Del llanto al canto
¿Qué será peor, llorar de coraje e impotencia, o cantar en el paroxismo de la irrealidad?
En su lamentable camino al olvido, entre discursos más patéticos que destemplados, Calderón festeja logros que nadie vio y bienestar que no llegó, y hasta tiempo se da para ir a las carreras de autos a Austin, Texas, con avión, cobertura y comitiva presidenciales y cantar a voz en cuello.
"Quería vivir con La Lupe -entonó en la Piedad, Michoacán a nueve días de concluir su sexenio-. Hombre de mucho dinero, acostumbrado a mandar. Él ya sabía de Gilberto y le pensaba matar. Un día llegó buscando al rival. Gilberto estaba dormido, ya no volvió a despertar. En eso se oyó un aullido, cuentan de un perro del mal. Era el negro embravecido que dio muerte a Don Julián". "No, bueno. Ahí muere, ahí muere. Hasta ahí. Al rato le seguimos muchachos, sino nos picamos".
Picado y encarrerrado en su penosa fuga, hace tiempo que vive. ¡Eso que ni qué!
Hugo Chávez, otro deslenguado trovador, es al menos entonado y frente a él la gracia de Calderón no alcanza a la de un camello autista.
Canta y festeja un sexenio ensangrentado, de violencia desatada, desempleo crónico, salarios depauperados, corrupción desmandada, desencuentros políticos -aún con los suyos- y cohesión social socavada.
Festina lo inexistente, justifica lo injustificable. Delata un absoluto desapego a la realidad.
La Nación lo observa atónita en su peregrinar alienado y musical.
Su propio equipo debe sufrir pena ajena y contar los segundos para el final.
Pero no solo canta, su verborrea no conoce límite y su triunfalismo medida.
Hasta el último día de su mandato nos atormentará con su discurso justificatorio y laudatorio. Hasta el fin de sus tiempos nos someterá a su cursi publicidad. "Gracias por el sexenio de la infraestructura, gracias por el sexenio de la salud, gracias por un sexenio valiente", reza su machacona publicidad. ¿Pero quién da las gracias y a quién se las da? El audio empieza con una conversación de parroquianos: "una última palada, compadre, y terminamos la carretera", que interrumpe una voz oficial para dar datos sobre carreteras, dar las gracias y calificar el sexenio; es pues el gobierno, y no la ciudadanía, quien se da las gracias y se califica, y elogio en propia boca es vituperio. Faltaría un anuncio en el que el gobierno se agradeciera por el sexenio de la publicidad y presumiera ante el pueblo el gasto monstruoso, el más grande en la historia patria, en publicidad pagada en medios electrónicos.
Calderón se engaña creyendo que muestra la imagen de un Presidente responsable y trabajador; lo que proyecta es a alguien extraviado en los faustos del poder, ajeno y escurridizo a sus responsabilidades, aterrado por el ajuste de cuentas que pronto llegará.
Napoleón hizo derribar una estatua que le erigieron en vida; conocía de la abyección y dejó a un futuro incierto y a su ausencia, la posibilidad de honrarlo, en vez de aceptar la certeza del derrumbe que espera a todo auto-elogio. Calderón, por su parte, sabe que los reconocimientos no llegarán y el respeto no se ganó; por eso se festina y, peor aún, se lo cree.
López Portillo lloró al reconocer y confesar, en la más alta tribuna de la Nación, que le había fallado a los pobres, a quienes pidió perdón. Sus lágrimas han sido objeto del escarnio y befa, cuando en realidad confesaban que, además de él y su gobierno, México como sociedad organizada había fracasado en su obligación con la justicia social. Desde entonces no hemos hecho más que ahondar y ensanchar el fracaso. Tan solo con Calderón, 12 millones de mexicanos se sumaron a la pobreza. Ello debiera ser motivo de otro gran anuncio: "Gracias por hacer de éste el sexenio de la pobreza".
Con López Portillo, la realidad, aceptada, doblegó sentimientos y emoción, y forzó las lágrimas que traicionaron su investidura, pero ello confesaba un mea culpa sin regateos.
En el fracaso se vale llorar. Lo imperdonable es cantarse loas.
Los cantos de Calderón y su triunfalismo de hojalata se solazan en la irrealidad, socavan conciencia y niegan autocrítica. La negación de la verdad, en su caso, traiciona a la realidad, trapea con la investidura su impostura y ofende a México.
Frente al llanto de López Portillo, las canciones y festejos desbocados de Calderón no se apiadan de los millones de mexicanos que en su sexenio fueron arrojados a la pobreza extrema y a la desesperanza; ni se compadecen de los jóvenes orillados a la leva por el crimen organizado o la migración ignominiosa, ni se conmueven con la ruina educativa. Lo que sí hacen, es negar la mácula indeleble de los más de 70 mil muertos, que ningún monumento podrá exorcizar del juicio inapelable de la historia.
Para colmo, por algún mecanismo inconsciente el tema de la canción que entonó es sobre muerte y se titula "El perro del mal". Y por si fuera poco, concluye su intervención con un "ahí muere, ahí muere", que hace pensar que la mortandad lo persigue, lo atormenta y lo traiciona en lapsus linguaes.
Hoy la muerte alcanza a su sexenio y a sus canciones y sombras de muerte, mientras Calderón se fuga, niega la realidad y nos vende un México que no fue más que en su febril desequilibrio.
Para nuestra fortuna nunca más tendremos que escucharlo.
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