RAÍCES DE MANGLAR

La canción del perdedor I

La canción del perdedor I

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¡Ya valió madres culeros!

"You have been mistaken". En la voz de Paul Banks suena a mi vida. Me le debo al displacer, nunca al dolor. Mi consuelo es aceptar lo inevitable. Con los audífonos puestos y la frente pegada al cristal de una combi, he visto pasar una fracción de mi vida entre calles feas y personas sin rostro. Sólo me queda el consuelo mudo de admirar a algunas mujeres bonitas, pieles tersas y ojos de cristal. Muchas veces me sorprendo sosteniéndole la mirada a las muchachas, pero si alguna acepta el desafío termino agachando la cabeza o perdiendo la vista en las páginas de algún libro. He empezado a creer, más por convicción que por experiencia, en la canción del perdedor.

No siempre tuve costumbres tan patéticas. Hubo una época en que creía en la poderosa tentación del primer amor, en sus historias idílicas y dulces matices de perpetuidad. Me entregué a ese paraíso amoroso, a aquel candor breve y luminoso con enorme felicidad. No creí que tuviera ojos para otros ojos… hasta que los tuve. La primera vez fue para probar, con mi ego inmaduro y desastroso, que cualquiera podía amarme. La hecatombe fue la triste y predecible fábula de la mantis que devora a su amante. Desmentido el mito de mi narcicismo, aprendí a la mala el respeto por la mujer libre. Lo peor es que le tomé el gusto, más de lo que quisiera reconocer.

En lugar de resignarme al papel de padre de familia y de esposo fiel, me he vuelto a equivocar varias veces. El cinismo me ha salvado de algunas sospechas, pero no siempre de despertar agitado con su nombre atorado en la garganta, como un amargo residuo que yace ahí, indisoluble. Otras veces no he tenido tanta suerte. Como aquel día cuando llegué con la filipina embarrada de lápiz labial. Mi esposa me enfrentó. Sólo atiné a hilar una desordenada historia que, por respeto a su inteligencia, aborté a medio camino. No hay justificación que valga. No hay palabras que salven este barco de su fatal naufragio. Escucho a Paul Banks y sé que no temo seguir equivocándome. Sentido del ridículo, ¿podrás salvarme de la concupiscencia y la ignominia?

***

Es una de sus anécdotas más recurrentes. Ocurrió en un crepúsculo de hace ocho años. Regresaba de su trabajo en un restaurante japonés llamado Deigo. Venía apesadumbrado. Uno de las cocineras le había jugado chueco y, en lugar de disculparse, fue soberbia y retadora: "¿Qué te enojas? No tienes nada que reclamarme. Yo no estoy casada y puedo hacer lo que quiera y con quien quiera. ¿O qué? ¿Vas a dejar a tu esposa? ¿Te vas a ir a vivir conmigo y con mi hija?"

Llorando, le pasaba el chisme por mensajes de texto a una amiga de ambos, con la clara intención de que la otra se entere, y para medir su reacción cuando sepa cómo lo afectó su desdén. Por eso no ve cuando tres hombres abordan la micro en Pantitlán, tampoco cómo mientras uno paga, los otros dos se distribuyen estratégicamente en el vehículo. Incluso uno se para a su lado, casi en medio del pasillo. De pronto, el que pagaba golpea con la culata de su pistola el techo del vehículo:

–¡Ya valió madres culeros!

Comienza el atraco. Lo primero que Joaquín hace es arrojar el celular debajo del asiento de enfrente. Saca su cartera y antes de poder rescatar sus papeles siente un jalón de cabello. El dueño de la mano posee una voz grave y urgente:

–¡Cáete con lo que traigas pendejo!

Le da su cartera con 300 pesos. Alza las manos y dice:

–¡Ya está!

–¿Y el celular?

–¿Cuál celular?

–¡No te hagas pendejo! ¡Saca el celular hijo de tu pinche madre!

Sin soltarle el cabello, el asaltante estrella la cabeza de Joaquín con el barandal del asiento repetidas veces. No siente dolor, pero todo lo ve barrido. Con el zarandeo es imposible enfocar cualquier cosa. El agresor no se detiene hasta que un grueso chorro brota de la frente. Como puede levanta el teléfono. Se lo da y, sin importarle el hilo de sangre, agacha la cabeza esperando lo peor:

–No que no ojete. Me querías ver la cara. A ver si así se te quita lo pendejo.

Afortunadamente, el ratero se ocupa de otros pasajeros y no vuelve a molestarlo mientras dura el atraco. Es la última vez que se sube a un microbús. Desde entonces prefiere las combis. Lo han vuelto a asaltar, pero como a las combis son más pequeñas los robos duran menos. Además, no lo han vuelto a golpear y él tampoco ha vuelto a esconder el teléfono.

