el 27 de febrero de 2018




GENÉRICAS


La grata invitación de nuestro amigo Leopoldo Michel a conversar periódicamente sobre el devenir político nacional, en el marco de un Club de Reflexión enterado, plural, inteligente y representativo, nos da la oportunidad de colaborar en la conformación de un espacio de oxigenación discursiva, en medio de la toxicidad que esputa el actual proceso electoral –y que seguramente crecerá en peligrosidad los días y meses por venir– comprendidas campañas, noticias, redes sociales y comentocracias.



Sin duda, la posibilidad de lograr lo anterior es suficiente motivo para celebrar la constructiva iniciativa de Polo. No obstante, si en adición a lo comentado, los participantes del Club nos propusiéramos ir un poco más allá y sin ninguna intención proselitista ni campañera, estuviésemos dispuestos a encontrar convergencias a través del respetuoso diálogo de altura, manifestado desde la primera reunión, entonces el intercambio de visiones podría desnudar coincidencias que podríamos reconocer y, en su caso, asumir y actuar en consecuencia. De lograrlo, habríamos hecho un esfuerzo notable que mostraría que es posible –en este país de elecciones destinadas a la aniquilación del adversario– lograr consensos fundamentales, tan apetecibles como escasos en este México tan confrontado, como irreconciliado y, por tanto, debilitado por dividido.

Es de advertir que la existencia misma de este espacio vuelve a informar sobre la indigencia discursiva que padece la política mexicana que, ayuna de debates de fondo, atrapada en la emocionalidad pasajera del spot de 20 segundos y en el desfogue entusiasta de las redes sociales, bots, trolls y fake news comprendidos, contamina sus ofertas a través de emisores y narrativas superficiales y excluyentes, muchas veces deliberadamente distorsionantes. Una situación que exhibe de nuevo la ineficacia democrática de los faltones partidos políticos, más ocupados en proyectar a sus mandarines al poder por el poder mismo, que en cumplir el mandato educador que les otorga su naturaleza constitucional, en tanto que entidades de interés público, obligadas a promover la participación del pueblo en la vida democrática.

En fin, desde una mirada satírica, pareciera que para evolucionar en nuestra vida pública, 109 años después de fundado el primero, entonces antirreleccionista, debemos volver a echar mano de la figura de los clubes para caminar, pero si así se avanza, bienvenida la figura.

Los trabajos de este Club se verifican en paralelo al desarrollo del proceso electoral 2018, que por sus características me gusta definirle como la primera elección del siglo XXI, toda vez que las anteriores efectuadas en este joven milenio se hicieron todavía bajo el encantamiento de ese último estirón del siglo XX, que denominamos transición a la democracia. Las elecciones actuales son distintas, no sólo por su magnitud y complejidad organizativa, sino por el agotamiento de las fórmulas políticas con las que se ha transitado desde 1983 a la fecha, una fatiga que anuncia el comienzo de una nueva época de nuestra transformación democrática. Una circunstancia resultante de una transición a la democracia concentrada en la permanente remodelación de las reglas de acceso al poder y muy poco atenta a la democratización de las reglas de ejercicio del poder y, por tanto, al cambio de incentivos públicos en esa dirección, lo cual ha limitado la imprescindible actualización democrática del régimen de gobierno y propiciado que éstas elecciones que se realicen en los límites de la resistencia institucional del sistema –lo nuevo no acaba de nacer, y lo viejo no termina de morir, Gramsci dixit.

Se confió en que votar bastaba para trasmutar, a manera de poderosa piedra filosofal, los males sociales en virtudes. Se estimuló llegar al poder y se relativizó cumplir con su consecuencia obligada: gobernar.




La transición se ha quedado corta en materia de reforma al régimen de gobierno.




En plena dependencia de las fuerzas inerciales del sistema, con muy baja innovación política y evidente acumulación de déficits de gobernabilidad, la preeminencia de los intereses personales y de grupo en las dirigencias partidarias, se fortaleció a costa del debilitamiento de la institucionalidad democrática con la consecuente dominancia de los intereses particulares sobre el interés general, en la toma de decisiones de lo público. Se debilitó a los partidos políticos. Se propició una disgregante relación Ejecutivo federal-Ejecutivos estatales y municipales, que daño al federalismo e incentivó una suerte de costosas baronías confederadas. Se dio un descuidado y simulador tratamiento al deseable ascenso de la participación ciudadana incentivado por la democracia, incapaz de darle cauce adecuado y progresivo a la sociedad civil organizada en la toma pública de decisiones.

En fin, la verificación de la actual contienda, se entrelaza con esta trama. En esta ocasión también, la competencia parte de la tradicional desconfianza entre los contendientes, ahora alimentada con el enojo y el temor de la gente. Emociones que son usufrutuadas por los partidos políticos como ejes de campaña, dentro de la tradicional subordinación mercadotécnica de nuestras elecciones, con su gran pobreza de contenidos, imperceptible debate político de fondo y un alto costo económico de operación.