***

No entiendo cómo no se enteran. Son 43 estudiantes. Uno de ellos era padre. Como yo. Veo a mis niñas y ni siquiera puedo imaginarlas en el abandono. Viven tan tranquilas, con su mamá y su papá. Cómo cambiarían sus vidas si perdieran a alguno de nosotros. Pobre Julio César. Dicen que le arrancaron la cara vivo. Allí está ella, mi esposa. No quisiera desampararla. ¿Cómo pueden ser tan culeros, tan desgraciados como para matar a un chavo a sangre fría y de esa forma? Pobres de su esposa y de su hija. Las atormentará siempre la visión del esposo y del padre desollado. La mutilación de ese ser, esa manera tan antinatural de perderlo.

Y pensar que cuando entré a la Facultad sólo quería conocer gente y escribir sobre música. En mi apatía, jamás se me ocurrió que podría apoyar alguna causa social. Sólo era yo y los míos. Nada más importaba. Ahora todo cambió. Una problemática, en apariencia tan lejana a mí como la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, me despierta las ganas de gritar. Un sentimiento que nace de la frustración y de la tristeza, Quizá porque, como Julio César Mondragón, soy padre, esposo y estudiante. Quizá porque sus ganas de superarse, de ser algo para ellas y, por qué no, para él mismo, no fueron suficientes para suavizar los puños que lo torturaron hasta fallecer. Quizá porque no es justo.

Veo a mi esposa. Veo a mis hijas. Ellas me ven. Lo hacen porque pueden. Nuestras vidas no serían igual si alguna de estas piezas se perdiera. Nos abrazamos, nos lastimamos, nos queremos y nos odiamos. Porque podemos, porque nos tenemos.

***

Hoy es el cumpleaños de una de sus amigas. A la que más quiere. Caminan por Isabel La Católica, hacia un antrillo de mala reputación. Un hombre enorme los revisa someramente y los deja pasar. Las escaleras, sin barandales, son angostas y parece que se caen a pedazos. Los asientos son guacales con cojines, ni siquiera están barnizados. Los baños, insalubres gabinetes separados por delgadas cortinas, ofrecen una visión dantesca del desencanto. Pese a todo lo anterior, el sitio está abarrotado de godínez y estudiantes borrachos. Pronto, el ambiente y la música borran los detalles y deciden celebrar sin preocuparse por las condiciones del recinto.

Piden cartones de cerveza Indio y cada quien paga lo propio. A primera vista no se ve, pero ya de cerca es notable que uno de ellos es mucho mayor. Le dicen…, tiene 34 años, pero en ese momento se siente de 21. Le encanta rodearse de sus amigos porque lo contagian de juventud. Aunque no es un anciano, su calidad de hombre casado y con hijos lo embargan de cierta culpa y sentido del ridículo. No obstante, ya está lo suficientemente borracho y se deja llevar por la muchachada imberbe.

Siempre había querido ser notado, sobre todo por las mujeres, pero su incapacidad para socializar de joven le impidió en su tiempo lo que ahora disfruta a medias. Es un hombre contrariado. Por una parte, no oculta sus intenciones con las muchachas, pero tampoco se avergüenza de su matrimonio y, siempre que puede, saca a relucir sus 16 años en pareja y a sus hijos de ocho y diez años. Le encanta discutir sobre la lealtad y la fidelidad y su tema favorito es la música. Por eso de repente le da por repartir consejos que nadie le pide.

Sin conseguir nada, dice que se conforma con la amistad de las mujeres, que le basta rodearse de belleza. Muy a su pesar, comprende que ninguna chica con dos dedos de frente se fijaría en un rabo verde como él, pero intenta disimular su frustración con sarcasmos y frases hechas. Es obvio que sus defectos lo abotargan y que es el miedo al rechazo lo que lo mantiene a raya. No evita el sopor del alcohol y comienza a ver, bajo las luces estroboscópicas, la belleza de la juventud y esas ganas atoradas de ser alguien distinto, de volver a hacer locuras. Al menos es testigo de esos encuentros, de cómo los demás aprovechan lo que a él se le escapó sin saberlo.

Empieza una canción que todos se saben, menos él. Entonan y levantan las botellas. Brindan por la cumpleañera que ni con la borrachera pierde el brillo en su mirada ni el encanto de su piel fresca. Se le queda viendo, lo saluda y se le acerca: "¿Tú por qué no cantas? Ah, ya sé. No te la sabes, ¿verdad? No importa. ¡Salud!"

Salud.



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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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