La ciudadanía expresa su hartazgo con las insuficiencias del voto efectivo, porque su voto cuenta y se cuenta, pero se no se cumple el contrato signado en la urna, así como con el raquitismo en sus condiciones materiales de vida –penurias económicas e inseguridad–, tiene ahora que escoger entre opciones que empatan sus positivos con sus negativos, en un marco de licuefacción ideológica y programática de los partidos políticos, de enflaquecimiento de su representatividad social y evidente deterioró en la calidad de muchos de sus gobernantes.

Sabemos que el mencionado proceso electoral 2017-2018, reúne la mayor cantidad de cargos de elección popular en un solo evento en la historia de México. La ciudadanía elegirá 3 mil 416 cargos, entre ellos: un presidente de la República, 128 senadores y 500 diputados federales, ocho gobernadores, un Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, mil 596 ayuntamientos, 982 diputados locales, 16 alcaldías, 160 concejales en la capital de la República y 24 juntas municipales. El Instituto Nacional Electoral, instalará 156 mil casillas atendidas por un millón 400 mil mexicanos como funcionarios electorales e imprimirá 520 millones de boletas, para atender el 1 de julio de 2018, una lista nominal de electores constituida por 44, 637, 006 mujeres y 41, 316, 706 hombres, en un total de 85, 953, 712 electores.

Es una contienda entre alianzas electorales conformadas no únicamente por partidos, sino también por fracciones de partidos, por cuadros que desertan de sus partidos y por votos ocultos de militantes dispuestos a sufragar de manera dividida, en fin es una elección entre filtraciones, descomposiciones y reagrupamientos. Una elección que arranca en tercios de la votación total, para polarizarse finalmente en dos bloques contendientes, uno pro-sistema y otro anti-sistema –entendiendo por sistema el marco de lo público creado desde 1983 a la fecha–, donde el triunfo lo podrá alcanzar aquella alianza capaz de convertirse en una constelación mayoritaria de diversidades –un magno equilibrio de la pluralidad que hace mayoría–, única fórmula ganadora en una elección con votación pulverizada, cuyo triunfo obtendrá, por poca diferencia, el tercio mayor de la votación.

Ambos bloques tenderán a ser críticos con el statu quo y estarán obligados a hacer propuestas de corrección. El propio del sistema deberá pedir confianza para seguir por la ruta de lo hasta ahora construido, pero estará obligado a encauzar una oferta creíble que implique proyectar golpes de timón para solucionar temas torales: desigualdad entre familias y regiones, inseguridad, Estado de derecho, crecimiento económico sostenible y estabilidad. Mientras tanto, el segundo seguirá ofertando un cambio de rumbo sustentado en el regreso al México anterior de 1983 –de ahí su carácter anti-sistémico– y declarando a la corrupción como el principal problema de México. Finalmente gane quien gane, las condiciones descritas ya avivan los focos rojos de la difícil gobernabilidad que el país padece y advierten sobre la posibilidad de una mayor inestabilidad después del primero de julio.
Lo anterior, desde luego, ameritaría que los contendientes hicieran un mayor énfasis en sus propuestas para gobernar una vez pasado el sainete electoral, cuestión que por desgracia todavía no se observa. Incluso hay quienes consideran, abusando del pensamiento mágico, que la solución está en ganar con carro completo sin considerar que ni aún en ese hipotético caso se estaría resolviendo el reto de gobernar nuestra manifiesta pluralidad con eficacia, legitimidad y estabilidad.


ESPECÍFICAS


Estructuralmente tres grandes retos definen la problemática que confronta México y comprometen la oferta de los partidos políticos a la ciudadanía: la irresuelta y dolorosa desigualdad social que padecemos, la necesidad imperiosa de revitalizar la fortaleza de la República para garantizar la gobernabilidad democrática del país y el Estado de derecho, así como emigrar del dicotómico modelito económico actual, que Francisco Suarez Dávila denomina el estancamiento estabilizador, hacia un modelo de acumulación de capital endógeno, globalmente integrado, para poder crecer. Coyunturalmente, el proceso electoral 2018 también está condicionado por la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y viceversa.

En su momento, la oferta electoral de todos los colores, se verá obligada a pronunciarse al respecto del futuro del TLCAN, ya que su renegociación en plenas elecciones ha puesto sobre la mesa de debate no sólo uno de los clivajes más significativos de las últimas tres décadas, sino el destino del clima post-electoral. Esto llevará a evaluar los logros que México ha alcanzado desde su firma, al tiempo que también sus déficits y, en su caso, las rutas de corrección que permitan subsanarlos. En todo caso continúe o se cancele dicho instrumento comercial, la circunstancias exigen debatir fórmulas para superar el bajo crecimiento que el país ha registrado durante los últimos dieciocho años, a partir de eficientar nuestras importaciones y relanzar un modelo de política industrial, idealmente basado en la sustitución de importaciones en condiciones de mercado abierto y en energía sustentable, así como la conveniencia de diversificar el destino de nuestras exportaciones. De igual forma se ameritan pronunciamientos respecto del actual un modelo agropecuario y pesquero, tendientes a enfatizar el rol del pequeño productor en la satisfacción de los mercados locales y un nuevo enfoque de equidad y especialización en el desarrollo regional, con énfasis en la promoción de ciudades globalmente competitivas. Desde luego, resulta estratégico definir qué hacer para acortar la distancia de México con el desenvolvimiento de la Cuarta Revolución Industrial y actuar para subir al país en su dinámica.



Estamos hartos de campañas políticas diseñadas y actuadas desde la etiqueta de enemigo, que no de adversario, y que sólo se enfocan en destruir a quienes irremediablemente se tendrán que volver a encontrar en el camino político, ganen o pierdan, para continuar con su trayecto. Es hora de dar fin a esas guerras del absurdo que tanto nos dañan y comenzar a edificar la República de la Democracia.




En un marco de perjudicial tendencia hacia la fraccionalización política y al debilitamiento de los consensos y por tanto proclive a la desunión, no se ve fácil que nuestras elecciones sean capaces de superar su precariedad discursiva para incorporar contenidos de este tipo, pero la exigencia debe hacerse.

Sin embargo, si se logra caminar por esa ruta, al final de día esta situación coyuntural podrá ser altamente benéfica para el país, dada la reflexión estratégica de cambio constructivo que provoca y que nuestra nación requiere.


¿CÓMO LLEGAMOS A DONDE ESTAMOS Y QUÉ HACER PARA AVANZAR?


Las reglas de acceso al poder que nos permitieron cruzar el umbral de la democracia electoral se concretan en cuatro certezas: a) el voto cuenta y se cuenta, b) la pluralidad define el medioambiente de la política, c) la alternancia es siempre una posibilidad, y d) los sufragios tienden a repartirse en tercios de la votación total, para polarizarse en dos competidores y finalmente situar al ganador en la primera minoría, condicionado a ejercer el poder sorteando la pluralidad de vetos provenientes de las otras minorías.

No obstante, esas certezas frecuentemente entran en contradicción con tres constantes irresueltas: primero, como consecuencia de la excesiva entronización del dinero en el esfuerzo electoral partidario –y con él de la mercadotecnia y sus facilitadores–, las evidencias del uso y del abuso, generalizado a todos los colores partidarios, de recursos gubernamentales y también privados no declarados, como modus operandi electoral; segundo, la tendencia a cuestionar la legitimidad de los procesos por parte de los actores que no ganan, dedicados potenciar mediáticamente el descrédito electoral y a judicializar los procesos para tratar de obtener en la mesa lo que no lograron en la urna; y tercero la evidencia de que toda decisión del ganador en el gobierno, tenderá a ser frágil por minoritaria.

En consistencia con el sesgo electorero de nuestra joven democracia y la obsesiva remodelación de las reglas de acceso al poder, las más de esas contradicciones se han tratado de explicar encontrando déficits en las reglas de acceso al poder y, en consecuencia, se procede a corregirlas reformando el sistema electoral de manera tan recurrente como infructuosa. Por su parte, la disfuncionalidad de la reglas de ejercicio del poder, se afrontan manteniendo el statu quo, pero negociando bajo la mesa perecederos acuerdos bilaterales, insuficientes para sostener la maduración de las acciones decididas por el gobierno y sus consecuencias. Pacto por México reloaded o el lucrativo tianguis de favores.

En síntesis, mientras que las reglas electorales en un creciente barroquismo, se rigidizan cada vez más –el período intercampañas, es una joya del churrigueresco mexicano– y los procesos electorales se despolitizan y se judicializan, el conflicto deslegitimador no cede, incluso se amplifica. Así mismo, aunque se logran acuerdos temporales que apoyan la marcha del gobierno, éstos no pueden superar el asedio al gobierno, el riesgo de parálisis y, también, la deslegitimación de su actuar ¿Cómo explicar estos desarreglos del sistema?



Requerimos generar incentivos favorables hacia la responsabilidad política colectiva en el ejercicio de gobierno, hacia la formación de mayorías estables en los legislativos, la transparencia y la rendición de cuentas cotidiana en el ejercicio de lo público y así facilitar el control ciudadano de los recursos y del desempeño de las representaciones, así como el fortalecimiento de su participación y de las acciones de democracia directa en barrios y comunidades.




Primero, es necesario recordar que las instituciones electorales mexicanas nacieron y fueron diseñadas para gestionar la perene desconfianza entre los actores de nuestra diversidad política, no para terminar con ese mal. Por tanto, enfatizar únicamente las reglas electorales vigentes sólo hace más costosa y complicada esa gestión, incompetente para acabar con la suspicacia. Segundo, frecuentemente se pasa por alto que el problema reside en que ambos conflictos se originan en la absurda permanencia, en el actual contexto de amplia pluralidad, de un arcaico principio, fundamento de la difidencia: el que gana, gana todo, y el que pierde, pierde todo.

Mismo principio que también opera como un dique contra la urgente restitución democrática de la República –y por tanto contra la eficacia política de la joven democracia– sólo posible a partir de conseguir la reconciliación nacional de su diversidad, como base para alcanzar una unidad mayoritaria en lo fundamental y por tanto de un nuevo pacto de poder. Esa premisa fáctica: el que gana, gana todo, y el que pierde, pierde todo, es una inarmónica reminiscencia del régimen de partido hegemónico cuya neutralización, depende de actualizar las reglas de ejercicio del poder en consonancia con las reglas de acceso al poder, pero nunca intentar actuar sólo desde éstas últimas. Sin embargo, la transición se ha quedado corta en materia de reforma al régimen de gobierno. Se ha optado por mantener lo establecido, condenando nuevo sistema a crecer descompensado, amplificando los efectos de esa debilidad congénita en materia de gobernabilidad de la democracia mexicana, que explica, además de la expresada propensión a revertir su legitimidad electoral, su acotada capacidad para instrumentar los procesos de modernización nacional y su permisiva acumulación de tensiones irresueltas.

Justamente, encontrar soluciones a la referida dinámica ha constituido un motor central del magno debate de la Reforma del Estado, donde la poco funcional relación Ejecutivo unipartidario versus Legislativo multipartidario, la carencia de mayorías estables, y las dificultades para garantizar el voto efectivo, es decir el cumplimiento del mandato depositado en las urnas, por desgracia han debido formarse en el cabús de las prioridades de la voluntad política partidocrática relativa al cambio del régimen de gobierno. Este debate que ha dado lugar a tres corrientes de pensamiento, una conservadora que propone mantener el estatus tradicional del régimen presidencial, otra de cambio moderado que plantea avanzar hacia el semi-presidencialismo y una más radical que formula caminar hacia el parlamentarismo. En los últimos tiempos, el cambio moderado ha tomado la delantera.

Finalmente, el tema de discusión es el relativo a los incentivos públicos que inducen nuestra normativa vigente y nuestra cultura. Las herencias fantasmales del antiguo régimen de gobierno, no han podido ser exorcizadas debido al conservadurismo político dominante en las élites de todos los colores que, a lo largo de estos últimos dieciocho años, con sus resistencias al cambio han impedido la reforma integral del régimen de gobierno y favorecido la fuga hacia adelante de sus más vetustos componentes, cuya vigencia disfuncional conforma el flanco distorsionador que daña nuestra democracia, en particular respecto de la gobernabilidad del pluralismo, la trasparencia y rendición de cuentas y el control ciudadano del proceso público, así como su plena participación como eje de la democracia.

La dañina ilusión de fortaleza y poder, que mal dibuja al Ejecutivo unipartidista en tiempos de pluralidad manifiesta, junto con la perniciosa y disfuncional pulverización legislativa que provoca la creciente fraccionalización de la representación política, constituyen dos obstáculos para la normalidad democrática. Ambos males son incubados por nuestras reglas de acceso al poder y se arraigan ante de la ausencia de correctivos en las arcaicas reglas de ejercicio del poder vigentes. Ahí se generan los incentivos hacia la discrecionalidad presidencialista, el chantaje legislativo, la opacidad y finalmente la impunidad, que engendran nuestros males, corrupción e ineficacia e ineficiencia gubernamental, comprendidos.

En consecuencia, requerimos generar incentivos favorables hacia la responsabilidad política colectiva en el ejercicio de gobierno, hacia la formación de mayorías estables en los legislativos, la transparencia y la rendición de cuentas cotidiana en el ejercicio de lo público y así facilitar el control ciudadano de los recursos y del desempeño de las representaciones, así como el fortalecimiento de su participación y de las acciones de democracia directa en barrios y comunidades. Es momento de rediseñar el maltrecho sistema de partidos para dejar atrás el siglo XX y avanzar hacia la conformación de dos bloques modernos, uno de centro izquierda y otro de centro derecha, sin restringir a nadie su derecho a organizarse y a manifestarse en el marco de la ley, en cualquier otra forma política.

Necesitamos reconciliar a México para poder avanzar hacia la definición de un nuevo pacto de poder mayoritario conformado por minorías activas, que afirme en lo fundamental el cimiento de la IV República y su correspondiente actualización constitucional.

Afortunadamente el conservadurismo no ha podido frenarlo todo, aunque sin la integralidad deseada, se han podido colocar piezas parlamentarias en el actual régimen de gobierno que ahora permiten poner un pie en la puerta del futuro y avanzar hacia el nuevo modelo de gestión política que reclama la democracia. En ese contexto se inscribe la publicación el 10 de febrero de 2014, de las reformas constitucionales a los artículos 76, fracción II y 89, fracciones II y XVII, inherentes a la correspondiente reforma político-electoral, que facultan al Ejecutivo federal a: En cualquier momento, optar por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión. La Constitución de la CDMX hace lo propio en los artículos 32, apartado C, inciso c), y 34, apartado B, numerales del 1 al 4.

El gobierno de coalición es la forma más acabada que hasta ahora guarda el deseable proceso hacia el semi-presidencialismo o la parlamentarización del régimen de gobierno en México. Implica institucionalizar un cambio cualitativo en la relación Ejecutivo-Legislativo donde la mayoría gobierna, mientras la minoría controla.

Sus virtudes se manifiestan en las siguientes bondades: a) convierte el gabinete del gobierno, en un cuerpo colegiado con responsabilidad política colectiva ante el Legislativo; b) neutraliza la discrecionalidad del titular del Ejecutivo y el desentendimiento de los miembros del gabinete sobre los asuntos del gobierno que no sean los inherentes a su específico encargo; c) propicia mayor transparencia y mejor rendición de cuentas en los asuntos del gobierno, vía la comparecencia pública mensual ante el Legislativo del Secretario de Gobernación o Jefe del Gabinete; d) favorece el control cameral y posibilita una eventual censura en tiempo real; e) estimula la consolidación de mayorías estables, y propicia condiciones de mayor eficacia de gobierno, al resolver la ecuación Ejecutivo unipartidista-Legislativo pluripartidista; f) adicionalmente, induce la modificación del actual sistema de partidos hacia la conformación de dos amplias coaliciones, centro-izquierda y centro-derecha, sin menoscabo de cualquier otra expresión política, sin más límite que la ley.

No obstante para que esas virtudes puedan garantizase, no bastan los mandatos constitucionales, porque es imprescindible contar con una buena regulación que impida que los gobiernos de coalición se conviertan en meros marcos de negociación partidocrática, al confundir esta figura con la coalición electoral.

Esto último es crítico, porque al carecer de un marco regulatorio el gobierno de coalición podría sucumbir al fárrago de los intereses creados y convertirse en su antípoda. El Dr. Diego Valadés establece un mínimo necesario de cinco instituciones para que el gobierno de coalición funcione de manera democrática: a) el gabinete como un órgano colegiado; b) las sesiones de control; c) los derechos de la oposición; d) la responsabilidad política; y e) el servicio civil.


El gobierno de coalición es la forma más acabada que hasta ahora guarda el deseable proceso hacia el semi-presidencialismo o la parlamentarización del régimen de gobierno en México. Implica institucionalizar un cambio cualitativo en la relación Ejecutivo-Legislativo donde la mayoría gobierna, mientras la minoría controla.


Avanzar hacia de entronización de los gobiernos coalición en los ámbitos federal y estatal, significaría estar cerrando un ciclo con el pasado y disponernos a construir, con mayores grados de libertad, la democracia del siglo XXI que merece México para conseguir el cambio positivo de incentivos en la vida pública del país. Hasta ahora hemos transitado de un régimen de partido hegemónico, republicano y de compromiso social, a una democracia oligárquica y neoliberal productora de gobiernos débiles, es hora de arribar hacia una democracia republicana, libertaria e igualitaria, eficaz, legítima y estable, con gobiernos democráticamente fuertes. Los gobiernos de coalición permitirían abrir la puerta de ese deseable futuro. Vale la pena apostar por ellos y exigirles a los legisladores que concluyan su tarea dotando a ésta figura, de la legislación orgánica correspondiente.

LA IV REPÚBLICA DE MÉXICO

Desde que se precipitó el franco colapso del antiguo régimen a partir de 1982, políticamente hablando México se encuentra despactado. Las nuevas reglas de acceso al poder que definieron la transición a la democracia, carecieron de un compromiso explícito para actualizar integralmente las reglas de ejercicio del poder. Tampoco se contempló generar los incentivos públicos necesarios para propiciar la reunión de la diversidad recién emancipada, en un nuevo acuerdo en lo fundamental que deviniera en un actualizado pacto de poder que soportara republicanamente a la democracia. Desde la transición, la República no ha podido contar con un diseño consistente con el cambio que le permita definir, de acuerdo con el interés general, la hoja de ruta cardinal de la nación y garantizar la inclusión de todas sus partes en la toma de decisiones de la vida pública.

Esa fragilidad republicana es justamente el origen fundamental de los males que la narrativa común expresa como debilidad del Estado de derecho, decadencia ética de la política, simulación jurídica y política, inaceptable, injusta y desgarradora desigualdad social, desunión, crecimiento económico mediocre, etc.

En consecuencia, revitalizar la República es un imperativo inaplazable que requiere construir una mayoría consciente y actuante para ese propósito, a través de convocar a la edificación de un gran acuerdo nacional por el perfeccionamiento y la profundización de la gobernabilidad democrática de México, que tenga como principio la reconciliación nacional. Se trata de reunirnos, de volvernos a unir en lo fundamental para potenciar como país nuestros talentos en beneficio de las mujeres, de los hombres, de sus familias y de la nación.

Estoy seguro que la inmensa mayoría de mexicanas y mexicanos estaríamos dispuestos a avalar, por encima de las legítimas diferencias que motiva nuestra rica diversidad y sin renunciar a ellas, propuestas incluyentes que nos saquen del marasmo y la mediocridad en que la que estamos detenidos. Estamos hartos de campañas políticas diseñadas y actuadas desde la etiqueta de enemigo, que no de adversario, y que sólo se enfocan en destruir a quienes irremediablemente se tendrán que volver a encontrar en el camino político, ganen o pierdan, para continuar con su trayecto. Es hora de dar fin a esas guerras del absurdo que tanto nos dañan y comenzar a edificar la República de la Democracia.

Debemos retomar la noción de República, tan olvidada en esta democracia oligarquizada, como punta de lanza para convocar a la renovación de nuestro caduco modelo de gobierno y, en general, para restituir la vitalidad de nuestra alicaída vida pública mediante la firme incorporación de valores ciudadanos, fincados en un claro mandato de justicia social: lograr la igualdad para defender y extender nuestra libertad.

Si la vida de cada individuo trascurre en tres esferas: intima, privada y pública, es dable comprender que cada una de esas esferas necesita contar con un marco rector correlativo de valores y principios, convencionales y cambiantes, conservadores y modernizadores, unos más duraderos que otros, otros invariables por esenciales, y algunos universales, que permitan ordenar y comprender la realidad a partir de imprescindibles narrativas creadas. No basta con tener en cada una de esas esferas de un mecanismo de elegibilidad que en abstracto pretenda la generación espontánea de la virtud, por el simple hecho de ejercer el libre albedrío. De ese tamaño es el absurdo de quienes agotan la transición democrática en el sufragio, al pretender trasmutar los males públicos por virtudes, con sólo ejercer el derecho al voto.

El reconocimiento y diferenciación de la esfera pública, así como la necesidad de contar con un marco rector de la vida pública, es justamente el terreno donde se recrea la noción de República como una fórmula de igualdad distinta a cada momento de la historia de cada sociedad. La República explica, convoca, reúne y regula la convivencia de los individuos en esa esfera social que a todos pertenece, porque es común al pueblo, al tiempo que reconoce el derecho de todos a saber, opinar y actuar. De ahí que toda negación de la República o su debilitamiento, constituye siempre una expropiación de ese derecho a la igualdad, y por tanto de la posibilidad de decidir el rumbo de la vida pública. Sólo la restitución de la República, impide la injusta apropiación privada de ese bien colectivo y ratifica la satisfacción del derecho humano al buen gobierno.

A lo largo de su historia, las naciones que han decidido adoptar esta fórmula de organización política, han debido confrontar no sólo períodos de negación de la República a cargo de poderes excluyentes, sino que han debido definir la naturaleza específica de sus distintas Repúblicas, en consistencia con las distintas etapas de la sociedad. La República siempre es el resultado de una propuesta revolucionaria –un cambio social fundamental en la estructura de poder– que ratifica la soberanía del pueblo y cuyos atributos deben responder a las características y causas de la sociedad que la edifica.

En tanto que un modelo de convivencia y desarrollo del ser público, la República obligadamente debe ser consistente con la noción de justicia dominante, en cada momento histórico, lo cual garantizará su legitimidad, apoyará su eficacia, permitirá su aceptación y por tanto el acatamiento mayoritario de sus reglas. Es decir, construir República es proponerse cohabitar el espacio público de la nación teniendo como referente un modelo de convivencia determinado por el máximo consenso, con base en una concepción mayoritaria del bien, expresada en el interés general, que respeta la privacidad de la vida individual, al tiempo que alienta la virtud cívica, la solidaridad y la tolerancia. En ese sentido, edificar la República es disponerse a sustituir el imperio de los hombres por el imperio de la Ley y establecer el control constitucional del poder como base del Estado de Derecho y requisito sine qua non para lograr la máxima eficacia jurídica de la Ley.

La naturaleza de cada República corresponde a las características que le otorga cada etapa histórica, pero siempre obligada a mantener invariable la defensa de la supremacía del interés general como fundamento del ejercicio del gobierno y requisito de su legitimidad. Esa es su regla aurea, no cambia, y siempre resulta de la perecuación entre todos los intereses particulares o sea del reparto equitativo de las cargas entre quienes las soportan, si esta regla desaparece o se debilita, la misma suerte correrá la República.

La lucha por la República implica desbrozar la cerrada espesura de los privilegios creados para abrir grandes avenidas a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad. Una lucha que invariablemente enfrentará al cambio progresista con el conservadurismo y donde el triunfo depende de saber construir un gran pacto mayoritario de minorías activas a favor del primero que, por correlación de fuerzas, sea capaz de derrotar a esas minorías conservadoras que se niegan a renunciar a sus prerrogativas, en favor de la convivencia armónica y justa de la sociedad.

El México de hoy es el resultado de un amplio ciclo de tres revoluciones y de un insuficiente proceso de transición a la democracia. Las tres revoluciones culminaron con el logro de sendos pactos de poder mayoritarios que soportaron la creación de tres Repúblicas, cada una con sus correspondientes reglas de ejercicio del poder, condensadas en tres constituciones que se han alimentado sucesivamente en un perene proceso de actualización. La transición a la democracia no ha sido capaz de culminar su ciclo hacia la normalidad democrática: construir un nuevo pacto mayoritario de poder, instituir la IV República y actualizar, en consecuencia su marco constitucional. En doscientos años de vida independiente, las tres Repúblicas mexicanas han sido:

La primera República, la federalista, que impidió la disgregación de la nación. Se estructuró en el federalismo que abreva en la tradición de Cádiz y establece su perfil en la morfología práctica de la experiencia Norteamericana. Sus correspondientes reglas están escritas en la Constitución de 1824, cuyo soporte es el pacto de poder condensado por Guadalupe Victoria, inducido para superar los avatares del fallido Imperio.

La República laica es la segunda, que surge del pacto de poder que restaura la Constitución de 1857 y a su vez la soporta. Entre Juárez y Díaz, bajo el orden y el progreso, permite consolidar el Estado mexicano, después de varias décadas de "cuartelazos".

Finalmente, el continuum Obregón-Calles-Cárdenas que nos otorga la tercera República, la social, que gobernó la Revolución, dio vida a la Constitución de 1917 y estabilidad al país, hasta que avanzada la segunda mitad del siglo pasado, comenzó a colapsar en sus fundamentos, precipitando su caída después de 1982.

Desde entonces no hemos podido construir la nueva República. México está despactado y padece las consecuencias: desigualdad social; debilidad del Estado de derecho, inseguridad pública, corrupción, complicidad e impunidad. Desunión política; caída constante en los parámetros de gobierno, compartida por todos los colores partidarios. Crecimiento económico mediocre; creciente enojo de la gente y desencanto por la democracia. La solución es: actualizar y restituir la República en y para la democracia mexicana: la cuarta República de nuestra historia.

Con independencia de su desenlace, en medio de las previsibles tensas condiciones poselectorales y las dificultades para formar un gobierno con capacidad de respuesta, las elecciones de 2018 generarán las condiciones para proponerse la tarea de restituir la República en aras de profundizar la democracia y, en alcance, actualizar la Constitución de 1917. Un proceso que parte de aceptar que sin una ciudadanía activa, preocupada por el bien público y con virtudes cívicas, no es posible profundizar la democracia, reducir las desigualdades y garantizar los derechos de las personas.

¿Qué debe proponer la IV República, la República de la democracia? Evitar que ningún grupo interno domine y oprima al resto en lo político, lo económico y lo social; sujetar a la economía, como al poder político, al interés general, sin vulnerar libertades pero orientando institucionalmente su desempeño hacia la competitividad, la prosperidad compartida, la igualdad y la justicia social. Trabajar por la inclusión social armonizando en la vida pública la libertad de los distintos intereses particulares con la igualdad de capacidades y oportunidades de todas y todos, bajo los principios de equidad y rumbo favorable al conjunto social, que dicte el interés general. Cerrar la brecha entre ciudadanía y política. Volver a conectar a los ciudadanos con sus gobernantes, reemplazar la idea pasiva de ciudadanía como posesión de derechos por una visión de la ciudadanía como activo de participación en los asuntos públicos, induciendo su libertad positiva.

En síntesis, se trata de incentivar un mayor protagonismo de los ciudadanos en los asuntos públicos a partir de facilitar que la ciudadanía sea la vigilante de la operación de la democracia, responsable dar seguimiento, evaluar y en su caso premiar o denunciar las acciones inherentes a la vida pública. Promover modelos de conducta cívica favorables al mejor funcionamiento comunitario. Estimular y respetar el surgimiento de identidades comunitarias, energías cívicas, actitudes criticas ante la autoridad, el sentido de justicia y la tolerancia ante a las diversidad.


¿QUÉ ENTENDEMOS POR REPÚBLICA DEMOCR ÁTICA?


√ El Imperio de la Ley soportado en un pacto mayoritario de minorías activas que aliente y vigile su eficacia institucional;

√ La tutela de los derechos inherentes al individuo, la exigencia de cumplimiento de sus obligaciones y la edificación de una ciudadanía integral virtuosa y participativa;

√ La unidad de la nación con base en la identificación de objetivos fundantes compartidos;

√ La supremacía del interés general, resultante de la perecuación entre todos los intereses particulares –reparto equitativo de las cargas entre quienes las soportan– como fundamento del ejercicio del gobierno y requisito de su legitimidad;

√ La formación por consenso de una concepción mayoritaria del bien, que se expresa por el interés general, respeta la privacidad de la vida individual, al tiempo que alienta la virtud cívica;

√ La garantía de permeabilidad del poder público ante las manifestaciones de la voluntad ciudadana, a través de: regresar al debate electoral de contenidos y multiplicar espacios, facilidades e instrumentos para la reflexión y la participación ciudadana en la toma de decisiones;

√ La certeza de que sin una ciudadanía activa, preocupada por el bien público y con virtudes cívicas no es posible profundizar la democracia, reducir las desigualdades y garantizar los derechos de las personas;

√ Evitar que ningún grupo interno domine y oprima al resto en lo político, lo económico y lo social;

√ Sujetar a la economía, como al poder político, a la voluntad ciudadana, respetando libertades y orientando institucionalmente su desempeño de acuerdo con el interés general, hacia la prosperidad compartida, la igualdad y la justicia social;

√ Trabajar por la inclusión social armonizando en la vida pública la libertad de los distintos intereses particulares con la igualdad de capacidades y oportunidades de todas y todos, bajo principios de equidad y rumbo favorable al conjunto social, que dicte el interés general;

√ Cerrar la brecha entre ciudadanía y política. Volver a conectar a los ciudadanos con sus gobernantes;


LA LIBERTAD EN LA REPÚBLICA DEMOCR ÁTICA


√ Las personas sólo son libres cuando controlan y manejan sus deseos y pasiones, y cuando se autogobiernan en el ámbito privado y público;

√ La libertad no es sólo ausencia de coerción, sino ante todo eliminación de dependencia y por tanto de dominación;

√ Se deja de ser libre cuando se es susceptible de ser sometido a la voluntad de otro;

√ Maximizar la libertad individual, implica dejar de depositar nuestra confianza en políticos, para hacernos cargo de la política y participar en forma activa.

LA IGUALDAD EN LA REPÚBLICA DEMOCR ÁTICA


√ Sin la igualdad la libertad no puede existir, no sólo jurídica, política y civil, sino también económica y social;

√ La pobreza es en sí una privación de la libertad;

√ La igualdad no se alcanza a partir de ofertar una satisfacción temporal y finita de recursos, como lo hace el asistencialismo neoliberal y también el populista;

√ La justicia social se logra cuando se iguala la capacidad de actuar de los individuos para decidir sus caminos e implementar sus acciones destinadas a hacer realidad sus anhelos;

√ Sólo a partir de igualar capacidades puede haber autonomía para seguir al dictado de la consciencia y ejercer el derecho a la libertad individual;

√ Armonizar libertad con igualdad de capacidades para igualar oportunidades, fortalecer autonomía con capacidad de elección, e impulsar el desarrollo de una ciudadanía integral;

√ Hacer del combate a la desigualdad el fundamento de un nuevo pacto social republicano cimentado en: o Uno, crear una base de justicia social, solidaria para la sociedad y obligatoria para el Estado, que compense las desigualdades y mejore la situación de los más desfavorecidos, para evitar que las debilidades del origen de cuna se conviertan en destino, a través de garantizar un piso común de salud, educación, alimentación, deporte, vivienda, y un medio ambiente sano, para toda mexicana o mexicano, por el simple hecho de serlo; o Dos, afirmar el derecho a una movilidad social tangible y medible, creando con base en la igualación de capacidades, un horizonte de oportunidades para todas y todos, medido y evaluado con base en el crecimiento continuo y robusto de las clases medias; o Tres, armonizar la tutela a la libertad de la ciudadanía, con el cumplimiento de obligaciones y el compromiso cívico con la comunidad, así como la autonomía del individuo, protegida por la laicidad, con la igualdad de capacidades; o Cuatro, establecer al derecho patrimonial las modalidades que dicte el interés general de la República, en favor de garantizar el desarrollo de una ciudadanía integral.


* Colaborador invitado.
@aguilarinarritu
jalberto54@gmail.com

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Redacción LFM Opinión

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